Antes de que el tren llegue a la estación de Gheok-Tepé, he vuelto a mi vagón… ¡El demonio del dromedario! Si no se hubiese hecho aplastar tan torpemente, el número 11 no me sería desconocido. Hubiera abierto la tapa del cajón, hubiésemos conversado amigablemente, y nos hubiéramos separado con un buen apretón de manos. Y ahora, ¡cuál no será su inquietud puesto que sabe que ha sido descubierto, que existe alguno del que puede sospechar malas intenciones, de alguno que acaso no vacile en descubrir su secreto, y que, en virtud de ello, le sacarán de la caja y será puesto a buen recaudo en la próxima estación!… Y que la señorita Zinca Klork le esperará inútilmente en la capital del Celeste Imperio.
Convendría tranquilizarle esta misma noche; pero el caso es que el tren va a llegar muy pronto a Gheok-Tepé, y muy pronto también a Askhabad, de donde saldrá al despuntar el alba. Y ya no hay que contar con que Popof se duerma… Estoy haciéndome estas reflexiones, cuando la locomotora entra en la estación Gheok-Tepé, a la una de la madrugada. Ninguno de mis compañeros de viaje ha dejado la cama.
Bajo al andén y me pongo a rondar el furgón de equipajes. Arriesgado sería tratar de introducirme en él. Hubiera tenido gusto en visitar la ciudad; pero la oscuridad me impedirá ver nada. Según lo que me ha contado el Mayor Noltitz, aún se conservan las huellas del terrible asalto de Skobeleff en 1880. Murallas desmanteladas, brechas abiertas, etc. Me resigno a no ver todo esto más que por los ojos del Mayor. A las dos parte el tren, después de haber recibido algunos viajeros, que Popof me dice son turcomanos… Ya les pasaré revista cuando sea de día.
Un paseo de diez minutos por la plataforma me permite entrever las alturas de la frontera persa en el límite del horizonte. Más allá de los macizos de un verde oasis, cruzado por numerosos arroyuelos, atravesamos grandes llanuras cultivadas, donde la línea férrea va describiendo muchas curvas, diversions, según dicen los ingleses. Después de asegurarme de que Popof no piensa ya en dormirse, me voy a mi sitio.
A las tres, nueva parada.
—¡Askhabad!, se oye gritar en el andén.
Bajo, dejando a mis compañeros profundamente dormidos, y me interno por la población.
Askhabad es la capital de la región Transcaspiana, y recuerdo lo que a este propósito ha dicho el ingeniero Boulangier con motivo de su interesante viaje hasta Merv. Todo lo que yo he visto al salir de la estación por la izquierda es la sombría silueta de la fortaleza turcomana dominando la ciudad nueva, cuya población casi se ha duplicado desde 1887. Aparece como un inmenso bosque tras espesa cortina de árboles.
A las tres y media estaba de vuelta. En aquel momento Popof atraviesa el furgón de equipajes, no sé para qué. ¡Qué intranquilo estará el joven rumano con aquellas idas y venidas por delante del cajón! Después pregunté a Popof:
—¿Qué hay de nuevo?
—Nada, señor Bombarnac… El airecillo de la mañana, que es fresco.
—Sí que lo es. Diga usted: ¿hay cantina en la estación? —Sí… Hay una para los viajeros.
—Y también será para los empleados, señor Popof. Venga usted conmigo.
Y Popof no se ha hecho rogar. Si la cantina está abierta, supongo que los consumidores no encontrarán gran cosa. Por todo licor, kimis, sacado de la leche de yegua fermentada, con sabor a tinta; y aunque muy líquida, muy nutritiva. Preciso es ser tártaro para tomar el kimis. Por lo menos a mí tal me ha parecido; pero Popof le ha encontrado excelente, y esto es lo esencial.
La mayor parte de los sartos y kirghizes que han bajado en Askhabad han sido reemplazados por otros viajeros de segunda. Éstos son afghanes mercaderes, y sobre todo contrabandistas muy expertos en esta clase de negocios. Todo el té verde que se consume en el Asia Central lo llevan éstos de China por la India, y por más que el transporte sea considerablemente largo, lo expenden a más bajo precio que el té ruso. No hay que decir que los equipajes de los afghanes fueron registrados con minuciosidad moscovita.
