La tentativa de los rusos en 1870 para abrir una feria en Tachkend, que pudiera rivalizar con la de Nijni-Novgorod, debía tener buen éxito veinte años después. Actualmente es cosa hecha, gracias al establecimiento del Transcaspiano, que une a Samarkanda con Tachkend. Allí no tan sólo acuden en gran número los mercaderes con sus productos, sino también los peregrinos. Cuando los musulmanes puedan ir a la Meca por caminos de hierro, esto será, no ya una procesión, sino un éxodo.
Estamos en Tachkend, y el indicador señala dos horas y media de parada.
Seguramente no tengo tiempo de visitar la ciudad, que bien merece la pena. Sin embargo, he de confesar que los pueblos del Turquestán tienen entre sí muchos puntos de semejanza, y el que ha visto uno puede decir que ha visto todos, a menos que sea preciso descender a los detalles.
Después de haber atravesado una fértil campiña, en que se balancean los elegantes olmos; después de haber cruzado extensos viñedos, adornados de jardines y frutales, el tren se ha detenido en la parte nueva de la ciudad, cosa inevitable después de la conquista rusa. Siempre existen dos villas, en Bukhara como en Merv, en Samarkanda como en Tachkend. Aquí la parte vieja tiene calles tortuosas; casas de barro y arcilla; bazares de mediana apariencia; posadas construidas con adobes sin cocer; algunas mezquitas y escuelas, tan numerosas como si el Zar las hubiera decretado por un ukase, a manera de lo sucedido en Francia. Escuelas no faltan, pero sí escolares.
En cuanto a los habitantes de Tachkend, no difieren gran cosa de los que ya hemos encontrado en las otras regiones del Turquestán. La población se compone de sartos, usbekes, tadjiks, kirghizes, nogais, israelitas, algunos afghanes, y lo que no asombrará a nadie, rusos que están como en su casa. Acaso el núcleo de población, de Tachkend está formado por los judíos, cuya situación ha mejorado notablemente, debido a la influencia de la acción moscovita; de esta época data la plena libertad civil y política de que gozan.
No puedo consagrar más de dos horas a visitar la ciudad, y es lo que he hecho como repórter celoso. Me he paseado por el Gran Bazar, de sencilla construcción de madera, donde se ven amontonadas telas de Oriente, tejidos de seda, vajillas de metal y las más variadas muestras de la producción china, entre otras, porcelanas de rica fabricación. Por las calles véanse algunas mujeres; no hay que decir que aquí no hay esclavas, con gran descontento de los musulmanes. A la sazón la mujer es libre dentro y fuera del hogar. A este propósito, me cuenta el Mayor Noltitz lo que decía un viejo turcomano: «Desde el momento en que va usted a pegar a su mujer y ésta le amenaza con el Zar, concluye el poder marital; es la destrucción del matrimonio».
No sé si aún el bello sexo es vapuleado, pero uno de los esposos sabe a lo que se expone cuando pega al otro; y mentira parece que estos singulares orientales no quieran ver un progreso en esta prohibición de pegar a sus mujeres. ¿Acaso Eva, nuestra primera madre, hubiera evitado su primera falta en el Paraíso porque Adán la hubiese vapuleado un poco? En fin, no insistamos sobre este punto…
No he oído, como la señora Ujfatvy-Burdon, la música del pueblo tocando Los bomberos de Naritenre, en el jardín de la casa del gobernador general; no: aquel día tocaban El Tío Victoria, y aunque estos aires no son del todo nacionales, no dejan por eso los franceses de oírlos con cierto agrado.
A las once en punto de la mañana hemos salido de Tachkend; ya el terreno presenta más accidentes; la llanura comienza a ondular bajo las primeras ramificaciones del sistema orográfico del Este. Nos acercamos hacia la meseta de Pamir, y no obstante mantiénese la velocidad normal durante el trayecto de ciento cincuenta kilómetros que nos separa de Khodjend.
