Se halla situada Samarkanda en medio de un fértil oasis, cruzado por el Zarafchan, al través del valle de Sogd. Una pequeña guía que he comprado en, la estación me dice que esta gran ciudad podría muy bien ocupar uno de los cuatro sitios donde los geógrafos convienen en colocar el Paraíso terrenal. Dejo esta discusión a los catedráticos de geografía.
Incendiada por los ejércitos de Ciro, 329 años antes de Jesucristo, Samarkanda fue en parte destruida por Gengis-Kan hacia 1219; capital de Tamerlán, de lo que podía justamente enorgullecerse, no fue esto obstáculo para ser asolada por las tribus nómadas del siglo XVIII Como se ve, las ciudades importantes del Asia Central han tenido alternativas de grandezas y ruinas.
Cinco horas de parada. Aprovecharé el día en escribir algo. Pero no hay tiempo que perder. La ciudad puede decirse que es doble; la una edificada por los rusos, a la moderna, con verdes parques, avenidas plantadas de álamos blancos, palacios, hotelitos; la otra antigua, aún ostentando los magníficos restos de su pasado esplendor, y que exigiría muchas semanas para ser concienzudamente estudiada.
Ahora no voy a ir solo. El Mayor Noltitz está libre y me acompañará. Estamos ya fuera de la estación, cuando los esposos Caterna se presentan:
—¿Van ustedes a recorrer la ciudad, don Claudio?, me pregunta el actor haciendo un círculo con sus brazos, como para indicar el perímetro de Samarkanda.
—Esa intención tenemos, señor Caterna.
—Si fueran ustedes tan amables que me permitieran ir en su compañía …
—¿Cómo no? …
—Pero con mi esposa, porque yo no sé hacer nada sin ella. El Mayor se inclina galantemente ante la actriz, y le dice: —Nuestra exploración será muy agradable.
—A fin de evitarnos fatiga y de ahorrar tiempo, digo yo, queridos compañeros, ofrezco a ustedes un arba.
—¡Un arba! —exclama el señor Caterna. ¿Y qué es eso?
—Un carruaje del país.
—¡Vaya con el arba!
Invadimos uno de estos carruajes de punto en la estación. Bajo la promesa de un buen, silao (propina) al yemtchik (cochero), nos promete dar alas a sus dos palomas, o sean jacas, y partimos rápidamente.
Dejamos a la izquierda la villa rusa, dispuestas en forma de abanico. Vemos la casa del gobernador, rodeada de hermosos jardines, el parque público, con sus avenidas ocultas por el arbolado; la casa del jefe del distrito, que linda con la parte vieja.
Al pasar el Mayor, nos muestra la fortaleza que nuestra arba va rodeando. Allí, y junto al palacio del emir de Bukhara, están las tumbas de los soldados rusos muertos en el ataque de 1868.
Desde este punto, y por una calle estrecha, pero recta, el arba llega a la plaza Righistan (no confundir esta plaza con la del mismo nombre en Bukhara) hace observar cándidamente el guía.
Hermoso cuadrilátero, quizás un poco interceptado porque los rusos le han adornado de enlosado y candelabros, lo que agradará ciertamente a Fulk Ephrinell si se decide a visitar la ciudad. Sobre tres lados de aquella plaza, se levantan las ruinas de tres medresses donde los mollahs dan a los niños una instrucción muy completa. En Samarkanda hay diecisiete de estos colegios y ochenta y cinco mezquitas. Estos medresses se llaman Tilla-Kari, Chir-Daz, y Oulong-Beg. Puede decirse que, en su aspecto general, todos se parecen; en el centro un pórtico que conduce a los patios interiores; paredes de ladrillos barnizados, y pintados de amarillo y azul pálidos; arabescos dibujados con líneas de oro sobre fondo azul turquesa, este color dominante. Los alminares, inclinados, amenazan ruina, sin llegar a caer, afortunadamente para su revestido de esmalte que la intrépida viajera la señora de Ojfalvy-Bourdon declara muy superior al de nuestros esmaltes más hermosos; advirtiendo que aquí no se trata de un cacharro de sobremesa o chimenea, sino de alminares de buena altura.
Estas maravillas se hallan en el mismo estado en que las encontró Marco Polo, el viajero veneciano del siglo XIII.
—Y bien, señor Bombarnac, dice el Mayor. ¿Qué le parece a usted esta plaza?
—Es soberbia, respondo.
—Si que lo es, añade el actor… Mira, Carolina, ¡qué decoración más bonita para un baile! Al fono, mezquita, costado jardín y al otro costado patio… ¡Ah!… ¡Qué bonito!
—Tienes razón, Adolfo, dice la actriz; pero quizás sería preciso enderezar las torres para la regularidad, y poner en medio fuentes luminosas.
