XI

Los kanatos de Bukharia y Samarkanda formaban en otro tiempo la Sogdiana, satrapía persa habitada por los tadjiks, después por los ousbeks, que invadieron aquel país a fines del siglo XV; pero la invasión más temible en los momentos actuales es la de las arenas, puesto que los saksaulds destinados a contener la arena, casi han desaparecido.

Bukhara era la capital del kanato, la Roma del Islam, la Noble Ciudad, la ciudad de los Templos, la Metrópoli de la religión mahometana. Era la ciudad de las siete puertas, rodeada de extensa muralla, y cuyo comercio con China siempre ha sido considerable. Hoy cuenta con una población de 80.000 habitantes.

Esto me ha dicho el Mayor Noltitz, proponiéndome visitar dicha metrópoli, donde él ha permanecido muchas veces. Él no me podrá acompañar, porque tiene que hacer algunas visitas. El tren debe partir a las once, y en las cinco horas de parada tengo que visitar la población, que está muy distante de la estación. Difícil sería en tan poco tiempo ni aun llegar a la ciudad, a no existir un camino de hierro, sistema Decauville, nombre francés muy conocido en la Sogdiana. El Mayor tomará conmigo el Decauville, y cuando lleguemos me dejará para ocuparse de sus asuntos. No puedo contar con él… ¿Voy pues, a encontrarme solo? ¿No podré contar con alguno de mis números?

Recapitulemos. El señor Faruskiar… Con este puedo contar lo mismo que con el mandarín Yen-Lou, que va en su catafalco ambulante. ¿Fulk Ephrinell y miss Horacia Bluett? Inútil es pensar en ellos. Se trata de palacios, de alminares, de mezquitas y demás inutilidades arqueológicas… ¿Y el actor y la actriz? ¡Imposible! La señora Caterna está muy cansada, y su marido tiene que quedarse con ella. Los dos hijos del Celeste Imperio ya han dejado la estación. ¡Ah!… Sir Francis Travellyan. ¿Por qué no? Yo no soy ruso, y es con los que él no quiere nada. Yo no he sido el que ha conquistado el Asia Central… Voy a ver si puedo catequizar a ese orgulloso gentleman… Me aproximo a él, le saludo, voy a hablarle, él se inclina levemente, gira sobre los talones, y se marcha… ¡Animal!

El Decauville da los últimos silbidos… El Mayor y yo ocupamos uno de los vagones descubiertos. Media hora después franqueamos la puerta Dérvaze. El Mayor me deja, y héme errante por las Calles de Bukhara.

Si yo dijese a los lectores de El Siglo XX que he visitado las cien escuelas de la ciudad, sus trescientas mezquitas, casi tantas como iglesias hay en Roma, no me creerían, no obstante la confianza que merecen los corresponsales. Me atendré, pues, a la verdad en absoluto.

Recorriendo las polvorientas calles, he estado al azar en los edificios que he encontrado en mi camino. Aquí es un bazar, donde se venden esos tejidos de algodón de colores variados, llamados aladjas, pañuelos tan finos como telas de araña, cueros trabajados a maravilla, sedas cuyo jrou-frou se llama en lengua de la Bukharia tchakhtkchukh, nombre que Meilhac y Halevy han tenido el buen acuerdo de no dar a la protagonista de su obra. Más allá una tienda donde existen dieciséis especies de té, de las cuales once son de té verde, el único que se consume en el interior de China y del Asia Central. Entre los demás, el más estimado es el louka, del que una hoja basta para aromatizar una tetera. Más lejos sigo a lo largo del muelle de los depósitos de Divan-Beghi, que forma uno de los lados de una plaza cuadrada, plantada de olmos. No mucho más allá se eleva el Arco, palacio fortificado del emir, y cuya puerta decora un moderno reloj. Arminio Vambery ha encontrado siniestro el aspecto del tal palacio, y tal me ha parecido, si bien los cañones de bronce que defienden la entrada parecen más artísticos que mortíferos. Hay que observar que los soldados bukharos que andan paseando por las calles con pantalón blanco, túnica negra, gorra de astracán y altas botas, son mandados por oficiales rusos, que visten uniformes con vivos de oro.

