Las ideas que un hombre concibe cuando va a caballo, son distintas de las que concibe cuando va a pie; y la diferencia sube de punto cuando el viaje es por el camino de hierro. La asociación de los pensamientos, el carácter de las reflexiones y el encadenamiento de los hechos, sucédense en su cerebro con rapidez igual a la del ferrocarril. Ruedan las ideas en la cabeza, como ruedan los coches sobre dos rails. Por eso acaso me siento en particular disposición de ánimo, deseoso de observarlo todo, ávido de instruirme, y todo con una velocidad de cincuenta kilómetros por hora. Este máximum kilométrico debe conservar nuestro tren al través del Turquestán, y descenderá después a una velocidad media de treinta cuando recorra las provincias del Celeste Imperio.
Acabo de ver esto en el indicador horario que he comprado en la estación. Dicho horario va acompañado de un extenso mapa doblado, que contiene todo el trazado del ferrocarril entre el mar Caspio y las costas orientales de China. Estudio, pues, el Transasiático saliendo de Ouzoun-Ada, como estudié el Transgeorgiano cuando salí de Tiflis.
La distancia entre ambos carriles es de un metro sesenta centímetros; distancia impuesta a los caminos de hierro rusos, y que excede en nueve centímetros a las demás vías europeas. A este propósito se asegura que los alemanes han fabricado gran número de traviesas de dicha dimensión, para el caso eventual en que quisieran invadir la Rusia; y yo me inclino a pensar que los rusos, por su parte, habrán tomado la misma precaución, para el caso, no menos eventual, en que quisieran invadir la Alemania.
Corre la vía férrea desde Ouzoun-Ada entre montículos de arena, y al llegar al brazo de mar que separa a Ouzoun-Ada del continente, le atraviesa sobre una rambla de mil doscientos metros, protegida por sólidos murallones contra las violencias del mar.
Ya hemos pasado muchas estaciones sin detenernos, entre otras Mikhaílov, a una legua de Ouzoun-Ada. Ahora la distancia entre unas y otras es de quince a treinta kilómetros. Las que acabo de entrever parecen hotelitos, con balaustradas y tejados a la italiana, lo que produce singular efecto en el Turquestán, en la proximidad de Persia. El desierto se extiende hasta las cercanías de Ouzoun-Ada, y las estaciones del ferrocarril forman a manera de pequeños oasis, creados por la mano del hombre. El hombre es, sin duda, el que ha plantado estos delgados álamos que proyectan su escasa sombra; él, quien a costa de grandes gastos ha traído esta agua, cuyos frescos surtidores caen en elegante pilón. Sin estos trabajos hidráulicos no habría un árbol ni un rincón de verdura en medio de estos oasis, que al mismo tiempo sirven para nutrir la línea, y no son nodrizas secas lo que necesitan las locomotoras.
La verdad es que nunca he visto terrenos tan desnudos, tan áridos y refractarios a la vegetación, y que desde Ouzoun-Ada ocupan una extensión de doscientos sesenta kilómetros. Cuando el general Annenkof comenzó sus trabajos en Mikhaílov, tuvo que destilar el agua del Caspio a la manera que se hace a bordo con los aparatos ad hoc; mas si el agua es necesaria para producir el vapor, éste es necesario para evaporar el agua. Los lectores de El Siglo XX se preguntarán cómo pueden caldearse las máquinas en un país donde no hay un pedazo de carbón, ni un leño que cortar. ¿Acaso habrá depósitos de estas materias en las estaciones principales del Transcaspiano? De ninguna manera. Lo que allí se ha puesto en práctica es una idea que ya tuvo nuestro gran químico Sainte-Claire Deville, en los primeros tiempos del uso del petróleo en Francia. Las calderas de las máquinas están alimentadas por medio de un aparato pulverizador, con los residuos provenientes de la destilación de esta nafta, que Bakou y Derbent proveen de manera inagotable. En determinadas estaciones de la línea existen vastos depósitos llenos de dicho combustible mineral, vertido en los recipientes del ténder, y quemado en las parrillas de que están provistas las máquinas. También se emplea la nafta en los vapores que surcan el Volga y otros afluentes del Caspio.