El tren ha vuelto a partir a las cuatro de la mañana. Mi vagón sigue convertido en sleeping-car. Envidio el sueño de mis compañeros, y me voy a la plataforma, que es lo único que yo puedo hacer.
Empieza a despuntar la aurora. Acá y allá aparecen las ruinas de la antigua ciudad con su alcazaba de altos muros. Veo una serie de grandes pórticos en una extensión de mil quinientos metros. Después de haber franqueado varias ramblas por la desigualdad del oscuro terreno, entra el tren en una gran estepa. Marchamos con una velocidad de sesenta kilómetros en dirección oblicua al S. E., siguiendo la frontera persa. Solamente la línea se aleja de dicha frontera pasado Douchak. En este trayecto de tres horas se ha detenido la locomotora para proveer a diversas necesidades en Gheours, cruce del camino de Meschhed, desde donde se divisan las alturas de Irán, y en Artyk, donde el agua es abundante, aunque ligeramente salobre.
Atraviesa el tren el oasis del Atek, importante tributario del mar Caspio. Por todas partes verdura y árboles. Es un oasis que justifica su nombre, y que no desmerece del que existe en el Sahara. Se extiende este oasis hasta la estación de Douchak, seiscientas seis verstas. Llegamos a esta estación a las seis de la mañana.
Dos horas de parada, o, lo que es igual, dos horas de paseo… En marcha a visitar Douchak. Voy acompañado del Mayor Noltitz, que sigue siendo mi cicerone. Un viajero va delante de nosotros… Le reconozco. Es sir Francis Trevellyan. El Mayor me hace observar que este gentleman tiene aún la cara más ceñuda, su labio más desdeñoso y su actitud más anglosajona.
—¿Y sabe usted por qué, señor Bombarnac? —añade el Mayor. Porque desde esta estación hasta el término de los caminos de hierro de la India inglesa, una línea que atravesara la frontera del Afghanistán, Kandahar, el paso de Bolán y el oasis de Pendjech, bastaría para unir los dos ramales.
—¿Y esa línea tendría?
—Pues apenas mil kilómetros. Pero los ingleses se obstinan én no querer dar la mano a los rusos, y, sin embargo, ya ve usted, ¡qué ventaja para su comercio! ¡Poner Calcuta a doce días de Londres!
Y así fuimos hablando y recorriendo la población, cuya importancia se previa hace ya muchos años. Un ramal la une al ferrocarril de Teherán, en Persia, mientras que hacia los caminos de hierro de la India no hay en estudio trazado alguno. En tanto que los gentlemans calcados en el modelo de sir Francis Trevellyan estén en mayoría en el Reino Unido, la obra del ramal asiático no se terminará.
Después pregunté al Mayor acerca del grado de seguridad que ofrece el Gran Transasiático por el Asia Central, a lo que me respondió:
—En el Turquéstan la seguridad es completa. La vía está vigilada sin cesar por agentes rusos, y la policía funciona en las cercanías de las estaciones; y como éstas se hallan poco distantes unas de otras, no creo que los viajeros tengan nada que temer de las tribus errantes. Además, la población turcomana se ha sometido a las exigencias, muy duras casi siempre, de la administración moscovita; así es que, desde hace tantos años como está en funciones el ferrocarril transcaspiano, ningún ataque ha venido a interrumpir la marcha de los trenes.
—Perfectamente, señor Noltitz. ¿Y la parte comprendida entre la frontera y Pekín?
—Eso ya es otra cosa. Desde la meseta de Pamir hasta Kachgar, la vía está vigilada severamente; pero más allá queda el Gran Transasiático bajo la inspección de la administración china, y, a la verdad, me inspira poca confianza.
—¿Acaso las estaciones están muy distantes?
—Algunas sí.
—¿Y los empleados rusos son reemplazados por chinos? —Sí; excepto el jefe Popof, que debe acompañarnos durante todo el trayecto.
