VII

El tren ha llegado a Kizil-Arvat, doscientas cuarenta y dos verstas desde el Caspio, a las siete y trece minutos de la noche, en lugar de a las siete. Este pequeño retraso ha provocado trece interjecciones del barón; una por minuto.

Dos horas de parada en Kizil-Arvat. Aunque el día empieza a caer, puedo emplear bien el tiempo en visitar esta pequeña ciudad, que cuenta con más de 2000 habitantes, rusos, persas y turcomanos. Pero pocas cosas hay que ver, ni dentro ni en las cercanías. No hay árboles; en la campiña no se ve ni una palmera; sólo hay prados de cereales, cruzados por un arroyuelo. Mi buena estrella me ha dado por compañero, mejor dicho, por cicerone, al Mayor Noltitz.

Hemos hecho conocimiento de la manera más sencilla. En cuanto hemos echado pie a tierra nos hemos acercado. Yo le he dicho:

—Caballero, soy francés. Me llamo Claudio Bombarnac. Soy corresponsal de El Siglo XX, y usted es el Mayor Noltitz, del ejército ruso. Va usted a Pekín, y yo también. Hablo la lengua de usted, como es probable que usted hable la mía.

El Mayor hizo una señal de asentimiento, y yo continué:

—Señor Mayor, en vez de permanecer extraños el uno al otro durante este largo trayecto por el Asia Central, ¿tendría usted gusto en que entabláramos amistad en este viaje? Usted sabe de este país todo lo que yo ignoro de él, y yo le oiría a usted y me instruiría con mucho gusto.

—Señor Bombarnac, me responde el Mayor en francés y sin acento alguno. Estoy a la disposición de usted.

Después, sonriendo, añadió:

—Eso de instruirle a usted… Uno de vuestros eminentes críticos ha dicho, si no recuerdo mal: «Los franceses no quieren aprender lo que saben».

—Veo que ha leído usted a Sainte-Beuve, y acaso el escéptico académico tenga razón en tesis general; pero yo soy una excepción de esa regla, y deseo aprender lo que no sé; y le aseguro a usted que, en lo tocante al Turquestán ruso, soy un ignorante.

—Estoy por completo a la disposición de usted, respondió el Mayor, y tendré mucho gusto en hablar con usted de las hazañas del general Annenkof, cuyos trabajos he seguido paso a paso.

—Se lo agradezco a usted mucho, señor Noltitz. No esperaba menos de la urbanidad de un ruso para un francés.

—Y si usted quiere permitir que yo cite en parte la frase célebre de los Danicheff, le diré a usted: «y así será siempre mientras haya en el mundo franceses y rusos».

—Bien, señor Mayor; después de Sainte-Beuve, Dumas, hijo; veo que trato con un parisién.

—Sí… De San Petersburgo, señor Bombarnac.

Nos estrechamos cordialmente las manos. Un instante después mi compañero y yo recorríamos la ciudad, y he aquí lo que el Mayor me dijo:

A fines de 1885 terminó el general Annenkof en Kizil-Arval el trozo primero de este ferrocarril, en una extensión de doscientos veinticinco kilómetros, de los cuales ciento sesenta debían ser formados en la superficie de un desierto sin gota de agua.

Mas antes de decir cómo se ejecutó tan extraordinario trabajo, ha tenido Noltitz buen cuidado de recordarme los sucesos que gradualmente fueron preparando la conquista del Turquestán y su unión definitiva al Imperio moscovita.

Ya en 1854 habían los rusos celebrado un tratado de alianza con el khan de Khiva. Algunos años después, y decididos a proseguir su marcha hacia el Este, efectuaron las campañas de 1860 a 1864, que les valieron los kanatos de Kokhan y Bukhara. Dos años más tarde, el de Samarkanda seguía igual suerte, después de las batallas de Irdjar y de Zera-Buleh.

Le quedaba por conquistar la parte meridional del Turquestán, y principalmente el oasis de Akhal-Tekke, que confina con Persia. Los generales Sourakine y Lazareff trataron de llevar a efecto esta conquista en las expediciones de 1878 y 1879, pero su plan no tuvo resultado hasta que el célebre Skobeleff, el héroe de Plewna fue el encargado por el Zar de reducir a las valientes tribus turcomanas.

Operó Skobeleff su desembarco en el puerto de Mikhaïlov; el puerto de Ouzoun-Ada aún no existía, y su lugarteniente el general Annenkof, con objeto de facilitar la marcha por el desierto, construyó el camino de hierro estratégico, que en diez meses llegó a la estación de Kizil-Arvat.