Se me creerá si afirmo que el paisaje no es muy pintoresco; el terreno es casi llano, muy arenoso y de aluvión, donde se estancan aguas salobres. Así, pues, se ha prestado muy bien al establecimiento de una vía férrea. Aquí no hay barrancos, ni ramblas, ni viaductos, ni obra alguna de arte, para servirme de un término caro a los ingenieros, y hasta muy caro. Tan sólo existen acá y allá algunos puentes de madera, de una longitud de doscientos o trescientos pies. En tales condiciones, el coste del ferrocarril transcaspiano, por kilómetro, no ha pasado de setenta y cinco mil francos. Tal monotonía no será interrumpida más que por los vastos oasis de Merv, Bukhara y Samarkanda.
Me ocuparé de los viajeros, tanto más fácilmente, cuanto que, como he dicho, se puede circular de un extremo al otro del tren.
Con un pequeño esfuerzo de imaginación pudiera uno creerse en una población semoviente, cuya calle principal me dispongo a recorrer.
Recuérdese que a la locomotora y al ténder sigue el furgón, en uno de cuyos ángulos va depositada la caja misteriosa, y que la garita de Popof ocupa el ángulo izquierdo de la plataforma del primer vagón.
En el interior de este coche observo algunos sartos de altivo semblante, vestidos con sus largas faldas de colores brillantes y calzados con anchas botas de cuero. Tienen hermosos ojos, barba poblada, nariz acaballada, y se Ies tomaría por verdaderos señores a no saber que la palabra sarto significa revendedor, y que sin duda se dirigen a Tachkend, donde tales revendedores pululan.
También van en dicho vagón, y sentados uno enfrente de otro, los dos chinos. El joven mira por el cristal; el otro, un la-lao-ye, es decir, un viejo, no cesa de repasar las páginas de un libro. Este volumen es pequeño, en octavo menor, semejante a un Anuario del viajero, forrado de peluche, como breviario de canónigo, y sujeto por una tira de goma. Lo que me asombra es que el propietario del libro no parece leerle de derecha a izquierda. ¿No estará impreso en caracteres chinos? Procuraré verlo.
En dos asientos contiguos están Fulk Ephrinell y miss Horacia. Hablan y hacen cuentas con un lápiz. No sé si el práctico americano murmura al oído de la práctica inglesa el adorable verso que hizo palpitar el corazón de Lidia:
Nec tecum possum vivere sine te!
Pero lo que sé es que Fulk Ephrinell puede perfectamente vivir sin mí. En lo que he obrado muy cuerdamente ha sido en no contar con su concurso para animar este viaje. Ese diablo de yankee me ha dejado —esta es la palabra— por esa angulosa hija de Albión.
Llego a la plataforma, franqueo el pasadizo y me encuentro a la entrada del segundo coche.
En el ángulo de la derecha está el barón Weissschnitzerdörfer; y como el tal teutón es más miope que un topo, roza con su larga nariz las líneas del libro indicador en que lee. El impaciente viajero comprueba, estación por estación, si el tren pasa a la hora reglamentaria, y cuando hay retraso prorrumpe en nuevas recriminaciones y amenazas contra la Compañía del Gran Transasiático.
También van allí los esposos Caterna, que se han instalado con toda comodidad. El marido demuestra su buen humor; de cuando en cuando oprime las manos y el talle de su mujer. Después se vuelve o levanta hacia el techo la cabeza, y pronuncia algunas palabras aparte. La señora Caterna se inclina, hace gestos, se echa hacia el rincón del compartimiento… Al salir, oigo el estribillo de una opereta, canturreado por el señor Caterna.
En el interior del tercer vagón, entre muchos turcomanos y tres o cuatro rusos, veo al Mayor Noltitz. Habla con uno de sus compatriotas. Si me diesen pie para ello, de buena gana me mezclaría en su conversación; pero vale más mantenerse en cierta reserva, puesto que el viaje no ha hecho más que empezar.
