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A las doce y cuarto pasa el tren la estación de Kari-Bata, que es muy semejante a una de las estaciones del camino de hierro de Napóles a Sorrento, con sus tejados a la italiana. Veo un vasto campamento en la parte de la Rusia Asiática. Los pabellones flotan al soplo del fresco viento. Hemos entrado en el oasis de Merv, de ciento veinticinco metros de longitud, doce de ancho y de una cabida de seiscientas mil hectáreas. No se dirá que mis informes carecen de precisión. A derecha e izquierda se ven campos cultivados, hermosas arboledas, una sucesión no interrumpida de aldeas, cabañas entre los setos, jardines llenos de frutales, rebaños de carneros y bueyes en hermosas dehesas; tan rica campiña está regada por el Mourgab (el río blanco). Pululan por allí los faisanes, como en las planicies normandas los cuervos.

A la una para el tren en la estación de Merv, a ochocientos veintidós kilómetros de Ouzoun-Ada.

Aquella ciudad ha sido destruida y reedificada varias veces; las guerras del Turquestán han hecho de ella su teatro. Parece que en otros tiempos era un refugio de bandidos y gente perdida; ¡lástima que no hubiese vivido en aquella época el célebre capitán de ladrones Ki-Tsang! ¡Quizás hubiese llegado a ser un Genghis-Khan!

El Mayor Noltitz me cita a este propósito un refrán turcomano, que dice así:

«Si te encuentras una víbora y un merviano, mata primero al merviano y luego a la víbora».

Por mi parte, creo que, puesto que los mervianos ya se han hecho moscovitas, se debe matar primero a la víbora.

Siete horas de parada en Merv. Tendré, pues, tiempo de visitar tan curiosa población, cuya transformación física y moral ha sido tan profunda, merced a los procedimientos un tanto arbitrarios de la Administración rusa. Su fortaleza, de ocho kilómetros de circunferencia, edificada en 1873 por Nour-Verdy, no ha sido obstáculo para que el ejército del Zar se haya apoderado de ella, y la antigua guarida de malhechores ha llegado a ser una de las más importantes ciudades del Transcaspiano.

He dicho al Mayor Noltitz que, aun a riesgo de abusar de su complacencia, le rogaba me acompañase, y me ha respondido:

—Con mucho gusto; también yo deseo ver otra vez esta ciudad.

Y allá nos hemos dirigido a buen paso.

—Le prevengo a usted, me ha dicho Noltitz, que vamos a visitar la parte nueva.

—¿Y por qué no empezar por la antigua? Esto me parece lo lógico y lo más cronológico.

—Porque la ciudad vieja dista treinta kilómetros de la nueva, y apenas si la verá usted al pasar. Entretanto, aténgase usted a las exactas descripciones que de ella ha hecho vuestro gran geógrafo Elíseo Reclus.

Los lectores no perderán en el cambio. La parte nueva se halla a poca distancia de la estación. Pero ¡cuánto polvo! La villa comercial está edificada en la margen izquierda del río. Tiene un aspecto muy americano, sin duda del agrado de Fulk Ephrinell. Sus calles son anchas, tiradas a cordel, y cortándose en ángulos rectos; hermosos boulevares con sus filas de árboles; mucho movimiento de negociantes vestidos al uso oriental, israelitas, mercaderes que pertenecen a las especies más variadas. Se ven también muchos camellos y dromedarios, muy solicitados por su resistencia, y que difieren un tanto de sus congéneres de África. Por las enarenadas calles transitan pocas mujeres. He visto algunas muy notables, con unos trajes de aspecto casi militar, con botas altas, cartuchera al pecho, a la moda circasiana. Desconfiad de los perros vagabundos, animales hambrientos, de pelo largo, mandíbulas feroces, raza que recuerda los perros del Cáucaso: ¿acaso estos animales, según el ingeniero Boulangier no fueron los que devoraron a un general ruso? A esto me ha respondido el Mayor:

—Efectivamente; pero eso no es exacto en absoluto, porque le dejaron las botas.

En el barrio comercial, y en los oscuros entresuelos habitados por persas y judíos, se venden esos tapices de extraordinaria finura y de colores combinados artísticamente y tejidos la mayor parte por viejas.

