XIII

A la una hemos comido. En el interior del vagón restaurant figuran algunos nuevos comensales: entre otros, dos negros. Caterna les llama los hombres sombríos. Ninguno de estos viajeros, según, me ha dicho Popof, debe pasar de la frontera ruso-china. No me interesan, pues.

Durante la comida, a la que asisten todos mis números (tengo doce, y me parece que no pasarán de aquí), veo que el Mayor Noltitz no cesa de observar al señor Faruskiar. ¿Qué sospechará? ¿Acaso concede importancia a que el mogol parece conocer, aunque lo disimule, a los otros tres mogoles que viajan en segunda? ¿Acaso su imaginación trabaja como la mía y se pregunta si es preciso tomar en serio lo que no ha sido más que una broma por mi parte? Se comprende que yo, literato, cronista en busca de situaciones y a caza de original que invariablemente me pide el amigo Sarcey, me complazca en ver en este personaje un rival del famoso bandido, o el mismo Ki-Tsang en persona; pero que un hombre grave, un médico del ejército ruso se abandone a tales ideas, nadie podía creerlo. No importa. Ya volveremos a hablar del asunto.

Pronto olvido al mogol para acordarme del hombre facturado, sobre el que, a lo que entiendo, deben concentrarse todos mis esfuerzos. Por más que después del paseo que hemos dado por Samarkanda me encuentro fatigado, aprovecharé en está noche la primera ocasión que se presente para ir a visitarle.

Terminada la comida, cada cual ha ido a ocupar su puesto, con ánimo de dormir hasta Tachkend, que dista trescientos kilómetros de Samarkanda. El tren no llegará antes de las siete de la mañana y en el camino sólo parará tres veces para tomar agua y carbón, circunstancia muy favorable para mi proyecto. Añadiré que la noche es muy oscura, el cielo está encapotado, sin luna y sin estrellas; la lluvia amenaza, y el tiempo es fresco. No es de esperar que nadie vaya a pasearse por las plataformas. Aquí lo importante es esperar a que Popof duerma.

No es preciso que nuestra entrevista sea larga; lo esencial es que yo tranquilice a ese pobre muchacho, y así lo haré. Me informaré de quien es él, quién la señorita Zinca, de dónde viene, a qué va a Pekín, las razones que ha tenido para elegir este medio de transporte, los recursos con que cuenta para su viaje, cómo se ha instalado en esa caja, su edad, profesión, lugar de su nacimiento, naturaleza, lo que ha hecho y lo que hará etcétera. En fin, todo lo que incumbe a un concienzudo corresponsal. Esto es lo que le pediré. No es mucho exigir.

Entretanto, esperemos que la gente esté dormida, lo que no tardará en suceder, porque unos más, otros menos, todos están cansados de las horas pasadas en Samarkanda. Ya están hechas las camas; algunos viajeros han intentado fumar en las plataformas, pero el viento los ha echado de allí. Cada cual se ha colocado en su sitio, corridas las cortinillas de las lámparas, y hacia las diez y media la respiración de los unos y el ronquido de los otros rivalizan con el run-run del tren.

Yo me he quedado el último en la plataforma. Cambio algunas palabras con Popof.

—Esta noche no nos molestarán, me dice; aprovéchela para echar un buen sueño. Mañana por la noche, cuando atravesemos los desfiladeros del Pamir, no viajaremos tan tranquilos: mucho lo temo.

—Gracias, Popof; voy a seguir su consejo de usted y a dormir como un lirón.

Él me da las buenas noches, y entra en su garita.

Creo inútil ir a ocupar mi asiento en el interior del vagón y me quedo en la plataforma. Imposible ver nada a derecha e izquierda del camino de hierro. Hemos atravesado el oasis de Samarkanda y ahora cruzamos una extensa llanura. Aún transcurrirán muchas horas hasta que llegue el tren al Syr-Daria, cuyo paso se efectúa por un puente semejante al del Amou-Daria, aunque no tan grande.

Son cerca de las once y media cuando me decido a abrir la puerta del furgón, que cierro en cuanto entro.