Visito después el vagón restaurante. Es una tercera parte más largo que los otros: un verdadero comedor, con una sola mesa. En la parte de atrás se encuentra un mostrador. En la otra parte la cocina, donde funcionan el cocinero y el fondista, ambos de origen moscovita. Este dining-car me parece convenientemente dispuesto. Atravieso el comedor y me encuentro en la otra mitad del tren, donde van, como amontonados, los viajeros de segunda. Kirghizes de aspecto poco inteligente, frente achatada, mandíbula saliente, barbilla picuda, nariz ancha de cosaco, piel muy morena. Estos pobres diablos, de religión musulmana, pertenecen ya a la Gran-Horda, errante por la frontera de Siberia y de China, ya a la Pequeña-Horda, extendida entre los montes Urales y el mar de Aral. Un vagón de segunda y aun de tercera sería un palacio para gente habituada a campar al aire libre en las estepas y en las miserables chozas de las aldeas. Ni sus camastros ni sus escabeles valen tanto como las banquetas forradas, en las que van sentados con gravedad asiática. Allí van también dos o tres nogais, que vuelven al Turquéstan Oriental, de raza más notable que los kirghizes de la raza tártara; es de los que salen los sabios y profesores que han ilustrado las importantes ciudades de Bukhara y Samarkanda. Pero la ciencia y la enseñanza apenas pueden bastar para conseguir lo estrictamente necesario, sobre todo en el Asia Central; así que estos nogais se dedican a ser intérpretes. Por desgracia, y por efecto de la difusión de la lengua moscovita, el oficio es poco lucrativo.
Ahora que ya sé el sitio que ocupa cada uno de mis números, sabré dónde buscarlos cuando llegue la ocasión. En el trayecto hasta Pekín no tengo duda, en lo referente a Fulk, Horacia, el barón alemán, los dos chinos, el Mayor Noltitz, los esposos Caterna, ni tampoco por el altanero gentlemen, cuya silueta he vislumbrado en el ángulo del segundo coche. En cuanto a la gentecilla que no ha de atravesar la frontera, me tiene sin cuidado; pero entre mis compañeros no vislumbro aún al protagonista de mi futura crónica. Esperemos, que ya saldrá.
Mi intención es tomar notas cada hora, cada minuto, por mejor decir. Antes de que se haga de noche me voy a la plataforma anterior del vagón para echar una rápida ojeada a las cercanías. Una hora fumando me permitirá llegar a la estación de Kizil-Arwat, donde debe detenerse algún tiempo el tren. Al ir del segundo al primer vagón, me cruzo con el Mayor Noltitz. Yo me inclino por deferencia, y él me saluda con la gracia y amabilidad que distingue a los rusos de condición. A esto se limita nuestro encuentro, pero el primer paso está dado.
Popof no está en su garita en este momento; y como la puerta del furgón de equipajes está abierta, creo que nuestro jefe de tren habrá ido a hablar con el maquinista. Allí, a la izquierda del furgón, está la caja misteriosa. Son. las seis y media; tengo luz bastante todavía para satisfacer mi curiosidad.
El tren marcha por pleno desierto: es el Kara-Koum, el desierto negro, que se extiende más allá de Khiva sobre la parte del Turquestán comprendida entre la frontera de Persia y el río Amou-Daria. Las arenas del Kara-Koum son tan negras como las aguas del mar Negro, que no son negras, como no son blancas, rojas ni amarillas las de los mares Blanco, Rojo y el río Amarillo. Pero yo aprecio esas denominaciones, por mentirosas que sean. En los paisajes es preciso representarlo todo por los colores. ¿Es que la geografía no es el paisaje?
Parece que en este desierto había en otro tiempo un vasto lago central, seco después, como se secará el Caspio, y aquella evaporación se explica por la enérgica concentración de los rayos solares en las superficies entre el mar de Aral y el Pamir.
