Kokhan: dos horas de parada. Es de noche. La mayor parte de los viajeros, acomodados ya en los vagones para entregarse al sueño, no descienden al andén, por el que me paseo fumando.
La estación es de alguna importancia, y cuenta con material bastante para sustituir, con una locomotora más potente, a la que ha remolcado nuestro tren desde Ouzoun-Ada. Éstas eran suficientes cuando la vía marchaba por la horizontal planicie; pero ahora que vamos a internarnos por los desfiladeros del Pamir, la cosa varía. Hay que franquear pendientes de consideración, y es evidente que se necesitará una tracción mayor.
Me entretengo en ver hacer la expresada maniobra; después de separar del tren a la locomotora con su ténder, el furgón de equipajes, donde va Kinko, queda a la cabeza del tren.
Pienso si bajará de su escondite el joven rumano. Pero esto sería una imprudencia; acaso fuera visto por los agentes, los gardovois, que no cesan de ir y venir inspeccionando a todo el mundo. Lo mejor que puede hacer mi número 11 es quedarse en el cajón, o por lo menos en el furgón. Voy a tomar algunos víveres y se los llevaré, aun antes de partir el tren si me es posible, sin temor de ser visto.
Abierta está la cantina de la estación. Popof no está. Si me viese comprar las vituallas, sospecharía, habiendo como hay en el tren vagón-restaurant con todo lo necesario.
Un trozo de carne fiambre, pan y una botella de vodka, es cuanto he podido adquirir.
La estación está un poco oscura. Algunas lámparas, pocas, dan incierta luz. Popof está ocupado en sus funciones con otro empleado de la Compañía. Aún no maniobra la nueva locomotora para colocarse en su puesto. Me parece el momento favorable… Creo, pues, inútil esperar que salgamos de Kokhan, y una vez cumplida mi misión con Kinko, podré dormir toda la noche, que buena falta me hace. Me subo, pues, a la plataforma del furgón, y después de asegurarme de que nadie me puede ver, penetro en el interior y digo: «¡Soy yo!».
Me parece prudente prevenir a Kinko, por si acaso estuviera fuera del cajón.
Pero el joven no había tenido tal pensamiento, y le recomendé prudencia. Las provisiones le han causado vivo placer, porque varían un poco su ordinaria comida.
—No sé cómo agradecer a usted, señor Bombarnac, me dice, lo que hace.
—Pues si no lo sabe usted, no me lo agradezca.
—¿Cuánto tiempo estamos en Kokhan?
—Dos horas.
—¿Y cuándo llegaremos a la frontera?
—Mañana hacia la una de la tarde.
—¿Y a Kachgar?
—Quince horas después; en la noche del 19 al 20. —Allí está el peligro, señor Bombarnac.
—Sí, Kinko; porque por difícil que sea entrar en las posesiones rusas, no lo es menos salir de ellas, cuando los chinos están a la puerta. Sus agentes nos examinarán muy de cerca antes de dejarnos paso. Sin embargo, tal severidad se emplea con los viajeros, pero no con los equipajes. Ahora bien: como este furgón está reservado a los equipajes expedidos a Pekín, creo que no tendrá usted nada que temer. Conque ¡buenas noches! Por precaución no quiero prolongar mi visita.
—Buenas noches, señor Bombarnac.
Salgo, y me voy a mi sitio; y a fe mía que ni aun he oído la señal de partida cuando el tren se ha puesto en marcha.
La única estación algo importante que antes de amanecer ha atravesado el ferrocarril, ha sido Marghelan, donde la parada fue breve.
Dicha ciudad, que cuenta con una población de 60.000 habitantes, es en realidad la capital del Ferganah, y esto reconoce por causa la mala reputación de que goza Kokhan desde el punto de vista de salubridad. La ciudad, como todas las anteriores, se halla dividida en dos partes: la rusa y la turcomana. Esta última, desprovista de monumentos antiguos, no ofrece nada de particular, y los lectores habrán de perdonarme que no haya interrumpido mi sueño para honrarle con una ojeada.