Acaso el joven rumano esté fuera del cajón y se halle paseando por el furgón para estirar sus entumecidas piernas.

La oscuridad es completa. Por los agujeros del cajón no se filtra luz alguna, lo que no me contraría, porque de este modo mi núm. 11 no será sorprendido bruscamente. Acaso duerme… Daré dos golpecitos en la tapa, le despertaré, y antes de que pueda moverse, nos habremos explicado. Esto es coser y cantar.

Me acerco tanteando con pies y manos. Tropiezo con la caja, aplico el oído a la tapa y escucho.

¡No percibo el más leve rumor! ¿Será que se habrá ido?… ¿Habré perdido a mi hombre?… ¿Habrá bajado en alguna estación sin que yo le haya visto?… ¿Habré perdido con él mi crónica periodística?… ¡Ah, qué inquietud!…

Escucho más atentamente.

¡No, no! Está… Sí… Está acurrucado… Le oigo respirar… Sí; está durmiendo con el sueño del justo, y acaso no lo sea este defraudador de la Compañía del Gran Transasiático.

Voy a llamar en el cajón, cuando la máquina lanza su estridente silbido al pasar por una estación. Pero como sé que no se detiene allí, espero a que cesen los silbidos.

Doy un golpe suavemente en el cajón.

Nada.

Sin embargo, el acompasado ruido de la respiración es menos distinto. Doy otro golpe con más fuerza.

Esta vez oigo como el ruido de removerse el cuerpo del rumano; es el natural asombro que mi llamada le ha producido.

—¡Abra usted, abra usted! —le digo en ruso. Nada.

—¡Abra usted! —repito. Soy un amigo… No tema usted.

La tapa no se abre, como yo esperaba, pero oigo el chasquido de una cerilla, y una débil luz ilumina el interior del cajón.

Miro al prisionero por los agujeros de la tabla. Su cara está descompuesta, sus ojos extraviados… Acaso cree que sueña.

—Abra usted, amigo mío; abra, y tenga confianza… Sé su secreto, y no le descubriré… Al contrario, puedo ser a usted útil.

Parece que se tranquiliza, pero permanece inmóvil.

—Es usted rumano, según creo, le digo; yo soy francés.

—¿Francés?… ¿Es usted francés?

Y me hace esta pregunta en mi propio idioma, con acento extranjero muy marcado.

Ya hay un lazo más entre nosotros.

Corre la tapa del cajón, y a la luz de la lamparilla veo claramente a mi número 11, a quien podré designar en mi cartera en términos menos aritméticos.

—¿Nadie puede vernos ni oírnos? me pregunta con ahogada voz. —Nadie.

—¿Y el jefe del tren? —Está durmiendo.

Mi nuevo amigo me coge las manos y me las oprime. Busca mi apoyo… Comprende que puede confiar en mí… Sin embargo, aún murmura.

—¿No me descubrirá usted?

—¿Qué dice usted? ¿Descubrir?… Ya sabe usted lo simpáticos que fueron para los periódicos franceses aquel sastre austríaco y aquellos novios españoles que hicieron un viaje como el que usted hace. ¿No sabe usted que se abrieron suscripciones para ellos? ¡Y teme usted que yo, periodista corresponsal!…

—¡Ah! ¿Es usted corresponsal?

—Claudio Bombarnac, corresponsal de El Siglo XX.

—¿Un periódico francés?

—Sí, señor; francés.

—¿Y va usted a Pekín?

—Allí voy.

—¡Ah, señor Bombarnac: Dios le ha puesto a usted en mi camino!

—No, señor; han sido los directores del periódico los que han delegado en mí los poderes que tienen de la divina Providencia. Valor y confianza. Todo lo que yo pueda hacer por usted, cuente con ello.

—¡Gracias, gracias!

—¿Cómo se llama usted?

—Kinko.

—¿Kinko? ¡Excelente nombre! —¿Excelente? …

—Para mis artículos. Es usted rumano, ¿verdad? —De Bucarest.

—¿Pero habrá usted vivido en Francia?

—En París cuatro años; he sido aprendiz de tapicero en el barrio de San Antonio.

