IX

Salimos a la hora reglamentaria. Por esta vez el barón no tendrá derecho a quejarse. Después de todo, comprendo su impaciencia. Un minuto de retraso puede hacerle perder el paquebot de Tien-Tsin para el Japón.

El día se anuncia malo. Y hace un viento capaz de apagar el sol como una débil luz; uno de esos huracanes que, según se dice, detienen las locomotoras. Y hoy felizmente sopla del Oeste, y será muy soportable, pues va al tren por la espalda. Se podrá estar sobre las plataformas. Ahora tengo grandes deseos de entrar en conversación con el joven Pan-Chao. Popof tiene razón; éste debe de ser un hijo de familia que ha pasado algunos años en París para instruirse y divertirse. Debe de ser uno de los huéspedes asiduos de los five o’clocks de El Siglo XX.

Entretanto, tengo que ocuparme de otros asuntos. Y primeramente del hombre de la caja. Todo un día habrá transcurrido antes de que pueda yo disipar su inquietud. ¡En qué situación está, sin duda! Pero como no sería prudente penetrar en el furgón durante el día, es necesario esperar a la noche.

No olvidemos que una conversación con el señor y la señora Caterna está igualmente indicada en el programa, lo que no presentará tampoco ninguna dificultad.

Lo que debe de ser menos fácil es ponerse en comunicación con mi número 12, el altivo señor Faruskiar. ¡Parece muy orgulloso este oriental!

¡Ah! Necesito conocer en breve plazo el nombre del mandarín que regresa a China… bajo la forma de un cuerpo muerto. Con un poco de destreza, Popof acabará por saberlo de alguno de los persas que hacen la guardia a S. E.

Puede que sea algún gran funcionario, el Pao-Wang, el Ko-Wang, el virrey de los dos Kiang, el príncipe King en persona.

Durante una hora va el tren atravesando el oasis. Pronto entraremos en pleno desierto. El suelo es de cuarzo, cuyos estratos se extienden hasta las cercanías de Merv. Hay que irse habituando a esta monotonía del viaje, que se prolongará hasta la frontera del Turquestán. Oasis y desierto, desierto y oasis… Pero cuando nos acerquemos al Pamir, la decoración cambiará. No faltan motivos de paisaje en el nudo orográfico que los rusos han sabido cortar, imitando lo que hizo Alejandro con el nudo que unía el yugo al timón del carro de Gordium. Esto valió al conquistador macedonio el imperio del Asia. He aquí un buen augurio para la conquista por los rusos.

Esperemos, pues, la travesía del Pamir y sus variados paisajes. Más allá se extienden las interminables llanuras del Turquestán chino; inmensos arenales del desierto de Gobi donde de nuevo empezará la monotonía del paisaje.

Son las diez y media… Pronto será servido el almuerzo en el interior del dining-car. Ocupémonos desde luego de mi paseo matinal a lo largo del tren.

¿Dónde estará Fulk Ephrinell, que no le veo en su puesto junto a miss Horacia? Después de saludar a ésta políticamente, la pregunto sobre el particular.

—El señor Fulk ha ido a echar una ojeada a sus cajas, me responde. Y eso de decirme el señor Fulk, me indica que pronto dirá Fulk a secas.

El señor Faruskiar y Ghangir, desde que salió el tren, se han acomodado en el segundo vagón. Solos en aquel momento, están hablando en voz baja.

Al volver encuentro a Fulk Ephrinell que va a reunirse con su compañera… Me aprieta yankemente la mano; le digo que miss Horacia Bluett me ha dado noticias suyas.

—¡Oh! ¡Qué mujer… qué mujer, amigo! ¡Qué práctica! ¡Qué ordenada!… Es una de esas inglesas…

—Dignas de ser americanas, añado yo.

Watt a bit! contesta sonriendo con aire significativo.

En el momento de salir veo que los dos chinos están ya en el comedor. Sobre una mesita del vagón ha quedado el librito que leía el doctor Tio-King.

No creo que sea indiscreto en un corresponsal coger este libro, abrirlo y leer su título, que dice así:

De la vida sobria y ordenada,

o el arte de vivir mucho tiempo

en una perfecta salud

Traducido del italiano de

LUIS CONARO, noble veneciano.

Aumentada con la manera de corregir un mal temperamento, de gozar felicidad perfecta hasta la más avanzada edad, y no morir sino por la consunción del húmedo radical, a consecuencia de senectud.

SALERNA.

MDCCLXXXII.

Ésta es, pues, la lectura favorita del doctor Tio-King. Y he aquí por qué su no muy respetuoso discípulo le arroja algunas veces por broma el nombre de Cornaro.

No tengo tiempo de ver de este libro más que su lema: abstinentia adjicit vitam. Por lo demás, no me encuentro dispuesto a poner en práctica la divisa del noble veneciano, a lo menos para el almuerzo. Nada de nuevo en lo que concierne a la situación de los comensales en el dining-car. Me encuentro junto al Mayor Noltitz, que observa con cierta atención al señor Faruskiar y a su compañero, colocados en un extremo de la mesa. Ambos nos preguntamos quién puede ser aquel mogol de tan altivo continente.