Ya en camino, otra vez mi pensamiento vuelve hacia el valiente Kinko; sus amores, un tanto novelescos, me han llegado al fondo del corazón. Ese novio facturado, esa novia que pagará el porte… Estoy seguro de que el Mayor Noltitz se ha de interesar por esos dos pichones, de los que uno va en la jaula. Es seguro que no le considerará como defraudador de la Compañía, y que será incapaz de entregarle. Así, pues, siento vivos deseos de contarle minuciosamente mi expedición al furgón de equipajes; pero este secreto no me pertenece, y yo no debo dar paso alguno que pueda comprometer a Kinko.
Me callo, pues, y la noche próxima trataré de llevar algunas provisiones a mi… caracol. ¿Acaso el joven no está en su caja como el caracol en su concha, con la diferencia de que puede salir?
Llegamos a Khodjend hacia las tres de la tarde. El campo, muy fértil y verdoso, aparece cuidadosamente cultivado. Véase una sucesión de jardines y huertos bien conservados, inmensas praderas sembradas de trébol, del que se hacen cuatro ó cinco cortas anualmente. Los caminos que conducen a la ciudad corren entre largas hileras de viejas moreras, que divierten la mirada con su caprichoso ramaje.
También aquí hay parte vieja y parte nueva; ambas, que no contaban más que treinta mil habitantes en 1868, poseen, en la actualidad, de cuarenta y cinco a cincuenta mil. Este aumento de población, ¿es acaso producido por la influencia que ejerce el prolífico Celeste Imperio que abraza la provincia? No. Es el progreso comercial; es la afluencia de los mercaderes de todos orígenes sobre los nuevos mercados.
La parada en Khodjend ha durado tres horas; he hecho, pues, mi visita de corresponsal, paseándome por las orillas del Syr-Daria. Este río, que baña la base de las altas montañas del Mogol-Taou, está atravesado por un puente, cuyo ojo central puede dar paso a embarcaciones de cierto porte.
Hace mucho calor. Como la ciudad está protegida de las frescas brisas de las estepas por su pantalla de montañas, es una de las más calurosas del Turquestán.
Me he encontrado a los señores Caterna muy complacidos de su excursión. El actor me dice con tono jovial:
—Nunca olvidaré a Khodjend, don Claudio. —¿Y por qué?
—¿Ve usted estos melocotones? Y me enseña unas frutas. —Son magníficos.
—Y no caros. Un kilogramo, cuatro kopeks, es decir, doce céntimos.
—Eso prueba, respondo, que el melocotón es muy común. Es la manzana del Asia, una de aquellas manzanas que Eva…
—¡Ah!… Pues yo excuso su falta, exclama la señora Caterna mordiendo un melocotón.
Desde Tachkend el ferrocarril ha vuelto a bajar hacia el S., con dirección a Khodjend; pero desde este punto sube hacia el E., en dirección de Kokhan. En Tachkend ha estado lo más próximo del Transiberiano, y un ramal en construcción debe bien pronto unirle a la estación de Semipalatinsk, lo que completará los caminos de hierro del Asia Central y Septentrional.
En pasando de Kokhan, vamos a tomar el E. directamente, y a correr por Marghelan y Och, al través de los desfiladeros de Pamir, a fin de franquear la frontera entre el Turquestán y China.
Apenas el tren se pone en marcha, ocupan los viajeros el vagón restaurant. No observo entre ellos ningún nuevo. Hasta que lleguemos a Kachgar, no tendremos más compañeros. Allí reemplazará a la cocina rusa la cocina celeste, y por más que este nombre recuerde el néctar y la ambrosía del Olimpo, es muy probable que perdamos en el cambio.
Fulk-Ephrinell ocupa su sitio habitual. Es de notar que entre miss Horacia y el yankee existe una estrecha intimidad que, sin llegar a la familiaridad, está fundada en la semejanza de sus gustos y profesiones. Ninguno de nosotros duda que a la llegada aquello acabará en boda. Pero a esta novela prefiero la de Kinko y Zinca Klork, aunque la linda rumana no está allí.
Estamos en familia. Oigo hablar a mis números más simpáticos, el Mayor, los esposos Caterna y el joven Pan-Chao, que responde con bromas muy parisienses a las cuchufletas del actor.