En las orillas del Mourgab han fundado los rusos sus cuarteles, donde se ven soldados turcomanos al servicio del Zar. Llevan gorra azul y hombreras blancas; el resto del traje es el usual. Están mandados por oficiales moscovitas.

Un puente de madera de cincuenta metros de longitud y puesto sobre caballetes, atraviesa el río. Es practicable, no sólo para los peatones, sino para el acarreo y trenes. Se halla también cruzado por hilos telegráficos.

En la otra orilla se alza la villa administrativa, que cuenta con un considerable número de empleados civiles, ostentando todos la gorra moscovita.

Una de las cosas más interesantes que hay que visitar es la aldea Teké, especie de anexo de Merv, y cuyos habitantes conservan el villano tipo de aquella raza decadente, de cuerpos musculosos, orejas separadas, labios abultados y barba negra. Allí se percibe aún el último resto de aquel color local que falta en la nueva villa.

Al volver una calle del mencionado barrio nos encontramos con el corredor americano y la corredora inglesa.

—¡Señor Ephrinell! exclamo. Este Merv moderno ofrece pocas novedades.

—Todo lo contrario, señor Bombarnac. Es casi una ciudad yankee, y lo será del todo el día en que los rusos la doten de tranvías y mecheros de gas.

—Ya se hará.

—Así lo espero, y entonces Merv tendrá derecho a usar el título de ciudad.

—Pues yo por mi parte, señor Ephrinell, hubiera preferido hacer una excursión a la ciudad vieja, y visitar sus mezquitas, su fortaleza y sus palacios; pero por desgracia está un poco lejos, el tren no se detiene allí, y lo siento…

—¡Phs! dijo el yankee; pues lo que yo siento es que en este país turcomano no hay negocio. Todo el mundo tiene dientes.

—Y todas las mujeres tienen buen pelo, añadió miss Horacia.

—Pues bien, miss, cómpreles usted las cabelleras, y no perderá usted el tiempo.

—Y seguramente eso hará la casa Holmes-Homes de Londres en cuanto hayamos agotado el almacén capilar del Celeste Imperio. De allí a poco, la pareja nos dejó.

Son las seis. Propongo al Mayor que vayamos a comer a Merv, antes de la salida del tren. Él acepta, pero parece que le contraría. Nuestra mala fortuna nos lleva al Hotel Eslavo, muy inferior a nuestro dining-car al menos en lo tocante al menú. Hay un plato particular; una sopa nacional llamada el borchich, preparada con leche agria, que me guardaré muy bien de recomendar a los gastrónomos de El Siglo XX.

A propósito del periódico: ¿y el telegrama relativo al mandarín que nuestro tren conduce, en la fúnebre acepción de la palabra? ¿Habrá podido Popof obtener de su guardia muda el nombre del alto personaje?

Sí, en verdad; apenas el Mayor y yo llegamos al andén, corre el buen Popof hacia mí y me dice:

—Ya sé cómo se llama.

—¿Y es?…

—Yen-Lou, el gran mandarín de Pekín. —Gracias, Popof.

—Me voy corriendo a la oficina de telégrafos, y expido a El Siglo XX el siguiente despacho:

«Merv, 16 mayo, 7 noche».

«Tren Gran Transasiático va a salir Merv. Tomó en Douchak cuerpo gran mandarín Yen-Lou. Viene Persia destino Pekín».

Mucho es el coste de este despacho, pero lo vale.

El nombre de Yen-Lou se ha extendido en seguida por entre nuestros compañeros de viaje. Me ha parecido que el señor Faruskiar, al oír el nombre del mandarín, se ha sonreído. A las ocho en punto sale el tren e la estación. Cuarenta minutos después pasamos por la vieja ciudad; mas la noche es tan oscura, que nada he podido ver. Sin embargo, se divisa una fortaleza con torres cuadradas y recinto de ladrillos cocidos al sol; ruinas de tumbas y palacios, restos de mezquitas, todo un museo arqueológico, que me hubiese proporcionado lo menos doscientas líneas. En esto me dice el Mayor:

—Consuélese usted. Su satisfacción no hubiera sido completa, porque dicha ciudad ha sido reedificada cuatro veces. Aunque hubiese usted visto la cuarta ciudad, Bairam-Ali, de época persa, no hubiese usted visto la tercera, mogólica, ni menos la villa musulmana de la segunda época, que se llamaba Sultán-Sandjar-Kala, ni mucho menos la de la primera época, que unos llaman Iskander-Kala, del nombre de Alejandro el Magno, y otros Ghiaur-Kala, atribuyendo su fundación a Zoroastro, fundador de la religión de los Magos, mil años antes de la Era cristiana. Le aconsejo, pues, que eche a un lado su pena.

Y esto fue lo que hice.

El tren corre hacia el N. E. Las estaciones distan entre sí de veinte a treinta verstas. Ya no gritan los nombres, puesto que no hay paradas. Voy viéndolas en el indicador. Tales son, Keltchi, Ravina (¿por qué este nombre italiano en esta provincia turcomana?), Peski, Repetek, etc. Atravesamos el desierto, el verdadero desierto, sin gota de agua. Para las necesidades de la línea ha habido que abrir pozos artesianos. El Mayor me dice que los ingenieros han luchado con grandes dificultades para construir esta parte del camino de hierro sobre la arena. Si las empalizadas no hubiesen tenido cierta inclinación, a manera de las barbas de una pluma, la vía no hubiese tardado en verse invadida por las arenas, hasta el punto de hacer imposible la circulación de los trenes. Pasada esta parte se encuentra la llanura, donde la colocación de los rails se ha verificado con tanta rapidez.

Poco a poco mis compañeros se duermen, y el vagón queda convertido en sleeping-car.

Me acuerdo del rumano del cajón. ¿Debo intentar verle esta misma noche? Indudablemente. No tan sólo para satisfacer mi natural curiosidad, sino también para calmar mi inquietud. Sabiendo que su secreto es conocido por la persona que le habló al través de la tapa de su caja, es posible que tenga la idea de apearse en una de las estaciones; sacrificar su viaje y renunciar a reunirse con la señorita Zinca Klork. ¿No querrá escapar a la responsabilidad que la Compañía le exija? Acaso mi intervención haya perjudicado a ese pobre mozo, sin contar con que puedo perder mi número 11, uno de los más preciosos de mi colección.

Es cosa decidida. Voy a verle antes del alba. Sin embargo, por exceso de prudencia, esperaré que pase el tren de la estación de Tchardjoui, adonde debe llegar a las dos y veintisiete. Hay un cuarto de hora de parada antes de subir hacia el Amou-Daria; Popof irá en seguida a meterse en su garita, y yo podré deslizarme al interior del furgón, sin temor de ser visto.

¡Qué largas me parecieron las horas! Muchas veces me he visto a punto de sucumbir al sueño, y para desvelarme he salido dos o tres veces a la plataforma. Al minuto reglamentario entré en la estación de Tchardjoui, versta 1005. Dicha población es una importante ciudad del kanato de Bukhara, donde llegó el Transcaspiano a fines de noviembre de 1886, diecisiete meses después de haber puesto la primera traviesa. No estamos a más de doce verstas del Amou-Daria, y cuando pasemos al otro lado del río, pondré en práctica mi plan.

Ya he dicho que la parada en Tchardjoui sólo es de un cuarto de hora. Se apean algunos viajeros, dirigiéndose a la ciudad, que cuenta una población de treinta mil habitantes. Suben otros para Bukhara y Samarkanda, pero únicamente a los coches de segunda. Con este motivo hay alguna animación en el andén. También yo he bajado, y he ido a pasearme junto al furgón de la cabeza del tren. De pronto veo que se abre una puerta y se cierra sin ruido. Un hombre se desliza por la plataforma y cruza rápidamente la estación, mal alumbrada con quinqué de petróleo…

Es mi rumano… No puede ser otro… Nadie le ha visto… Ya está confundido entre los demás viajeros… ¿Para qué esta escapatoria? ¿Es para renovar sus provisiones en la cantina? O, como yo me temía, ¿pensará en huir? Si es esto, yo sabré impedírselo… Me daré a conocer a él. Le prometeré auxilio y favor. Le hablaré en francés, en inglés, en alemán, en ruso, y le diré: Amigo mío, cuente usted con mi discreción. No le haré a usted traición; por la noche le traeré a usted víveres, y le daré a usted ánimos al mismo tiempo. No olvide usted que la señorita Zinca, que sin duda será la más hermosa de las rumanas, le espera a usted en Pekín, etc.