—¿Y se volvió usted a Bucarest?

—Sí; para trabajar allí, hasta que no pude por menos de partir…

—¿Partir? ¿Y para qué?

—Para casarme.

—¿Con la señorita Zinca?

—¿Zinca?

—Sí, Zinca Klork; Avenida Cha-Coua, Pekín, China.

—¿Y usted sabe?…

—¡Es claro… las señas del cajón!

—Justamente.

—¿Y quién es esa señorita Zinca?

—Es una joven rumana. La conocí en París… Era modista… ¡Qué encantadora!

—Estoy seguro de que lo es; no insista usted.

—Ella también se volvió a Bucarest…; poco después la propusieron la dirección de un establecimiento de modas en Pekín… Nos amábamos mucho… señor Bombarnac… se marchó… ya hace un año… Hará tres semanas me escribió… ¡Ah! Si nos fuese bien, yo trabajaré, me haré una posición… y en seguida nos casaremos… Zinca tiene ya algunos ahorros, y con lo que yo gane… Y aquí me tiene usted en camino de la China…

—¿Y cómo va usted en ese cajón?

—¡Qué quiere usted, señor Bombarnac! me dice enrojeciendo; yo no tenía dinero más que para mandar hacer este cajón, tomar provisiones y encargar a un amigo que me facturase… Ya ve usted, cuesta mil francos el viaje de Tiflis a Pekín… ¡Ah! Pero en cuanto yo tenga los mil francos, le juro a usted que se los restituiré a la Compañía.

—Le creo a usted, amigo Kinko, y cuando llegue usted a Pekín…

—Ya está prevenida Zinca. Me llevarán en el cajón a su casa de la Avenida Chao-Coua, y ella…

—¿Y quién pagará el porte? ¿ella?

—¡Ah! sí, señor.

—Y con mucho gusto, ¿no es verdad? —Ya ve usted ¡nos queremos tanto!…

—¡Y qué no hará por un novio que consiente en transformarse en un bulto durante quince días y facturado como espejos… frágil… cuidado con la humedad!…

—¡Ah! ¡Se burla usted de un pobre diablo!

—No tal, y puede usted estar seguro de que no omitiré nada de cuanto de mí dependa para que llegue usted bien seco y en un solo pedazo a la señorita Zinca Klork; en perfecto estado de conservación, en fin.

—Una vez más le doy a usted las gracias, responde Kinko cogiéndome las manos. Crea usted que no seré ingrato.

—¡Oh, amigo Kinko! Me cobraré con exceso.

—¿Y cómo?

—Haciendo la narración del viaje de usted de Tiflis a Pekín, y lo haré cuando en ello no haya peligro para usted… Mire usted si tengo títulos para mi crónica: El enamorado en el cajón. Zinca y Kinko. Quinientas leguas por el Asia Central en un furgón de equipajes.

El joven rumano no pudo menos de sonreírse, y añadió:

—Con mucha prudencia…

—¡Ah! No tenga usted cuidado… Prudencia y discreción, cómo en las «Agencias matrimoniales».

Vóime hacia la puerta del furgón y después de cerciorarme de que no corremos peligro de ser sorprendidos, reanudamos la conversación. Como es natural, Kinko me pregunta cómo he descubierto su secreto, y yo le cuento todo lo que pasó a bordo por la travesía del Caspio. Que su respiración le hizo traición; cuando le dije que le había tomado por un animal, hasta por una fiera, el caso le pareció muy divertido… ¡Una fiera!… y él… lo más, era un perro faldero. Después, un estornudo le hizo remontarse en la escala zoológica hasta la especie humana.