—¡Excelente idea, Carolina!… Vamos, don Claudio, háganos usted un drama de gran espectáculo, con un tercer acto para esta decoración. Y el título…
—Está indicado: Tamerlán, he respondido.
Me parece advertir que el actor hace un mohín muy significativo.
No le parece de actualidad el conquistador del Asia. No es bastante fin de siglo. Inclinándose hacia su mujer, dice:
—Como aparato, yo lo he visto mucho mejor en la Puerta de San Martín, en El hijo de la noche.
—Y yo en el Chatelet, en Miguel Strogoff.
Lo mejor es dejar hablar a nuestros dos comediantes, que no ven las cosas más que desde el punto de vista del teatro. Prefieren las bambalinas y los bastidores, al azul del cielo y al ramaje de los bosques; las telas movidas, al oleaje del Océano; las perspectivas de un telón de fondo, a las vistas que este telón representa; una decoración de Camben, de Rubé o de Jambón, a cualquier paisaje; el arte, en fin, a la naturaleza. No seré yo quien trate de modificar sus ideas sobre el particular.
Al recuerdo de Tamerlán pregunto al Mayor si podemos ir a visitar la tumba del célebre tártaro, a lo que el Mayor responde que podemos hacerlo a la vuelta, puesto que nuestro itinerario nos conduce frente al gran bazar de Samarkanda.
El arba se detiene en una de las entradas de la vasta rotonda, después de haber atravesado una parte de la ciudad vieja, cuyas casas sólo tienen planta baja, sin apariencia alguna de comodidad.
He aquí el bazar, donde están acumulados, en cantidad enorme, tejidos de lana, moquetas de vivos colores, chales de lindo dibujo, todo arrojado en confuso montón sobre el mostrador. El comprador y el vendedor regatean acaloradamente. Entre aquellas telas veo un tisú de seda llamado kanaus, que parece muy solicitado por los elegantes de Samarkanda, aunque sea inferior en cualidad y en colores a los productos similares de Lyon.
Sin embargo, la señora Caterna parece atraída como lo sería ante los escaparates del Bon Marché o del Louvre.
—He aquí una tela que haría un efecto asombroso para mi traje en La Grán Duquesa, dice. —Y he ahí unas pantuflas que obtendrían un éxito colosal para el Ali Baju del Caïd, añade su marido.
Y mientras la actriz se provee de un corte de kanaus, el cómico compra un par de esas babuchas verdes que se calzan los turcomanos antes de penetrar en las mezquitas; mas no sin haber recurrido a la complacencia del Mayor, que quiso servir de intérprete entre el señor Caterna y el comerciante, cuyos ¡yoks! ¡yoks! estallaban como petardos en su ancha boca.
Volvemos a partir en el arba y nos dirigimos hacia la plaza de Ribi-Khanym, donde se alza la mezquita de este nombre que fue el de una de las mujeres de Tamerlán. Aunque esta plaza no es de forma tan regular como la de Righistan, es acaso más pintoresca. Se ven allí ruinas curiosamente agrupadas, restos de arcadas, bóvedas medio hundidas, cúpulas medio desmoronadas, pilares sin capiteles, cuyos postes han conservado intacto su brillante esmalte. Además, una larga serie de pórticos cierra un lado del vasto cuadrilátero. Todo esto es verdaderamente de gran efecto, porque aquel testimonio del antiguo esplendor de Samarkanda se destaca sobre un fondo de cielo y de verdura del que en vano se buscaría el equivalente… ni aun en la Ópera, mal que le pese al actor. Pero aún experimentamos impresión más profunda cuando, hacia el extremo N. E. de la ciudad, el arba nos deja frente a la más hermosa de las mezquitas del Asia Central: la mezquita de Schah-Sindeh, que data del año 795 de la egira (1392 de la Era cristiana).
Me es imposible dar a vuelapluma una idea de esta maravilla. Aunque pudiera descifrar los signos grabados en mosaicos, frontones, tímpanos, bajo-relieves, nichos, esmaltes, repisas, el cuadro sería pálido. Sería preciso pinceladas, no plumadas; la imaginación queda absorta ante el espectáculo de los restos de la espléndida arquitectura que nos legó el genio asiático.
Allá, en lo más profundo de la mezquita, van los fieles a orar en la tumba de Kassim-ben-Abbas, santo venerado de la religión musulmana, y que según parece, de abrir esa tumba, saldría de ella el personaje vivo y con la aureola de su gloria. Pero no se ha hecho esta prueba, y es lástima; se han contentado con atenerse a la leyenda. Nos hemos dedicado a la contemplación de todas aquellas maravillas, sin que por fortuna turbasen nuestro éxtasis los esposos Caterna con sus recuerdos del teatro. Sin duda, también ellos participaron de nuestras impresiones.
Volvemos a subir al arba, y al galope de sus palomas, el yemtchik nos lleva por las calles sembradas de árboles y muy bien cuidadas por la administración rusa.