Siguiendo el valle de Schakhimardan, ha atravesado el tren por una vasta estepa, merced a la cual ha podido recobrar su velocidad normal.
¡Och! Cuarenta y cinco minutos de parada a las tres de la madrugada.
Otra vez he faltado a mis deberes de corresponsal. Nada he visto de ella. Mi excusa es que nada tiene que ver.
Pasando de esta estación, la vía férrea llega a la frontera que separa el Turquestán ruso del Pamir y de la vasta comarca de los Kara-kirghizes. En esta parte del Asia Central, son constantes los movimientos, debidos a la naturaleza plutónica del suelo. Muchas veces el Turquestán Septentrional ha sufrido violentas sacudidas: ya se recordará el terremoto de 1887, y he podido observar pruebas de estas terribles conmociones en Tachkend y en Samarkanda. Se observan frecuentemente trepidaciones, aunque poco sensibles, y tal movimiento sísmico se nota en toda la extensión donde existen yacimientos de petróleo, desde el Mar Caspio hasta el Pamir.
Como se comprende, dicha región constituye una de las partes más interesantes del Asia Central, que puede visitar un turista. Si bien el Mayor Noltitz no ha pasado de la estación de Och, conoce el territorio, por haberle estudiado en los mapas modernos y en las más recientes narraciones de viaje. He de citar entre éstas las de los señores Capus y Bombalot, dos nombres franceses que saludo con alegría fuera de Francia. El Mayor muestra muchos deseos de observar aquella parte, y apenas son las seis de la mañana cuando los dos nos encontramos en la plataforma con el anteojo en una mano y el indicador a la vista.
El Pamir, o Bam-i-Douniah, es llamado comúnmente el tejado del mundo, y de allí arrancan las poderosas cadenas o cordilleras del Tian-Chan, Kuen-Luen, del Karakoum, del Himalaya y del Hindu-Kuch. Este sistema orográfico, de una anchura de cuatrocientos kilómetros, que durante tantos siglos fue infranqueable barrera, ha sido vencido por la tenacidad moscovita, poniendo en contacto la raza eslava y la amarilla.
Ahora me van ustedes a permitir un alarde de erudición sobre este particular… Además, no soy yo el que hablo, sino el Mayor Noltitz.
Todos los viajeros de los pueblos arios han pretendido descubrir el Pamir. Sin remontarnos hasta Marco Polo, en el siglo XIII ¿qué vemos? Los ingleses, representados por Forsyth, Douglas, Biddueph, Younghus-band, y el célebre Gordon, muerto en el Alto Nilo; los rusos por Fendchenko, Skobeleff, Prjevalky, Grombtchevsky, el general Pevtzoff, el príncipe Galitzine, los hermanos Groum-Grjimailo, los franceses por d’Au-vergne, Bombalot, Capus, Papin, Breteuil, Blanc, Ridgway, O’Connor, Dutreuil de Rhins, José Martín, Grenard, Eduardo Blanc; los suecos por el doctor Swen-Hedin. Merced a estas exploraciones, puede decirse que un diablillo cojuelo ha levantado este tejado del mundo, para dejar ver los misterios que encierra. Se sabe, pues, que se compone de un intrincado laberinto de valles, cuya profundidad media pasa de tres mil metros. También sé que sus más altos picos son Gouroumdi y Kauffmann, de una altura de veintidós mil pies, y el de Targama de veintisiete mil; así como también que le cruzan los ríos Oxus o Amou-Daria al O., y el Tarim al E.; y, en fin, que el terreno se compone principalmente de roca primaria, donde abunda el esquisto y el cuarzo; los filones rojos de las capas secundarias, y el loess arcillo-arenoso, cuya capa cuaternaria abunda en el Asia Central.
Las dificultades que el Gran Transasiático ha tenido que vencer para atravesar esta meseta de Pamir, han sido extraordinarias. Fue aquello un desafío del hombre a la Naturaleza, y la victoria fue para el genio humano. Desde el comienzo de las suaves pendientes que los kirghizes llaman bels, los viaductos, los puentes, las ramblas, las trincheras y túneles han concurrido al establecimiento de aquella vía férrea. Aquellas bruscas curvas y aquellas pendientes exigen poderosas locomotoras, o ya grúas para arrastrar el tren por medio de cables; en suma, un trabajo hercúleo, superior a los realizados por los ingenieros americanos en los desfiladeros de Sierra Nevada y Montañas Rocosas.