Cerca del palacio, y a la derecha, se alza la mezquita mayor de la ciudad, la mezquita Mesdjidi-Kelán, edificada por Abdullah-Khan-Shei-bani. Es un conjunto de cúpulas, campanarios y minaretes, en los que las cigüeñas, que se ven a millares por allí, hacen sus viviendas. Yendo siempre a la ventura, llegó a las orillas del Zarafchan, al NE. de la villa. Las aguas frescas y limpias barren los canales una o dos veces por quincena, como medida de salubridad, y precisamente la higiénica introducción de las aguas acaba de efectuarse. Hombres, mujeres, niños, perros, bípedos y cuadrúpedos, todos se bañan en confusa promiscuidad. No puedo dar idea del cuadro, ni tampoco aconsejar su imitación.

Siguiendo la dirección SO., hacia el centro de la ciudad, me cruzo al paso con grupos de derviches, cubiertos de especies de bonetes, con grueso bastón en la mano y la cabellera flotante. Se detienen de cuando en cuando para tomar parte en una danza que no hubieran, desdeñado los fanáticos del Elíseo Montmartre, en tanto que se acompañan con un canto verdaderamente gritado.

No olvidemos que he recorrido el mercado de libros, donde no habrá menos de veintiséis tiendas, y en, que se venden impresos y manuscritos, no al peso, como el té, ni en cajas, como las conservas, sino en forma de mercadería corriente. En cuanto a los numerosos medresses (estos colegios que han dado a Bukhara renombre universitario), debo confesar que no he visitado ninguno. Extenuado, rendido, voy a sentarme bajo los olmos del muelle de Divanbeghi. Allí bullen enormes samovars, y por un tenghe, o sean setenta y cinco céntimos, bebo de ese shivin, té superior que no se parece en nada al que consumimos en Europa, y que, según se dice, ya ha servido para limpiar los tapices del Celeste Imperio.

He aquí el recuerdo que he guardado de la Roma turkestana. Por lo demás, y supuesto que no se puede permanecer un mes, mejor vale no estar más que algunas horas. A las diez y media, acompañado del Mayor Noltitz, que he vuelto a encontrar en el Deacuville, llegó a la estación, cuyos muelles están llenos de grandes balas de algodón de Bukhara y enormes pilas de lana de Merv. De una ojeada veo que todos mis números, hasta el barón alemán, están en el andén. En la cola del tren, los persas siguen dando fielmente su guardia al mandarín Yen-Lou. Creo ver que tres de nuestros compañeros de viaje los observan con insistente curiosidad; son los mogoles sospechosos que han subido en Douchak. Al pasar junto a ellos me parece notar que el Sr. Faruskiar les hace una señal, cuyo sentido no comprendo. ¿Acaso los conoce? Como quiera que sea, esta circunstancia me preocupa.

Apenas arranca el tren, los viajeros entran en el dining-car. Los sitios próximos a los que hemos ocupado el Mayor y yo están libres, y el joven, chino, seguido del doctor Tio-King, aprovecha esta circunstancia para aproximarse a nosotros. Pan-Chao sabe que pertenezco a la redacción de El Siglo XX, y a lo que parece ambos tenemos deseos de hablarnos.

No me engañé: es un verdadero parisién de boulevar, bajo un traje chino. Ha pasado tres años en el mundo de la alegría y de la ciencia. Hijo único de un rico comerciante de Pekín, ha viajado y viaja bajo la custodia de Tio-King, especie de doctor, que es un sandio, y del que su discípulo se burla en grande. El tal doctor, desde que descubrió en los muelles del Sena el libro de Cornaro, no piensa en otra cosa que en ajustar su vida al Arte de vivir mucho tiempo en perfecta salud. La medida conveniente en bebidas y comidas, el régimen que se debe seguir en cada estación, la sobriedad que da vigor al espíritu, la intemperancia, causa de graves males, el medio de corregir un mal temperamento y de gozar de excelente salud hasta edad muy avanzada; todo esto, tan magistralmente preconizado por el noble veneciano, cosas son cuyo estudio absorbe a ese mamarracho de chino …

A este propósito, Pan-Chao no cesa de dirigirle picantes cuchufletas, de las que el buen hombre no se preocupa gran cosa. Durante el almuerzo hemos tenido pruebas de su manía, pues doctor y discípulo se expresan en correcto francés:

—Antes de empezar la comida, le dice Pan-Chao, recuérdeme usted, doctor, cuántas son las reglas fundamentales para encontrar la justa medida en el comer y beber.