Se ven por ellas gran número de transeúntes que merecen ser observados por sus diversos trajes, sus khalats de vivos colores, y su cabeza cubierta coquetamente con un turbante. Es una inmensa variedad de tipos, en aquella población que cuenta cerca de cuarenta mil habitantes. La mayor parte pertenece a la casta de los tadjiks, de origen iranio. Son fuertes mozos, cuya piel blanca ha desaparecido, tostada por el aire y el sol. Citaré aquí lo que dice en su interesante relación de viaje la señora Ujfalvy-Bourdón: «Su pelo y su barba, muy abundantes, son generalmente de color negros; los ojos, que no se parecen a los de los chinos, son casi siempre garzos; la nariz correcta, los labios finos, y los dientes muy pequeños. Su frente es ancha y alta, y la cara perfectamente ovalada».
No puedo contener una señal de aprobación cuando el señor Caterna, al ver a un tadjiks, soberbiamente vestido con su khalat multicolor, exclama:
—¡Vaya un traje para un primer papel! ¡Qué admirable Melingue! ¿No le parece a usted que estaría muy bien en el Nanar-Sahib, de Richepin, o en el Schamyl, de Meurice?
—Haría dinero, responde la señora Caterna.
—¿Si le haría? ¡Ya lo creo, Carolina! —añade el entusiasta actor.
Porque para Caterna, como para todos los del teatro, la taquilla es la más seria e indiscutible manifestación del arte dramático.
Son ya las cinco, y en esta incomparable ciudad los panoramas se suceden sin interrupción. Estoy admirado, y permanecería contemplando el espectáculo hasta media noche; mas como el tren parte a las ocho, es preciso resignarse a perder las últimas vistas del cosmorama. No puedo, en mi calidad de corresponsal, pasar por Samarkanda sin ver el sepulcro de Tamerlán; así que el arba vuela hacia el S. O. y se detiene junto a la mezquita de Gour-Emir, próxima a la ciudad rusa. ¡Qué barrio más miserable! ¡Qué amontonamiento de casucas de arcilla y paja hemos atravesado! La mezquita tiene gran aspecto. Está coronado por una media naranja, donde domina el azul turquí; parece una enorme gorra persa, y su único alminar, ya decapitado, brilla con sus esmaltados arabescos, que conservan su antigua pureza.
Entramos en la nave central. Allí se alza la tumba del Cojo de hierro, así se llamaba a Timur el Conquistador. Rodean el sepulcro cuatro tumbas de sus hijos y de su santo patrón; bajo una piedra de jade negro, llena de inscripciones, están los huesos de Tamerlán, cuyo nombre parece resumir toda la historia del Asia en el siglo XIV. Los muros de la nave son también de jade y están cubiertos de adornos, y una pequeña columna alzada al S. O. marca la dirección de la Meca. No sin razón la señora Ujfalvy-Bourdon ha comparado aquella parte de la mezquita con un santuario; tal es la impresión que hemos experimentado, y que después ha tomado un tinte más religioso, cuando por una angosta y oscura escalera hemos bajado a la cripta que contiene las tumbas de las mujeres y de las hijas de Tamerlán.
—Pero, vamos a ver, pregunta Caterna: ¿quién es ese Tamerlán?
—Pues ese Tamerlán, respondió el Mayor, fue un gran coquistador. Acaso el mayor de todos, si se ha de medir su grandeza por la extensión de sus conquistas. Él conquistó el Asia al E. del Caspio, Persia y las provincias del N. de su frontera, Rusia hasta el mar de Azof, la India, la Siria, el Asia Menor, la China, en fin, sobre la que arrojó doscientos mil hombres: hizo teatro de sus guerras un continente entero.
—¿Y era cojo? —preguntó la señora Caterna.
—Sí, señora; como Genserico, Shakspeare, Byron, Walter Scott y Talleyrand, lo que no le impidió recorrer el mundo. Era fanático y sanguinario sin ejemplo. La historia afirma que pasó a cuchillo en Delhi a cien mil prisioneros, y que erigió en Bagdad un obelisco de ochenta mil cabezas.
—Pues, mire usted, respondió el señor Caterna; más me gusta el de la plaza de la Concordia, que es de una pieza.
Con esto dejamos la mezquita de Gour-Emir, y en vista de que no hay tiempo que perder, montamos en el arba, que marcha hacia la estación a buen paso.
A despecho del parecer del matrimonio Caterna, yo me había elevado saboreando todas aquellas maravillas, cuando bruscamente volví a la moderna realidad.
En las calles, sí, en las calles próximas a la estación, en la ciudad de Tamerlán, ¡veo pasar dos velocipedistas!
—¡Ah! —exclama el Sr. Caterna: ¡velocipedistas!
Eran de origen, turcomano. Después de esto no había más que huir de una ciudad deshonrada por esos medios de locomoción. Y fue lo que hizo el tren a las ocho de la noche.