—¡Calla!, digo yo, riendo ante la idea que surge en mi cerebro: si será ese…

—¿Quién? preguntó el Mayor.

—Ese capitán de ladrones… ese famoso King-Tsang.

—No bromeé usted, señor Bombarnac, y hable usted en voz baja de eso… Se lo ruego.

—Vamos, Mayor, convenga usted en que sería uno de los personajes más interesantes. Digno de que se le rogara que se prestase a una interview.

Y hablando así, comemos con buen apetito. El almuerzo es excelente, pues la cocina se ha provisto en Askhabad y en Douchak. Como bebidas tenemos té, vino de Crimea y cerveza de Kazan. Y para comer, chuletas de carnero y excelentes conservas, y de postre sabroso melón, peras y uvas de primera calidad.[3]

Después de almorzar, me voy a fumar mi cigarro a la plataforma del dining-car. Allí va en seguida el señor Caterna. El estimable cómico espiaba aquella ocasión de entablar relaciones conmigo.

Sus ojos espirituales entornados, sus mejillas habituadas a las postizas patillas, como sus labios a los falsos bigotes, y su cabeza a las pelucas, rojas, negras, grises, ya calvas o ya cabelludas, según los papeles que había de representar, todo denota al comediante hecho a la vida de las tablas. Pero tiene una fisonomía franca y alegre, un aire honrado; toda la apariencia de una buena persona.

—Señor, me dice: ¿cómo es posible que dos franceses vayan de Bakou a Pekín sin tratarse?

—Caballero, le respondo: cuando se encuentra a un compatriota…

—Y parisién…

—Y, por consecuencia, dos veces francés, sentiría mucho no haberle estrechado la mano. Así que, señor Caterna… —¿Sabe usted cómo me llamo?

—Y usted sabe cómo me llamo, yo seguramente.

—¡Es claro! Claudio Bombarnac, corresponsal de El Siglo XX.

—Para lo que usted guste mandar.

—Mil gracias, señor Bombarnac; y hasta diez mil, como se dice en China, adonde voy con mi esposa.

—Para ir a Sanghai de primer actor y primera dama en la compañía de la colonia francesa.

—¡Pero, hombre, usted lo sabe todo!

—Un corresponsal…

—¡Naturalmente!

—Y le diré a usted más; teniendo en cuenta ciertas locuciones marítimas que le he oído a usted, creo que ha debido usted ser marino en otro tiempo.

—Y no se equivoca usted. He sido patrón de una chalupa del almirante Boissoudy, a bordo del Redoutable.

—Lo que extraño es cómo no ha hecho usted el viaje por mar.

—¡Ah! Es muy sencillo, señor Bombarnac. La señora Caterna, que es indudablemente la primera dama de provincia, y a la que ninguna pasa por avante… perdón (es una costumbre de marino), en los papeles de criada y en los disfraces, no puede soportar el mar. Así que en cuanto he sabido que existe este ferrocarril, lE he dicho: —Carolina, tranquilízate, no te inquiete el pérfido elemento; iremos atravesando Rusia, Turquestán y China, sin dejar tierra firme. Esto ha causado mucho placer a la linda, a la buena, a la excelente, a la… no encuentro la palabra, caballero… En fin; una primera actriz que representaría los papeles de dueña si fuese necesario, para no dejar a un empresario en mal lugar… ¡Una artista! ¡Una verdadera artista!

El señor Caterna gusta de extenderse cuando habla; como dicen los maquinistas, «está en presión», y hay que dejarle que suelte un poco de vapor. Por más que parezca sorprendente, adora a su mujer, y yo me complazco en creer que ella le corresponde. Una pareja feliz. El señor Caterna está muy contento de su suerte; tiene amor al teatro, sobre todo al de provincia, donde el matrimonio ha representado el drama, la zarzuela, la comedia, la opereta y la ópera cómica, la ópera, las traducciones, las funciones de espectáculo y la pantomima; agrádanle las representaciones que empiezan a las cinco de la tarde y acaban a la una de la madrugada, ya en los grandes teatros de las capitales, ya en los salones de los ayuntamientos, ya en las granjas de las aldeas, de cualquier modo, como se podía, sin trajes, sin decoraciones, sin orquesta… y hasta sin espectadores, y, por lo tanto, sin ingresos. Comediantes que hacían a pluma y a pelo.

En su cualidad de parisién, el señor Caterna, cuando navegaba, ha debido ser el bufón del mascarón de proa. Diestro de manos, como un escamoteador: diestro de pies, como un bailarín en la cuerda floja, sabiendo imitar con la lengua o los labios todos los instrumentos de madera o cobre, posee el más variado surtido de canciones, couplets, himnos patrióticos, brindis, monólogos y escenas de cafés-conciertos. Esto me lo cuenta con mucha gesticulación, inagotable facundia, yendo y viniendo con las piernas separadas y sus pies un poco hacia dentro. No me fastidiaré en compañía de un hombre tan alegre. Le pregunté:

—¿Dónde estaba usted cuando salió de Francia?