Bajando la voz me dice:

—Hace dos noches me creí perdido… Cerrado el furgón, encendí mi lamparilla, y cuando empezaba a cenar oí de pronto un golpe en la tapa…

—No siga usted: era yo, Kinko, y aquella noche hubiésemos hecho conocimiento si no hubiese sido porque en el instante en que iba a hablar con usted experimentó el tren una violenta sacudida, teniendo que disminuir su velocidad. Un dromedario tuvo la mala fortuna de interceptar la vía; yo apenas tuve tiempo de refugiarme en la plataforma…

—¡Ah, era usted! ¡Respiro!… No puede figurarse la inquietud en que estuve… Me creí descubierto, puesto que alguien sabía mi escondite… Me vi perdido, entregado a la autoridad, reducido a prisión en Merv o en Bukhara: ¡no hay que andarse en bromas con esta policía moscovita!… Mi pobre Zinca esperando… nunca la hubiese vuelto a ver… ¡a menos de ir a pie!… y crea usted, caballero, que yo me voy andando, ¡vaya si me voy!…

Y dijo esto con tal acento de resolución, que denotaba en el joven rumano una energía poco común.

—¡Bravo, Kinko, bravo! Nunca me perdonaré haber sido la causa de esas inquietudes. Ahora está usted ya tranquilo, y aun creo que desde que nos hemos hecho amigos han aumentado para usted las probabilidades de un buen éxito.

Después le digo que me indique de qué manera va instalado en el cajón.

Nada más fácil ni sencillo. En la pared del fondo hay un asiento con el espacio necesario para extender las piernas. Bajo el asiento, sus modestas provisiones y sus utensilios de mesa, reducidos a un cuchillito de bolsillo y un vaso de metal. La hopalanda y la manta están colgadas de un clavo, y la lamparita de que se sirve por las noches, en la tabla de enfrente.

La tapa, como es sabido, permite al joven abandonar algunos momentos su estrecha prisión; pero si los mozos le hubiesen colocado este cajón entre otros bultos sin tener en cuenta su fragilidad, es evidente que la tapa no hubiese podido funcionar, y el joven se hubiera visto obligado a pedir socorro. Pero felizmente hay un Dios que vela por los novios, y la divina intervención en favor de Kinko y Zinca se ha manifestado en toda su plenitud. Me dice que hasta ahora todas las noches ha podido pasearse por el interior del furgón, y aun bajar una vez al andén.

—Ya lo sé, Kinko; bajó usted en Bukhara… Le vi a usted…

—¿Qué me vio usted?…

—Sí, y llegué a creer que trataba usted de huir. Claro es que si le vi a usted, es porque ya le había reconocido en el furgón, y nadie más que yo podía espiarle a usted. Sin embargo, lo que hizo usted es peligroso; no trate usted de repetirlo, y deje usted a mi cuidado el renovar sus provisiones cuando encuentre ocasión oportuna.

—¡Gracias, gracias, señor Bombarnac! Creo que puedo estar tranquilo de ser descubierto, a menos que en la frontera china… o acaso en Kachgar…

—¿Y por qué?

—Porque la Aduana ejerce una exquisita vigilancia en las mercancías facturadas a China, y tengo miedo de que al inspeccionar los bultos, mi cajón…

—Efectivamente, Kinko. Habrá momentos difíciles.

—¡Oh! ¡Si me descubriesen!…

—Ya estaré yo al cuidado, y haré cuanto sea posible para que no tenga usted ningún percance.

A lo que Kinko me dijo, en un arranque de gratitud:

—¡Ah, señor Bombarnac!… ¿Cómo podré pagar?…

—Muy fácilmente, amigo Kinko…

—¿Cómo?

—Invitándome a su boda con la linda Zinca. ¿Me convidará usted?

—Queda usted convidado, y Zinca le besará a usted…

—No hará más que su deber, y yo el mío devolviéndole dos besos por uno.

Cambiamos un apretón de manos, y creo notar que al despedirme el mozo tiene lágrimas en sus ojos. Apaga la lamparilla; corre la tapa, y cerrado el cajón, aún le oí decirme:

—Gracias… y hasta la vista.

Salgo del furgón; vuelvo a cerrar la puerta, no sin asegurarme de que Popof sigue durmiendo. Por fin, y después de respirar el airecillo fresco de la noche, voy a ocupar mi asiento junto al Mayor Noltitz.

Antes de cerrar los ojos pienso que, gracias a la salida del personaje episódico Kinko, el viaje de un repórter acaso no desagradará a los lectores.