He aquí cómo los rusos procedieron al establecimiento de aquella vía, con una rapidez superior, como ya he dicho, a la desplegada por los americanos en el Far-West. Dicha obra debía reportar utilidad desde el doble punto de vista militar e industrial.

Primeramente el general Annenkof formó un tren de marcha con treinta y cuatro vagones, cuatro de dos pisos para los oficiales, veinte de dos para los obreros y soldados, un comedor, cuatro vagones cocinas, otro de ambulancia, otro de telégrafos, otro de víveres, otro de forjas y otro de reserva. Éstos fueron sus talleres ambulantes y su cuartel, donde 1 500 obreros militares y empleados encontraron alojamiento y manutención.

Dicho tren iba avanzando a medida que se colocaban los rails. Componían los obreros dos brigadas, trabajando cada una seis horas diarias, auxiliados por gentes del país, acampadas en tiendas, y cuyo número subía a 15 000 hombres. Un, hilo telegráfico los ponía en comunicación con Mikhaïlov, de donde partían, por un pequeño camino de hierro Decauville, los trenes que conducían los rails y las traviesas.

En estas condiciones, y gracias a lo plano del terreno, el resultado diario significaba un adelanto de ocho kilómetros, en tanto que sólo había sido de cuatro en las llanuras de los Estados Unidos. La mano de obra no costaba cara: cuarenta y cinco francos mensuales a los obreros de los oasis, y cincuenta céntimos diarios a los de Bukhara.

Así fueron transportados los soldados de Skobeleff a Kizil-Arvat y ciento cincuenta kilómetros más allá hasta Gheok-Tepé, cuya ciudad no se rindió hasta ver destruidas sus viviendas y sacrificados doce mil de sus defensores; el oasis de Akhal-Tekké cayó en poder de los rusos. No tardaron en someterse los habitantes del oasis de Atek, tanto más espontáneamente cuanto que en su lucha con Kouli-khan, jefe de los mervienos, habían implorado el apoyo del Zar. Los mervienos, en número de doscientos cincuenta mil, siguieron su ejemplo, y la primera locomotora entró en la estación de Merv en julio de 1886.

—Y dígame usted, señor Noltitz: ¿con qué ojos han visto los ingleses los progresos de Rusia por el Asia Central?

—Con malos ojos, respondió el Mayor. Ya ve usted, los ferrocarriles rusos enlazando con los chinos, en vez de enlazar con los de la India; el Transcaspiano haciendo competencia al camino de hierro que funciona entre Herat y Delhi. ¡Además, que los ingleses no han tenido la misma suerte en el Afghanistán! ¿Ha visto usted ese gentleman que va en el tren?

—Sí, señor. Es sir Francis Trevellyan de Trevellyan-Hall, Trevellyan-shire.

—Pues bien: sir Francis Trevellyan no tiene más que miradas de desprecio y encogimientos de hombros para todo lo que hemos hecho. Él personifica la profunda envidia de su nación. Inglaterra no puede admitir que nuestros ferrocarriles vayan desde Europa al Pacífico, cuando los ferrocarriles ingleses no pasan del Océano índico.

Esta interesante conversación ha durado cerca de hora y media, en tanto que recorríamos las calles de Kizil-Arvat. Como ya era hora de volver a la estación, a ella nos dirigimos ambos. Hemos convenido en que el Mayor abandonará su sitio del tercer vagón y se vendrá al mío. Éramos ya como paisanos; llegaremos a ser vecinos de la misma casa y compañeros de cuarto.

A las nueve suena la señal de partida. El tren, saliendo de Kizil-Arvat, se lanza por el S. E. hacia Askhabad, a lo largo de la frontera persa.

Media hora aún fuimos hablando de diversas cosas. Noltitz me hace observar que si el sol no hubiera ya traspuesto el horizonte, hubiese yo podido ver las altas cimas de los grandes y los pequeños Balkanes del Asia, que se levantan por encima de la bahía de Krasnovodsk.

La mayor parte de nuestros compañeros ya se han instalado convenientemente para pasar la noche en sus asientos, que, merced a un ingenioso mecanismo pueden transformarse en camas, con su almohada, su manta, y el que duerma mal, será que no tiene la conciencia tranquila. No debe ser de éstos, a lo que parece, el Mayor Noltitz, quien, después de darme las buenas noches, duerme el sueño del justo.