Y Tio-King contesta con la mayor seriedad:

—Siete, joven amigo; la primera no tomar más cantidad de alimentos que lo preciso para contener las fuerzas del apetito. —¿Y la segunda?

—No tomar más que la cantidad de alimentos que no puede producir pesadez o laxitud corporal. La tercera…

—Bueno, dejémoslo ahí por hoy, si a usted le parece, responde Pan-Chao. Hombre, veo un maintuy que tiene buen aspecto y…

—¡Cuidado, joven; ese plato es una especie de pudding de carne mechada, con mucha grasa y especias! Temo que sea muy pesado.

—Bueno, pues entonces no lo tome usted, señor doctor. Yo voy a hacer lo que hacen esos señores.

Y así lo hizo; a la verdad con razón, porque el maintuy está delicioso.

En tanto el doctor Tio-King se contenta con lo más ligero del menú, y según nos ha dicho el Mayor Noltitz, esos maintuys fritos son muy sabrosos: ¿cómo no serlo, si entonces reciben el nombre de zenbusis, que significa «beso de dama»?

En cuanto al señor Caterna, oye esta galante locución, manifiesta el pesar que le causa que esos zenbusis no figuren en la lista del almuerzo, a lo que la señora Caterna responde con una mirada tan tierna, que, dirigiéndome a su marido, me aventuro a decir:

—Yo creo que se pueden encontrar zenbusis en el Asia Central y fuera de ella.

—Sí, me responde: en todas partes hay mujeres amables que los confeccionan.

Pan-Chao dice entonces riendo:

—¿Y sabe usted dónde se fabrican los mejores? En París.

Me parece que el chino habla como hombre experimentado. Yo admiro cómo come. ¡Qué apetito el suyo! Este le vale las consideraciones del doctor sobre el inmoderado consumo del húmedo radical.

El almuerzo se ha prolongado alegremente. La conversación ha recaído sobre las obras de los rusos en Asia. Pan-Chao me parece que está muy al corriente de sus progresos. Además del ferrocarril transcaspiano, están empezados ya, y muy adelantados los trabajos para el transiberiano, en estudio desde 1888. El primer trazado, que pasaba por Iscim, Omsk, Tomsk, Krasnojarsk, Nijni-Ufimsk e Irkoustk, se ha sustituido con, otro más al mediodía, pasando por Orenburg, Akmolinsk, Minoussinsk, Abatui y Vladivostock. Cuando esos seis mil kilómetros de camino de hierro estén terminados, San Petersburgo estará a seis días del mar del Japón, y el trayecto del transiberiano, que será mayor que el del transcontinental de los Estados Unidos, no costará más de setecientos cincuenta millones.

Fácilmente se comprenderá que esta conversación del progreso moscovita no es muy del agrado de sir Francis Trevellyan. Así que no habla una palabra, ni levanta los ojos del plato. Su cara larga se colora ligeramente.

—¡Ah, señores! digo yo; pues eso no es nada para la que verán nuestros nietos… Hoy viajamos en un tren directo del Gran Transasiático; mas ¿y cuando se una al gran transafricano?

—¿Y cómo podrá unirse por una vía férrea el Asia al África? —pregunta el Mayor Noltitz.

—Por Rusia, Turquía, Italia, Francia y España. Los viajeros irán desde Pekín al cabo de Buena Esperanza sin trasbordo.

—¿Y el estrecho de Gibraltar? —observa Pan-Chao.

Al oír este nombre, sir Francis Trevellyan presta atención. En cuanto se habla de Gibraltar, parece que todo el Reino Unido se agita con un mismo temblor mediterráneo-patriótico.

—Sí… eso es, Gibraltar, añade el Mayor.

—Se pasará respondo: es cuestión de un túnel de quince kilómetros, poca cosa. El Parlamento inglés no podrá oponerse como se opone con motivo del túnel submarino entre Calais y Douvres. Día llegará en que se haga, y se justificará aquel verso:

Omnia jam fieri quoe posse negabam.