El Kara-Koum está formado por montecillos arenosos, movibles por efecto de los huracanes. Los rusos les llaman barkanes, y varían de diez a treinta metros de altura. Los fuertes vientos del Norte les empujan hacia el Sur, lo que constituye un justificado temor para la seguridad del Transcaspiano. Tropezó con esta dificultad el general Annenkof, y estaba muy apurado buscando un medio de protección, cuando la próvida naturaleza, que le presentaba un terreno tan favorable para la vía férrea, le dio también los medios para contener la movilidad de los barkanes.
Por entre aquellos arenales nacen muchos arbustos espinosos, tamarindos, cardos y haloxylonammodendron que los rusos, aunque menos científicamente, llaman saksaoul. Sus profundas y vigorosas raíces forman un fuerte suelo como el hippoohae rhamnóides, un arbusto de la familia de las eleagnidas, que se emplea para apisonar la arena en la Europa septentrional.
A las plantaciones de saksaoub han unido los ingenieros de la línea, en diversos sitios, ciertos revestimientos de tierra arcillosa, puesta en pilares y a lo largo de las partes más amenazadas de ser invadidas, una línea de empalizadas.
Mas si tales precauciones son útiles para la vía, no son suficientes para proteger a los viajeros, porque el viento azota con la arena como metralla por aquella llanura de eflorescencias blanquinosas de sal; gracias a que ahora no nos encontramos en la época de los calores, y a nadie le aconsejaría yo que viajase en el Gran Transasiático en los meses de junio, julio y agosto.
Siento mucho que el Mayor Noltitz no venga a tomar el aire del Kara-Koum en el puentecillo. Le hubiera yo ofrecido un Londres elegido, de los que llevo buena provisión, y él me hubiera dicho si las estaciones que veo en el indicador Balla-Ischen, Aidine, Pereval, Kansandjik, y Ouchak son puntos interesantes del ferrocarril, cosa que no creo. Pero no puedo permitirme molestarle en su siesta; su conversación hubiera sido para mí tanto más interesante, cuanto que dicho señor, en su calidad de médico del ejército ruso, tomó parte en la campaña de los generales Skobeleff y Annenkof.
En las estaciones que sólo saluda el tren con un silbido, el Mayor me hubiera dicho cuál de ellas fue teatro de los sucesos de la guerra. Yo, como francés, le hubiera interrogado acerca de la expedición de los rusos al Turquestán, y no dudo que mi compañero de viaje se hubiera apresurado a satisfacer mi curiosidad. Seriamente, no puedo contar más que con él… o con Popof.
Y a propósito: ¿por qué Popof no está en su garita? Él tampoco sería insensible a los encantos de un cigarro. Me parece que su coloquio con el maquinista no acaba…
Pero aquí está. Le veo entrar en el furgón de equipajes; le atraviesa… sale… vuelve a cerrar la puerta; se detiene un instante en la plataforma; una mano con un cigarro se tiende hacia él. Popof sonríe, y pronto sus bocanadas de humo se mezclan con las mías.
Creo haber dicho que nuestro conductor se halla al servicio de la Compañía hace quince años. Conoce todo el país hasta la frontera china, y ya ha recorrido toda la línea del Gran Transasiático cinco o seis veces.
Popof se hallaba ya en funciones en la primera sección del ferrocarril entre Mikhaílov y Kizil-Arvat, cuya sección se comenzó en diciembre de 1880 y se terminó en diez meses. Cinco años después llegaba la primera locomotora a Merv, el 14 de julio de 1886, y año y medio más tarde llegaba triunfalmente a Samarkanda. En el presente momento los rails del Turquestán empalman con los del Celeste Imperio, y las paralelas de hierro se extienden desde el Caspio hasta Pekín sin interrupción.
Cuando Popof terminó de darme estos informes, le pedí que me dijese algo de nuestros compañeros de viaje, de los que van con destino a China: sobre todo del Mayor Noltitz. Popof me ha dicho:
—El Mayor ha vivido mucho tiempo en el Turquestán, y ahora va a Pekín para organizar el servicio de un hospital destinado a nuestros compatriotas. No hay que decir que con la autorización del Zar.