Por mi parte, yo no puedo conciliar el sueño, por efecto del estado de mi ánimo. Me acuerdo del famoso cajón y de su huésped, y resuelvo ponerme en comunicación con él aquella misma noche. Recuerdo en aquel momento que aquel ente no es el primero que viaja de tan excepcional manera, En 1889, 1891 y 1892 un sastre austríaco, Hermann Zeitung, fue de Viena a París, de Amsterdam a Bruselas y de Amberes a Cristianía metido en una caja, y dos novios de Barcelona. Erres y Flora Anglora, han compartido la misma caja… de conserva, atravesando España y Francia.

Lo más prudente es que yo espere que Popof vuelva a su garita. El tren no se detiene hasta Gheok-Tepé, a la una de la madrugada. En el trayecto entre Kizil-Arvat y Gheok-Tepé espero que el amigo Popof eche un buen sueño, y entonces será la ocasión de poner en práctica mi proyecto.

¡Calle! Tengo una idea. ¿Si será Zeitung el sastre que busca su modo de vivir en este medio de locomoción, sacando así el dinero a la gente? Debe ser él… No puede ser otro. ¡Diablo! Su personalidad no es muy interesante, ¡y yo que contaba con este intruso!… Vamos. Yo le conozco por retratos… Voy a ver…

Media hora después de la partida, el ruido de una puerta que se cierra en la plataforma anterior de nuestro coche, me indica que el jefe del tren ha entrado en su garita. No obstante mi deseo de ir al furgón de equipajes, contengo mi impaciencia, porque es posible que Popof aún no esté en lo mejor de su sueño. Dentro todo está tranquilo, bajo la velada luz de las lámparas. Fuera, noche oscura; la trepidación del tren se confunde con el ruido del viento frío que corre…

Me levanto… Descorro la cortinilla de una de las lámparas, y consulto mi reloj… Son las once y cinco minutos. Faltan dos horas para llegar a Gheok-Tepé. Ha llegado el momento.

Me deslizo por entre los asientos hasta la puerta del vagón. La abro suavemente y la cierro del mismo modo… Nadie me ha oído… Nadie se ha despertado.

El puentecillo tiembla con la trepidación del tren. En medio de la insondable oscuridad, y a la vista del Kara-Koum, experimento la impresión que produce la inmensidad nocturna del mar alrededor de un barco.

Una débil luz se filtra por las persianas de la garita… ¿Debo esperar que se apague, o durará toda la noche?… En todo caso, Popof no se ha dormido, lo que noto por el ruido que produce al volverse. Permanezco quieto, apoyado en la barandilla… Me inclino hacia fuera, y percibo la estela luminosa que proyecta el farol de la máquina… Parece que marchamos por un camino de fuego… Las nubes corren en rápido desorden, y entre sus jirones brillan algunas constelaciones. Aquí Casiopea, y la Osa Menor en el Norte… Y en el cénit brilla la Lira.

El más absoluto silencio de una a otra plataforma… Popof, por más que está encargado de vigilar el personal del tren, duerme. Tranquilo ya, atravieso el puente y héme en la puerta del furgón de equipajes, que sólo está sujeta con un cerrojo. Le descorro sin ruido, para no llamar la atención de Popof y de mi enjaulado.

Aunque la oscuridad es profunda en el interior del furgón, que carece de ventanas laterales, consigo orientarme. Sé que la caja está en el ángulo de la izquierda. Lo esencial es no tropezar con algún bulto; tanto más, cuanto que esos bultos pertenecen a Fulk Ephrinell, ¡y valiente escándalo si uno de ellos fuera roto con sus paquetes de dientes artificiales! Poco a poco, y tanteando con pies y manos, doy con la caja… No hubiesen hecho las patas de una mosca más ruido que mis manos… Me inclino, aplico el oído a la tapa…

Ningún ruido de respiración… No estarán más silenciosos en sus cajas los productos de la casa Strong-Bulbul and Co., de Nueva York.

Me asalta el temor de ver defraudadas todas mis esperanzas de corresponsal… ¿Acaso me he engañado a bordo del Astara? ¿Habré soñado aquello de la respiración y del estornudo? ¿No habrá nadie en el cajón… ni aun Zeitung?… ¿Es que realmente serán espejos expedidos a la señorita Zinca Klork?… No. Acabo de sorprender un débil movimiento en el interior de la caja… El movimiento aumenta, y me pregunto si la tapa no va a correrse para dar paso al prisionero, que deseará respirar el aire libre. Lo mejor que puedo hacer para ver sin ser visto, es ocultarme entre dos bultos, y, gracias a la oscuridad, nada tendré que temer…

De repente oigo un pequeño chasquido… No, esto no es ilusión… Es el chasquido de una cerilla… Casi en seguida, algunos débiles rayos de luz se filtran por los respiraderos de la caja… ¿Qué duda podía tener ya de la clase de ser oculto en la caja?… A menos que fuese un mono de esos que conocen el uso del fuego y el manejo de las cerillas… Algunos viajeros pretenden que existe, y habrá que creerlos bajo su palabra.