Y le sigo, aunque con mucho disimulo. En aquel movimiento no corre peligro. Ni Popof ni ninguno de los empleados podrían ver en él un defraudador de la Compañía… ¿Qué?… ¿Va hacia la puerta de salida? ¿Se me escapará? No. Lo que quiere es estirar las piernas, que bien lo necesita. Hace sesenta horas, desde que salió de Bakou, está preso en el cajón. Ya tiene derecho a diez minutos de libertad… Es de mediana estatura, y tiene la agilidad del gato en todos sus movimientos, y no debe parecerle estrecho el cajón. Va vestido con una chaqueta impermeable, un pantalón con cinturón, y gorra de piel. Todo de sombrío color.

Estoy tranquilo por sus intenciones. Vuelve hacia el furgón, pone el pie en el estribo; entra por la plataforma, y cierra la puerta suavemente. En cuanto el tren esté en marcha, iré a llamar a la puerta del cajón, y entonces…

Nueva contrariedad. En vez de durar un cuarto de hora la parada de Tchardjoui, dura tres. Ha habido necesidad de reparar una ligera avería en uno de los frenos de la máquina.

A despecho, pues, de las reclamaciones del barón alemán, no dejamos aquella estación hasta las tres y media, cuando el día comienza a aparecer; de donde resulta que si no he podido hacer mi visita al furgón, por lo menos he visto el Amou-Daria.

Este río es el Oxus de los Antiguos, el rival del Indo y el Ganges. En otro tiempo era tributario del mar Caspio, según indicaban los mapas, y en la actualidad ha cambiado de cauce y es tributario del mar Aral. Alimentado por las lluvias y las nieves del Pamir, desliza sus mansas aguas por su cauce de arcilla y arena. Es el río-mar, en lengua turcomana, y su curso se extiende en dos mil quinientos kilómetros.

Llega el tren a un puente de una legua de longitud, que atraviesa el Amou-Daria y que tiene una altura de once metros sobre su más bajo nivel. Al paso del tren tiembla el maderaje sobre los mil pilares que le soportan y agrupados de cinco en cinco entre cada una de las traviesas, distantes nueve metros una de otra. El general Annenkof tardó diez meses en construir este puente, el más importante de todos los que atraviesa el Gran Transasiático, y su coste ascendió a 35.000 rublos. Las aguas del Amou-Daria tienen un color amarillo sucio; se ven algunas islas acá y allá. Popof me enseña las garitas de centinelas que han sido establecidas en el parapeto del puente.

—¿Para qué sirven esas garitas? pregunto a Popof.

—Están destinadas a un personal de vigilancia encargado de dar la señal de alarma en caso de incendio, y provisto de aparatos para dominarle.

Esto me parece muy prudente, teniendo en cuenta que no sólo los tizones de las locomotoras han quemado ya el puente por diversos sitios, sino por cualquier otra eventualidad. Recorren el río gran número de barcas, la mayor parte conteniendo petróleo, y a menudo sucede que estas embarcaciones se transforman en hogueras, de suerte que toda vigilancia es poca tratándose de este puente que, una vez destruido, se emplearía en su reconstrucción cerca de un año, durante el cual el trasbordo de los viajeros de una a otra orilla sería de los más difíciles.

El tren modera su velocidad al cruzar el puente. Es pleno día. Vuelve a reaparecer el desierto hasta la segunda estación de Karakoul. Más allá se ven las derivaciones de un afluente del Amou-Daria, el Zarafchane, «el río que lleva oro,» y cuyo curso se prolonga hasta el valle del Sogd, en la superficie del fértil oasis en, que resplandece la ciudad de Samarkanda.

A las cinco de la mañana hace alto el tren en la capital del kanato de Bukharia, versta 1107 desde Ouzoun-Ada.