—¿De manera que empleados, maquinistas y fogoneros serán chinos? Vea usted una cosa que me inquieta por la seguridad de los viajeros.
—Desengáñese usted, señor Bombarnac. Los chinos son agentes tan expertos como los nuestros, y excelentes maquinistas. También hay ingenieros que han establecido muy hábilmente la vía por el Celeste Imperio. No hay que dudar que la raza amarilla es una raza inteligente y muy apta para el progreso industrial.
—Así lo creo. Día llegará en que sea la dueña del mundo…, después de la raza eslava, por supuesto.
—Nada sé de lo que reserva el porvenir, me responde Noltitz sonriendo; pero volviendo a los chinos, puede afirmarse que tienen gran penetración y una facultad de asimilación asombrosa… Y esto que le digo a usted lo sé por experiencia.
—Conforme; pero ¿acaso no hay que temer a los numerosos malhechores que recorren los vastos desiertos de mogolia y de la China septentrional?
—¿Piensa usted que habían de tener el suficiente atrevimiento para atacar un tren?
—Sí, señor Mayor… y eso me tranquiliza. —¿Tranquilizarle a usted eso?
—Sí, señor; porque lo único que me preocupa es que no haya incidentes en nuestro viaje.
—En verdad, señor corresponsal, que es usted admirable. ¿Necesita usted incidentes?
—Sí, como el médico necesita enfermos. Venga en buen hora alguna aventura.
—Pues, señor Bombarnac, temo que no se le logren a usted los deseos. Si es verdad lo que yo he oído decir sobre lo que la Compañía ha tratado con ciertos jefes de cuadrilla…
—¿Cómo aquella famosa administración helénica con el Hadji-Stavros de la novela de About?
—Precisamente… ¡y quién sabe si hasta con su consejo!
—Vea usted una cosa que yo no hubiera podido creer.
—¿Y por qué no, señor Bombarnac? Ese medio de garantizar la seguridad de los trenes en la travesía por el Celeste Imperio, hubiera sido muy fin de siglo. Después de todo, parece que con quien ha tratado la Compañía es con un tal Ki-Tsang, uno de esos salteadores de camino que ha querido conservar su independencia y su libre acción.
—¿Y quién es ese chino?
—Un audaz capitán de ladrones, de origen semichino, semimogol, que después de haber explotado durante mucho tiempo el Yunnan, donde ha acabado por ser vivamente perseguido, se ha trasladado a las provincias del Norte, habiéndosele visto en la parte de la mogolia que cruza el Gran Transasiático.
—He ahí un proveedor de crónicas como el que yo necesito.
—Es que las crónicas que pudiera proporcionarle a usted Ki-Tsang, costarían caras.
—¡Bah, señor Mayor! El Siglo XX es bastante rico para pagarlas.
—Pagar con dinero, sí; pero nosotros pagaríamos acaso con la vida. Felizmente nuestros compañeros no le han oído a usted hablar de esa suerte, que de lo contrario hubieran venido en masa a pedir se le expulsara a usted del tren. Así, pues, sea usted precavido, y no deje ver sus deseos de cronista deseoso de aventuras. Sobre todo, que no tengamos que ver con el chino, aunque sólo sea en interés de los viajeros.
—Pero no del viaje, señor Mayor.
Volvemos entonces a la estación. La parada en Douchak durará aún media hora. Paseándome, por el andén, estoy observando una maniobra que va a modificar la composición del tren.
Un nuevo furgón ha llegado de Teherán por el ramal de Meschhed, que une a la capital de Persia con el Transcaspiano. Dicho furgón, cerrado y sellado, va escoltado por seis agentes persas, cuya consigna parece ser no perderle de vista. Ignoro si será por la disposición de ánimo en que me encuentro, pero me parece que en ese vagón hay algo de particular y misterioso; y ya que el Mayor me ha dejado, me dirijo a Popof, que vigila la maniobra.
—Dígame usted, amigo Popof: ¿adónde va ese furgón?
—A Pekín, señor Bombarnac.
—¿Y qué lleva?
—¡Oh! Un gran personaje.