Sí… No puedo ocultarlo… Siento una emoción vivísima, y me guardo bien de moverme…

Pasa un minuto… Nada indica que la tapa se haya movido… Nada permite suponer que el desconocido salga… Sigo en acecho… Después concibo la idea de aprovechar aquella luz y mirar por los agujeros… Me levanto, y me aproximo sigilosamente… Un solo temor me detiene; que la luz se apague…

Ya estoy junto a la tapa, pero sin tocarla, y aplico un ojo a un agujero.

¡Cielos! ¡Es un hombre!… Pero no es el sastre austríaco… A ver… En seguida. Mi número 11…

Distingo perfectamente sus facciones. Parece de veinticinco a veintiséis años de edad. Lleva toda la barba… Es moreno… Su tipo es rumano, lo que confirma mis ideas sobre la señorita Zinca Klork, también rumana. Tiene agradable cara, enérgica, y energía se necesita para viajar de tal suerte. Pero si no es un malhechor que quiere viajar oculto, debo confesar que, por su aspecto, tampoco es el héroe que yo busco. Después de todo, tampoco eran héroes ni el austríaco ni el español que viajaron de igual modo que este rumano. Eran gente joven, sencilla, burguesa, y, no obstante, dieron asunto a los cronistas y corresponsales. También yo adornaré mi número 11 con toda clase de metáforas y tropos, y le engrandeceré, le ampliaré, como el que amplía un cliché fotográfico.

Además, no es lo mismo viajar en caja de Tiflis a Pekín que ir de Viena o de Barcelona a París, como hicieron Zeitung, Erres y Flora.

A nadie denunciaré a mi rumano; que no dude de mi discreción y que cuente con mi apoyo si en algo puedo servirle, en el caso de que sea descubierto.

Pero no lo será… ¿Y qué hace en este momento? Sentado en el fondo de la caja, el buen muchacho cena tranquilamente a la luz de una lamparilla. Sobre las rodillas tiene un bote de conserva y galleta, y en un armarito veo algunas botellas llenas, y una manta y una hopalanda colgadas en las paredes. La verdad es que el número 11 está con toda comodidad, como el caracol en su concha; su home rueda con él, y se economiza el millar de francos que le hubiese costado el viaje de Tiflis a Pekín, aunque hubiese ido en segunda. Ya sé que esto es defraudar, y que hay leyes que castigan ese fraude… Entretanto, él puede salir de su cajón cuando le plazca; pasear por el interior del furgón, y hasta aventurarse por la noche a salir a la plataforma. Yo no lo censuro, y lejos de ello, cuando pienso que va destinado para una linda rumana, me pondría con mucho gusto en su sitio.

Concibo la idea, que me parece buena, aunque tal vez no lo sea, de dar un golpecito en la tapa de la caja; entrar en relaciones con mi nuevo compañero, y saber de dónde viene, ya que sé adonde va. Me devora una ardiente curiosidad, y es preciso que la satisfaga, porque hay momentos en que el corresponsal se siente metamorfoseado en hija de Eva.

Pero ¿cómo lo tomará este hombre?… Muy bien; estoy seguro de ello. Le diré que soy francés, y un rumano no ignora que puede siempre confiarse a un francés. Le ofreceré mis servicios… Le propondré dulcificar los rigores de su prisión con mis entrevistas y procurarle algunas golosinas… No le pesarán mis visitas ni deberá temer mis imprudencias.

Llamo en la tapa…

La luz se apaga.

No se le oye respirar…

Hay que tranquilizarle.

—Abra usted, le digo dulcemente en ruso. Abra usted…

No he podido acabar la frase, porque en este momento el tren ha experimentado una sacudida, y me parece que detiene su velocidad, aunque aún no hemos llegado a la estación de Gheok-Tepé.

Se oyen gritos… Me apresuro a salir del furgón, cuya puerta vuelvo a cerrar.

Ya era tiempo.

Apenas llego a la plataforma, Popof sale de la garita, y, sin verme, entra en el furgón y se dirige hacia la locomotora.

Casi al mismo tiempo el tren ha vuelto a tomar su velocidad normal. Popof reaparece en seguida.

—¿Qué ha pasado, amigo Popof?

—Lo que pasa frecuentemente, señor Bombarnac. Un dromedario aplastado…

—¡Pobre animal!

—Sí: ¡pobre animal, que ha podido hacer descarrilar al tren! —¡Pues vaya al diablo ese animal!