—Que me place, le he respondido yo. Espero hacer amistad con él muy pronto.
—También él tendrá mucho gusto en ello.
—Y a esos dos chinos que han subido en Ouzoun-Ada, ¿les conoce usted?
—No, señor; no sé de ellos más que el nombre que va en el talón de equipajes.
—¿Cómo se llaman, Popof?
—El más joven, Pan-Chao; el más viejo Tio-King. Deben de haber viajado mucho por Europa. Lo que no puedo decir a usted es de dónde vienen. Yo creo que el joven Pan-Chao debe de ser algún rico hijo de familia, porque va acompañado de su médico.
—¿Qué será Tio-King?
—Sí, señor. El doctor Tio-King.
—¿Y no hablan más que chino?
—Es probable. Yo no les he oído hablar en otra lengua. En vista de lo que me dice Popof, mantengo el número 9 para el joven Pan-Chao, y el 10 para el doctor Tio-King. —El americano… continúa Popof.
—¿Fulk Ephrinell, dije yo, y la inglesa miss Horacia Bluett?… De esos ya sé lo bastante…
—¿Quiere usted que le diga lo que pienso de esa pareja, señor Bombarnac?
—Diga usted, señor Popof.
—Pues que, en cuanto lleguen a Pekín, acaso miss Bluett llegue a ser mistress Ephrinell…
—Y el cielo bendiga su unión, Popof, que realmente han nacido el uno para el otro.
Veo que, sobre este particular, Popof y yo estamos de acuerdo.
—Y los dos franceses, esos dos esposos tan amartelados, ¿quiénes son?
—¿No se lo han dicho a usted?
—No.
—No tenga usted cuidado, que ya se lo dirán. Además, si desea usted saberlo, su profesión está escrita con todas sus letras en sus equipajes. —¿Y qué son?
—Cómicos, que van a representar en China.
—¡Cómicos! Ahora me explico ciertas actitudes, ciertos gestos, la móvil fisonomía del señor Caterna. Lo que no me explico son sus locuciones de marino. ¿Y a qué género pertenecen esos artistas?
—Él es cómico, primer actor.
—¿Y la mujer?
—Primera dama.
—¿Y dónde va la lírica pareja?
—A Sanghai, donde están contratados los dos en el teatro de la colonia francesa.
Les hablaré de teatros y de asuntos de bastidores, y, como dice Popof, bien pronto trabaré relaciones con ellos. Pero no encontraré en su compañía mi protagonista novelesco.
En cuanto al desdeñoso gentleman, el conductor tan sólo sabe que en sus maletas va escrita la siguiente dirección: «Sir Francis Trevellyan, de Trevellyan-Hall, Trevellyanshire».
—Un señor que no responde cuando se le habla, dice Popof.
—¡Bien! El número 8, personaje mudo.
—Vamos con el alemán, añado.
—El barón Weissschnitzerdörfer.
—¿Yo creo que va a Pekín? —digo yo.
—Y aún más allá, quizás.
—¿Más allá?…
—Sí: va a dar la vuelta al mundo.
—¡La vuelta al mundo!
—En treinta y nueve días.
De manera que, después de mistress Bisland, que dio la famosa vuelta en setenta y tres días, y miss Nellie Bly; que la dio en setenta y dos, y del honorable Train, que la dio en setenta, ¿este alemán pretende darla en treinta y nueve? Bien es verdad que los medios de comunicación son actualmente más rápidos; la dirección más recta, y que, utilizando el Gran Transasiático que pone a Pekín a quince días de Berlín, puede el barón economizarse la mitad del recorrido, no yendo, como antes se iba, por Suez y Singapoore.
—¡No llegará nunca! —exclamé yo.
—¿Y por qué? —preguntó Popof.
—Porque siempre llega retrasado. En Tiflis, por poco pierde el tren… Y en Bakou por poco se queda en tierra. —Pero en Ouzoun-Ada no se retrasó.
—No importa, Popof. Mucho me sorprenderá si mi alemán gana a los americanos y a las americanas en esa apuesta de globe-trotters.