—En la Ferté-sous-Jouarre, donde la señora Caterna ha tenido un verdadero éxito en el papel de Elsa, en Lohengrin, que hemos cantado sin música. Amigo, ¡si viese usted lo admirable que resultó!

—¿Habrá usted recorrido el mundo, señor Caterna?

—¡Ya lo creo! Rusia, Inglaterra y las dos Américas. ¡Ah, amigo Claudio!

Ya me llama Claudio.

—¡Ay, amigo Claudio! En algún tiempo era yo el ídolo de Buenos Aires, y el disloque en Río de Janeiro. Usted no lo creerá; pero yo, malo en París, soy excelente en provincias. En París se representa para uno mismo, y en provincias para los otros. Y además, el repertorio es más variado.

—Mi enhorabuena, querido compatriota.

—La acepto con mucho gusto, porque amo mi oficio, ¿qué quiere usted? Todo el mundo no puede aspirar a ser senador o… corresponsal.

—¡Phs! ¡Valiente cosa, señor Caterna! —dije yo riendo.

—¡Oh! no; es un oficio de gran importancia.

Y en tanto que el inagotable cómico seguía habla que habla, las estaciones iban apareciendo al paso entre los silbidos de la locomotora. Kulka, Nisachurch, Kulla-Minor y otras. Todas de aspecto triste. Más adelante, Bairam-Alí, en la versta 795, y Kourlan-Kala, en la 815.

—Y para decirlo todo, continuó el señor Caterna, algún dinerillo hemos hecho de pueblo en pueblo. En el fondo de la maleta hay algunas obligaciones del Norte, de las que no hago el mayor caso. En fin, un poquillo de bienestar, honradamente ganado, señor don Claudio. ¡Ah, Dios mío! Aun cuando vivamos bajo un régimen democrático y de igualdad, aún está lejos el día en que se vea comiendo a la misma mesa al barba al lado de la prefecta en casa del presidente de la Audiencia, y a la actriz abrir el baile con el prefecto, en casa del capitán general. Pero ¡qué importa!, mientras tanto se come y se bebe entre las personas de la misma categoría.

—Lo que no es menos alegre, señor Caterna.

—Ni menos comme il faut, señor don Claudio, replica el futuro primer actor cómico de Sanghai, sacudiendo una chorrera imaginaria con la desenvoltura de un señor de la época de Luis XV.

En aquel momento la señora Caterna se reúne con nosotros.

Es una mujer creada y puesta en el mundo para hacer dúo a su marido, así en la vida como en escena. Una de esas camaradas de teatro, que no son malas ni chismosas, nacidas de no se sabe quién, ni cómo, ni dónde, pero mujeres honradas.

—Presento a usted a Carolina Caterna, me dice el actor con el mismo tono que hubiera empleado para presentarme a la Patti o a la Sarah Bernhardt.

—Después de haber estrechado la mano de su marido, me consideraré muy honrado con estrechar la de usted, repliqué yo.

—Hela aquí sin ceremonia, señor.

—Como ve usted, es la mejor de las mujeres.

—Y él el mejor de los maridos.

—Estoy orgulloso, dice el cómico. ¿Por qué? Muy sencillo, porque he comprendido que la felicidad en el matrimonio está contenida en aquel precepto del Evangelio, al cual todos los maridos debían acomodarse: «lo que quiere la mujer, quiera el marido».

Créanme ustedes. Era curioso de ver aquella unión de dos cómicos de la legua tan diferente de la contabilidad amorosa por «debe» y «haber», del corredor y la corredora que conversan en el interior del vagón vecino.

El barón Weissschnitzerdörfer, cubierto con una gorra de viaje, sale del dining-car, donde seguramente no ha estado perdiendo el tiempo, consultando el indicador.

—¡Ahí va el caballero del sombrero cómico! —exclama el señor Caterna, después que el barón ha entrado en el vagón sin haberse dignado saludarnos.

—Es demasiado alemán, dice la señora Caterna.

—¡Y decir que Enrique Heine llama a esas gentes nobles, sentimentales! —añado yo.

—Entonces él no conocía a éste, dice el señor Caterna. Noble, sí puede ser; pero sentimental…

—A propósito, digo yo: ¿sabe usted para qué ese barón ha tomado el Gran Transasiático?

—Para comer sopa de coles en Pekín, responde.

—No, no. Es un rival de miss Nellie Bly. Tiene la pretensión de dar la vuelta al mundo en treinta y nueve días.

—¡Hombre! ¡Querrá usted decir en ciento treinta y nueve, señor Bombarnac! Tiene un aire poco sport ese barón.

Y el cómico se pone a cantar con voz de clarinete ronco, el tan conocido motivo de Las campanas de Corneville:

He dado tres veces la vuelta al mundo.

Y añade, señalando al barón:

—Él no da ni la mitad.