La comida es buena, y reina la alegría. Entonces sabemos cuál es la cuarta regla que el noble veneciano Cornaro formula con el fin de determinar la justa medida del comer y beber.
Pan-Chao se lo ha preguntado al doctor, el que ha respondido con seriedad verdaderamente budhista:
—Esta regla se funda en que no se puede determinar la cantidad de alimentos proporcionada a cada temperamento, a causa de la diferencia de edades, fuerzas y alimentos de diversas especies.
—Y para el temperamento de usted, doctor, pregunta Caterna: ¿qué es preciso?
—Catorce onzas de líquido o de sólido… —¿Por hora?
—No, señor, al día. Fue la cantidad con que se alimentó el ilustre Cornaro desde la edad de treinta y seis años, y gracias a este régimen, pudo conservar fuerza de cuerpo y de espíritu para escribir a los noventa y cinco años su cuarto tratado, y para vivir hasta la edad de ciento dos años.
—Pues entonces, que hagan el favor de darme la quinta chuleta, exclama Pan-Chao, estallando de risa.
No hay nada tan agradable como conversar ante una mesa bien servida; mas no debo olvidarme de completar mis notas en lo que concierne a Kokhan. Debemos llegar a las nueve de la noche. He pedido al Mayor que me dé algunos informes acerca de la ciudad, la última del Turquestán ruso.
—Puedo complacerle a usted, con tanto mayor motivo, cuanto que he estado allí de guarnición durante quince meses. Es lástima que no pueda usted visitarla. Conserva la fisonomía asiática; aún no hemos tenido tiempo de hacerle su parte moderna. Hubiera usted visto una plaza sin rival en Asia. Un palacio de hermoso estilo, el del antiguo khan de Khoudaiar, situado sobre una eminencia cónica, de una altura de cien metros. El gobernador ha tenido a bien dejarla su artillería, de procedencia sarta; se la considera como una maravilla, y en verdad tiene derecho a este título. Pierde usted una bonita ocasión de describir con el estilo más florido la sala de recepción, transformada en iglesia rusa; el laberinto de cámaras, cuyos pavimentos son de preciosas maderas de Karagatch; el pabellón rosa, donde los extranjeros reciben hospitalidad verdaderamente oriental; el patio interior, de morisco estilo, que recuerda las admirables fantasías arquitectónicas de la Alhambra; las terrazas de espléndidas vistas; los pabellones del harén, donde las mil mujeres del Sultán (cien más que las de Salomón) vivían en buena armonía; las fachadas con preciosas molduras; los jardines con parrados circulares. Todo eso hubiera usted podido ver.
—Bien, por lo que usted me dice es como si lo hubiese visto, querido amigo, y seguramente mis lectores no se quejarán. Deseo sólo que usted me diga si en Kokhan hay bazares.
—¡Hombre! ¡Una ciudad del Turquestán sin bazares! Sería como Londres sin docks.
—¡Cómo París sin teatros! —exclama el actor.
—Sí, hay bazares. Uno de ellos en el puente de Sokh, cuyos dos brazos atraviesan la ciudad. En él hay los más preciados tejidos del Asia, que se pagan en tillahs de oro, que valen tres rublos, sesenta kopeks de nuestra moneda.
—¿Por supuesto que también habrá mezquitas?
—Sin duda.
—¿Y escuelas?
—También, señor Bombarnac; pero también le diré a usted que estos monumentos no valen tanto como las de Samarkanda y Bukhara.
Gracias a la complacencia del Mayor, los lectores de El Siglo XX verán en pleno sol la ciudad de Kokhan. Verteré con mi pluma la mayor claridad, a pesar de que sólo veré los vagos contornos de Kokhan.