—¡Un gran personaje!
—¿Le admira a usted?
—¡Es claro!… ¿En un furgón?…
—En un furgón.
—¿Y me avisará usted cuando vaya a bajar ese gran personaje?
—¡Pero si no bajará!
—¿Por qué?
—Porque está muerto.
—¡Muerto!
—Sí… Es un cuerpo que llevan a Pekín. Allí será enterrado con todos los honores que le son debidos.
Al fin, tenemos un personaje importante en nuestro tren… Cadáver, es verdad; pero ¿qué importa?
Pido a Popof que me entere de quién sea el difunto, que debe ser algún mandarín de calidad, y en cuanto lo sepa, enviaré un telegrama a El Siglo XX.
En tanto que miro el furgón, un nuevo viajero le examina con no menos curiosidad que yo. Dicho viajero es un hombre de orgulloso semblante; representa unos cuarenta años; lleva el elegante traje de los ricos mogoles; es de alta estatura, mirada un tanto sombría, bigote de mosquetero a lo Scholl; tez muy mate y párpados que apenas se mueven. He aquí un buen tipo, pienso; no sé si llegará a ser el protagonista que busco; pero, por si acaso, voy a apuntarle con el número 12. Éste, mi pretendido protagonista, es, según me dice Popof, el señor Faruskiar. Va acompañado de otro mogol de rango inferior, de igual edad que el anterior y llamado Ghangir. En tanto que miran el vagón unido al tren, antes del furgón de equipajes, cambian algunas palabras. Acabada la maniobra, la guardia persa ocupa el vagón de segunda clase, detrás del coche mortuorio, con el objeto de que el precioso cuerpo esté siempre bajo su vigilancia.
Oigo gritos en el andén de la estación…
Ya sé quién grita… Le reconozco. Es el barón Weissschnitzerdörfer, que exclama:
—¡Esperad!… ¡Esperad!
Aquella vez no se trata de que parte el tren, sino de su sombrero, un casco azulado de viaje arrebatado por el viento, que sopla fuertemente. Rueda por el andén, llega a los rails, corre por los vallados y las cercas, y su propietario corre también, hasta perder el aliento, sin lograr cogerle.
Al ver aquella furiosa persecución, los esposos Caterna se desternillaban de risa. El chino Pan-Chao suelta la carcajada, mientras el señor Tio-King conserva su imperturbable seriedad. El alemán no puede más; su cara es ya de color de escarlata. Va anhelante, consiguiendo echar la mano al fugitivo sombrero, cayendo cuan largo es, con la cabeza cubierta con su abrigo, lo que da motivo al señor Caterna para canturrear el célebre motivo de miss Helyett:
Ah! le superbe point de vu… u… u… ue!
Ah! la perspective imprévu… u… u… ue! [2]
No conozco nada tan bufo, tan burlesco como un sombrero que lleva el viento; que va, viene, caracolea, salta, vuelve a saltar, corre, vuela en el preciso momento en que parece va a ser cogido. Si alguna vez me sucediera otro tanto, perdonaré de buen grado a los que se rían de lucha tan cómica. Pero el barón no está de ese humor. Se levanta aquí, cae allá, corriendo por la vía adelante. ¡Eh, cuidado, cuidado! le gritan, por que el tren que viene de Merv, entra en la estación con cierta velocidad.
Murió el sombrero… La locomotora le ha aplastado sin piedad, y el célebre casco se ha convertido en un pingajo que entregan al barón; y hay que oír otra vez la serie de imprecaciones que aquel hombre dirige al Gran Transasiático.
Suena la señal, y todo el mundo se apresura a ocupar sus asientos. Entre los nuevos viajeros veo tres mogoles, muy mal encarados, que suben a un vagón de segunda.
Cuando pongo el pie en la plataforma, oigo al joven chino que dice a su compañero:
—¿Ha visto usted, doctor Tio-King a ese alemán con su ridículo sombrero? ¡Cuánto me ha hecho reír!…
¡Qué correctamente habla Pan-Chao el francés! ¿Qué digo el francés? El parisién. Yo entraré con él en conversación.