El triste aspecto de aquellos terrenos impresiona la imaginación, y a medida que el tren va ganando la altura, siguiendo el accidentado perfil de la línea, la impresión es aún más grande. Ya no hay casas, ni buenas ni malas; tan solo se ven algunas cabañas esparcidas, en, las que el pamirsano arrastra una existencia solitaria con su familia, sus caballos, sus rebaños de yaks o koutars, que son bueyes con cola de caballo, carneros enanos, cabras de lana muy espesa. Lo mísero de estos animales es una natural consecuencia del clima. Hay que observar que cambian su piel de invierno por su piel de estío; lo cual sucede también con el perro, cuya piel blanquea en la época de los calores.
Siguiendo los desfiladeros, véase al través de las cortaduras la meseta de Pamir. En algunos sitios se agrupan los enebros y los álamos, que son los principales árboles del Pamir, y en las onduladas llanuras crecen el tamarindo, la artemisa, especie de arbusto muy abundante en las depresiones del terreno, llenas de agua salada, y una planta enana, de la familia de las labiadas llamada por los kirghizes terskenne. El Mayor me cita ciertos animales que forman una fauna muy variada en las alturas de Pamir. Es preciso vigilar en las plataformas de los coches, porque podrían lanzarse a ellas ciertos mamíferos que no serían, en verdad, agradables compañeros de viaje, entre otros, panteras y osos. Durante esta jornada, nuestros compañeros han permanecido en las delanteras y en las traseras de los coches. Cuando algún plantígrado o algún individuo de la raza felina hacen, cabriolas inmediatas a la vía con intenciones poco tranquilizadoras, óyense algunos gritos. Se han disparado muchos tiros de revólver, quizá sin necesidad, pero que constituyen una diversión y un modo de tranquilizar a los viajeros. Por la tarde hemos sido testigos de un soberbio disparo que ha dejado seca a una pantera en el momento en que iba a saltar al estribo del tercer coche.
—«¡Para ti, Margarita!» ha exclamado el señor Caterna; y en verdad que no podía expresar mejor su admiración que repitiendo la célebre frase de Burindan, dirigida a la mujer del Delfín, y no a la reina de Francia, como impropiamente se dice en el célebre drama La tone de Nesle.
Este disparo se debe al altivo mogol…
—¡Qué mano y qué vista! —digo al Mayor, que no cesa de dirigir miradas sospechosas al señor Faruskiar. Entre otros animales que constituyen la fauna pamiriana, vénse lobos, zorros, rebaños de carneros salvajes de gran tamaño, nudosos cuernos en graciosa curva y que en la lengua indígena se llaman arkars; gipaetos y buitres en las altas zonas del cielo: en medio de los torbellinos del blanco vapor que lanza nuestra locomotora, y mezclados con ellos, véanse nubes de cuervos, de palomas, de tórtolas y de aguzanieves.
El día transcurre sin incidente. A las seis de la tarde hemos atravesado la frontera, después de un trayecto total de cerca de dos mil trescientos kilómetros, recorridos en cuatro días desde Ozoun-Ada. Doscientos cuarenta más allá llegaremos a Kachgar, y ya en esta ciudad, aunque en realidad estemos en suelo turkestano, pasaremos a la férula de la administración china.
Después de comer, y hacia las nueve, cada uno se extiende en su cama con la esperanza de pasar la noche tan tranquilamente como las anteriores. Mas no debía ser así.
Durante las primeras horas, el tren ha bajado las pendientes del Pamir a gran velocidad, recobrando después su marcha normal en la llanura.
Podría ser la una de la madrugada, cuando me desperté bruscamente. Otro tanto ha sucedido al señor Noltitz y a la mayor parte de nuestros compañeros.