La conversación de sobremesa se prolonga hasta muy tarde, y termina de una manera inesperada. El amable señor Caterna nos ofrece recitar un monólogo. No hay que decir que nos apresuramos a aceptar la oferta. Nuestro tren cada vez se va pareciendo más a una pequeña ciudad ambulante. Hasta tiene su casino, el dining-car, en el que estamos en este momento. Y de esta manera, en estas alturas de la parte oriental del Turquestán, a cuatrocientos kilómetros del Pamir, y a los postres de una excelente comida servida en el salón del Gran Transasiático, el señor Caterna, primer actor cómico contratado en el teatro de Shangai para la próxima temporada, recita con gran arte el monólogo titulado La Obsesión.
—Caballero, le dice Pan-Chao, mi más cumplida enhorabuena. Acabo de oír a Coquelin el menor.
—¡Ah! ¡Un maestro!… dice el señor Caterna.
—Al cual se aproxima usted…
—Respetuosamente, muy respetuosamente…
Los bravos prodigados al señor Caterna no han alcanzado la fortuna de conmover a sir Francis Trevellyan, que ha estado gruñendo durante la comida, por encontrarla detestable. No se ha divertido ni aun melancólicamente, única forma en que desde cuatrocientos años lo hacen sus compatriotas, como dice muy bien, Froissart. Por lo demás, nadie ha hecho caso de las recriminaciones del gruñón gentleman.
El barón Weissschnitzerdörfer no ha comprendido una palabra del monólogo, y aun, de comprenderlo, no hubiese apreciado esta muestra de la monologomanía parisién.
En cuanto al señor Faruskiar y a su inseparable Ghangir, parece, a despecho de su tradicional reserva, y a juzgar por su cara sorprendida y sus gestos significativos, que la cómica entonación del señor Caterna les ha debido interesar algo.
El actor, que les ha observado, muy sensible ante aquella admiración muda, me dice al levantarnos de la mesa:
—¡Oh! ¡Qué aspecto tan soberbio el de ese señor!… ¡Qué tipo oriental!… Su compañero no me es tan simpático. Un partiquino, lo más; pero ese mogol… ¡Ah, Carolina! ¿No te parece Morales en Los Piratas de la Sabana?
—Pero no con ese traje, le he dicho yo.
—¿Por qué no, señor don Claudio? Ya ve usted, un día en Perpignan representé yo el papel de coronel Monteclin, en La closerie des Genets, vestido de oficial japonés.
—¡Oh! ¡Y cómo le aplaudieron! —añadió la señora Caterna.
Mientras comíamos, ha pasado el tren por la estación de Kastakos, situada en el centro de una región montañosa. El ferrocarril va atravesando viaductos y túneles, lo que notamos por la mayor trepidación de los vagones.
Poco tiempo después Popof nos dice que estamos sobre los territorios del Ferganah, nombre del antiguo kanato de Kokhan, anexionado a Rusia en 1876, con los siete distritos de que consta. La mayoría de la población es sarta y se halla administrada por prefectos, subprefectos y alcaldes; de modo que vayan ustedes a Ferganah, y allí encontrarán todo el mecanismo de la constitución francesa del año VIII.
Aún sigue extendiéndose por allí la inmensa estepa. Su situación es tan perfectamente horizontal, que la señora Ujfalvy-Bourdon le ha comparado, con razón, a una mesa de billar, con la diferencia de que, en vez de una bola de marfil, por su superficie rueda el Gran Transasiático con una velocidad de sesenta kilómetros por hora.
Después de dejar atrás la estación de Tchoutchaí, entramos en la de Kokhan a las nueve. Dos horas de parada. Bajamos al andén. Cuando voy a salir del puentecillo y me aproximo al Mayor Noltitz, éste pregunta al joven Pan-Chao:
—¿Conocía usted al mandarín Yen-Lou, cuyo cadáver llevan a Pekín?
—No, señor, nada.
—Sin embargo, debía ser un personaje importante, teniendo en cuenta los grandes honores que se le rinden.
—Es posible, responde Pan-Chao; pero ¡hay tantas personas importantes en el Celeste Imperio!
—¿Pero ese mandarín Yen-Lou?…
—Nunca he oído hablar de él.
¿Por qué habrá hecho el Mayor aquella pregunta al chino? ¿A qué preocupación de su espíritu obedecerá?