Mi alarde de erudición, latina sólo fue comprendido por el Mayor Noltitzs, y oigo al señor Caterna que dice a su mujer:

—Eso será volapuk…

—Lo que es indudable, añade Pan-Chao, es que el emperador de la China ha tenido muy buen acuerdo en dar la mano a los rusos, con preferencia a los ingleses; en vez de obstinarse en establecer los ferrocarriles estratégicos de la Mandchuria, que jamás hubiesen obtenido la aprobación del Zar, el Hijo del Cielo ha preferido ponerse en comunicación con el transcaspiano por la China y el Turquéstan.

—Ha obrado perfectamente, añade el Mayor; con los ingleses era sola la India unida a Europa; con los rusos es todo el Continente asiático.

Miro a sir Francis Trevellyan. La coloración de sus pómulos se acentúa, pero no dice nada. Me pregunto si estos ataques en una lengua que él comprende perfectamente, no le harán salir de su mutismo. No apostaría ni en pro ni en contra sobre este punto. El Mayor Noltitz habla de las grandes ventajas del Gran Transasiático, desde el punto de vista de las relaciones comerciales entre Asia y Europa, y de la seguridad y rapidez de las comunicaciones. ¡Sí! Los antiguos odios desaparecen, poco a poco, ante la influencia de Europa. Se abre una nueva era para los pueblos, y preciso es convenir en que la obra de los rusos merece la aprobación de todas las naciones civilizadas. Nunca más justificadas las hermosas frases pronunciadas por Skobeleff, después de la toma de Gheok-Tepé, cuando los vencidos podían temer las represalias de los vencedores: «En la política del Asia no conocemos parias».

Y al acabar el Mayor esta frase, dijo:

—Esa política nos hace superiores a Inglaterra.

—¡Nadie puede ser superior a los ingleses!

Tal es la frase que yo esperaba de sir Francis Trevellyan; frase que, según, se dice, los gentlemans del Reino Unido pronuncian cuando vienen al mundo. Pero no hubo nada. Cuando me levanté para brindar a la salud del emperador de Rusia y de los rusos, el emperador de China y de los chinos, sir Francis Trevellyan, comprendiendo que su cólera iba desbordarse, abandonó bruscamente la mesa. Decididamente no es aún hoy cuando sabré que metal de voz tiene el inglés.

No hay que decir que durante esta conversación, el barón Weissschnitzerdörfer no se ha ocupado más que de despachar los platos, causando el asombro de Tio-King. ¡He ahí un alemán que nunca ha leído los preceptos de Cornaro, o, si los ha leído, los viola sin mezcla de aprensión! Es posible, además, que él no sepa el francés, y nada haya comprendido de nuestra conversación.

Creo que por la misma razón tampoco han tomado parte en la conversación el señor Faruskiar y Ghangir. Apenas han cambiado algunas palabras en chino.

Debo hacer notar un detalle muy extraño, que no ha pasado inadvertido para el Mayor.

Preguntando a Pan-Chao acerca de la seguridad de comunicaciones del Gran Transasiático por el Asia Central, nos confesó que esta seguridad dejaba algo que desear, pasada la frontera del Turquestán, que era lo que el mismo Noltitz me había dicho. Se me ocurre entonces preguntar al joven chino si ha oído hablar del famoso Ki-Tsang, antes de salir para Europa.

—Muchas veces, me responde. Ki-Tsang operaba entonces por las provincias del Yunnan. Espero que no nos le encontremos en nuestro camino.

Sin duda yo no he pronunciado bien el nombre del célebre bandido, porque cuando Pan-Chao le pronunció con su acento natal, no le he comprendido bien.

Lo que sí creo poder afirmar, es que en el momento en que repitió el nombre de Ki-Tsang, el señor Faruskiar frunció el entrecejo, y por sus ojos cruzó un relámpago. Después dirigió una mirada a su compañero, y recobró su habitual indiferencia.

Decididamente me va a costar mucho trabajo intimar con este personaje. Los mogoles son tan cerrados como las cajas de Fichet, y cuando no se tiene la palabra de la combinación, no se pueden abrir.

El tren marcha con rapidez extrema. En servicio ordinario, cuando pasa por las once estaciones comprendidas entre Bukhara y Samarkanda, emplea todo el día. Esta vez no necesitó más que tres horas para recorrer los doscientos kilómetros que separaban las dos ciudades, y a las dos de la tarde entraba en la ilustre ciudad de Tamerlán.