Se oyen fuertes gritos en la cola del tren.
¿Qué pasa? Muy pronto los viajeros son víctimas de esa inquietud que no razona y que provoca el camino de hierro.
—¿Qué hay? ¿qué hay? se pregunta por todas partes, en diversas lenguas.
Mi primer pensamiento es el de que hemos sido atacados. Pienso en el famoso Ti-Tsang, el pirata mogol del que tan imprudentemente he solicitado la colaboración para mi crónica.
Un instante después el tren disminuye su velocidad; al fin se detiene. Cuando Popof sale del furgón, le pregunto lo que pasa.
—Un accidente, me responde.
—¿Grave?
—No: una barra de unión que se ha roto, y por consecuencia de lo cual se han separado los dos últimos vagones.
Ya el tren parado, nos apeamos una docena de viajeros.
A la luz de una linterna es fácil comprobar que el accidente ha sido casual; pero no es menos verdadero que los dos últimos vagones, el que conduce el cuerpo del mandarín, y el furgón de cola ocupado por el empleado de equipajes, han quedado atrás. ¿Cuándo y dónde se han desunido? No se sabe. Había que oír los gritos de la guardia persa encargada de custodiar el cuerpo del mandarín, del que eran responsables; los viajeros que se encontraban en su vagón, y ellos mismos, nada habían advertido en el primer momento. Cuando dieron la voz de alarma, hacía una hora, quizás dos, que el accidente se había producido.
Lo que hay que hacer es muy sencillo. Dar contravapor y retroceder hasta los vagones separados. Pero lo que no deja de sorprenderme es la actitud del señor Faruskiar en aquellas circunstancias. Es el que insiste del modo más apremiante para que se obre sin perder momento. Se dirige a Popof, al maquinista, al fogonero, y por primera vez le oigo expresarse muy claramente en ruso.
Sea como sea, no hay que discutir. Todos estamos conformes en la necesidad de retroceder, a fin de unir al tren el vagón del mandarín y el de los equipajes. Únicamente el barón alemán protesta… ¡Aún más retraso! ¡Sacrificar acaso muchísimo tiempo por un mandarín… que fue!
Le enviamos a paseo.
En cuanto a sir Francis Trevellyan, se encoge de hombros, como diciendo: ¡qué administración! ¡qué material! He aquí lo que no sucedería con los caminos de hierro ingleses de la India.
El Mayor Noltitz está impresionado, como yo, de la singular intervención del señor Faruskiar. Aquel mogol tan impasible habitualmente, con su mirada fría bajo un párpado inmóvil, va y viene ahora, sintiendo una inquietud que en vano trata de reprimir. No menos insistencia que él, muestra su compañero. Sin embargo, ¿qué les importa que se hayan separado los dos vagones? Además, ¿no tienen sus equipajes en el furgón de cola?… ¿Es acaso el difunto Yen-Lou la causa de su sobresalto? ¿Acaso por eso en la estación de Douchak observaban con tan detenida atención el furgón que encerraba el cuerpo del difunto? Claramente veo que el Mayor encuentra extremadamente sospechosa aquella manera de obrar.
Comienza el tren a retroceder en cuanto ocupamos nuestros sitios. El barón alemán lanza nuevas recriminaciones; pero el señor Faruskiar le dirige una mirada tan feroz, que aquél se vuelve refunfuñando a su rincón.
Ya empieza a despuntar la aurora, cuando vemos los dos vagones a un kilómetro de distancia, y el tren va suavemente a reunirse a ellos, después de una hora de marcha.
El señor Faruskiar y Ghangir han querido asistir a la unión de los carruajes hecha con toda la solidez posible. Noltitz y yo hemos observado que los dos cambiaban algunas palabras con los otros tres mogoles, lo que no debe producir extrañeza, puesto que son compatriotas.
Cada cual ocupa su sitio, y el maquinista fuerza vapor a fin de ganar el tiempo perdido. Sin embargo, el tren llega a Kachgar con un retraso muy considerable, y son las cuatro y media de la mañana cuando entra en la capital del Turquestán chino.