V

Inicialmente, los viajeros desembarcaban en Mikhaïlov, puertecito que formaba el origen de la línea del Transcaspiano; pero apenas tiene suficiente fondo para buques de mediano calado, razón por la cual el general Annenkof concibió el proyecto de crear el nuevo ferrocarril, lo que tambien le hizo fundar Ouzoun-Ada, abreviando notablemente la dureza de la travesía del Caspio. De los puntos de mi pluma ha de salir más de una vez el nombre de este ingeniero eminente. La inauguración de dicta estación, construida en tres meses, se efectuó el 8 de mayo de 1886.

Felizmente, he leído la memoria del ingeniero Boulangier, referente a prodigiosa obra del general Annenkof; de manera que ya en este trayecto del ferrocarril entre Ouzoun-Ada y Samarkanda no iré sin saber nada de sus circunstancias. Además, cuento con el mayor Noltitz, que esta al corriente de estos trabajos. Tengo el presentimiento de que vamos a ser buenos amigos, y, a despecho del proverbio que dice «al amigo y al caballo no cansallo», me prometo cansar a mi compañero de viaje en provecho de mis lectores.

Se habla con frecuencia de la rapidez desplegada por los americanos en la construcción de la vía férrea por las llanuras de Far-West; pero es de justicia que se sepa que los rusos no son menos diligentes en este punto, si es que no lo son más en celeridad y atrevimientos industriales.

Nadie ignora lo que fue la aventurada campaña del general Skobeleff contra los turcomanos, campaña cuyo éxito definitivo aseguró la creación del ferrocarril transcaspiano. Desde entonces el estado político de Asia Central ha sufrido profundas modificaciones, y el Turquestán no es mas que una provincia de la Rusia asiática, cuyas fronteras confinan con las del Celeste Imperio; y aun el mismo Turquestán chino experimenta los efectos de la influencia rusa, cuya marcha civilizadora no han podido contener las vertiginosas alturas del Pamir.

Voy, pues, a lanzarme por ese país que Tamerlán y Gengis-Khan asolaron en otro tiempo; esas fabulosas comarcas de las cuales los rusos poseen desde 1886 seiscientos quince mil kilómetros cuadrados y un millón trescientos mil habitantes. La parte meridional de dicha región forma hoy la Transcaspiana, dividida en seis distritos: Fort-Alejandrovski, Krasnovodsk, Askhabad, Karibent, Merv y Pendeh, gobernados por coroneles y tenientes coroneles rusos.

Compréndese fácilmente que una hora baste para visitar Ouzoun-Ada, cuyo nombre significa isla larga. Es casi una ciudad, pero una ciudad moderna, con calles tiradas a cordel sobre un ancho tapiz de amarillenta arena. Algunos monumentos, algunos recuerdos… Pontones de madera y casas de madera también, aunque ya empiezan a construirse de piedra. Se puede prever lo que será dentro de cincuenta años aquella primera estación del Transcaspiano: una gran ciudad, después de haber sido una gran estación.

No creáis que faltan hoteles; entre otros, está el hotel del Zar, con buena mesa, buenas habitaciones y buenas camas, aunque la cuestión de la cama no tiene que preocuparme, puesto que el tren parte el mismo día a las cuatro de la tarde. Desde luego me apresuro a telegrafiar a El Siglo XX, por el cable del Caspio, dando parte de mi llegada a Ouzoun-Ada. Hecho esto, ocupémonos de mi contabilidad de corresponsal. Nada más fácil: se reduce a abrir una cuenta de informaciones con los que debo estar en relaciones durante el viaje. Es mi sistema, y no me ha ido mal con él; y en espera de los desconocidos, inscribo a los conocidos en mi cartera, con su número de orden:

Núm. 1. Fulk Ephrinell, americano.

Núm. 2. Miss Horacia Bluett, inglesa.

Núm. 3. Mayor Noltitz, ruso.

Núm. 4. Señor Caterna, francés.

Núm. 5. Señora Caterna, francesa.

Núm. 6. Barón Weissschnitzerdörfer, alemán.

Aquí no figuran aún con su número respectivo los dos chinos, hasta que no haya conseguido fijar sus cualidades. Respecto al individuo encerrado en el cajón, abrigo el firme propósito de ponerme en comunicación con él, sea como sea, y de prestarle mi auxilio, a ser posible, sin descubrir su secreto.

Ya está el tren formado en la estación. Se compone de vagones de primera y segunda clase, de un vagón restaurante y de dos furgones de equipajes. Los vagones están pintados de color claro, como prevención contra el calor y el frío, pues es sabido que en Asia Central la temperatura oscila entre 50 grados centígrados sobre cero y 20 bajo cero, o sea, una diferencia de 70 grados, y es muy prudente atenuar sus efectos.

Los coches se hallan unidos por una especie de pasarela, según el sistema americano, y el viajero, en vez de estar encerrado en un departamento, puede circular por toda la longitud del tren. Entre los asientos almohadillados existe un balconcillo que pone en comunicación las dos plataformas de cada vagón, sobre las que se tienden las referidas pasarelas. Dicha facilidad de comunicación, aprovechada principalmente por los empleados de la Compañía, es, sin duda, una garantía de seguridad.

Nuestro tren comprende una locomotora montada sobre cuatro ruedecillas, lo que le permite seguir las curvas más pronunciadas; un ténder con depósito de agua y combustible, un furgón de cabeza, tres vagones de primera con veinticuatro asientos cada uno, un vagón restaurante con dependencia y cocina, cuatro vagones de segunda, y un furgón de cola. Los vagones de primera clase están provistos de gabinetes-tocadores, dispuestos en la parte posterior; y sus asientos, por un sencillo mecanismo, pueden transformarse en camas, cosa indispensable para largos trayectos. Los viajeros de segunda clase confieso que no están tan humanamente tratados, y tienen que llevar sus provisiones, a menos que prefieran avituallarse en las estaciones. Hay que tener en cuenta además que son pocos los que hacen el trayecto completo entre el Caspio y las provincias orientales de China (unos seis mil kilómetros); la mayor parte van a los principales pueblos del Turquestán ruso, unidos a la frontera del Celeste Imperio desde hace algunos años por el ferrocarril Transcaspiano, en un trayecto de dos mil doscientos kilómetros.

La inauguración de la línea del Gran Transasiático sólo se remonta a mes y medio, y la Compañía sólo ha puesto en circulación dos trenes semanales. Hasta hoy todo marcha perfectamente; pero, en honor a la verdad, debo añadir el importante detalle de que los empleados van provistos de cierto número de revólveres que, en caso de necesidad, pueden prestar a los viajeros; prudente precaución, sobre todo en lo que concierne a la travesía de los desiertos de China, donde si se produjera alguna agresión, sería preciso estar en situación de poder rechazarla.

Imagino, además, que la Compañía ha debido de tomar todas las precauciones posibles para garantizar la seguridad de los trenes; pero son celestes los que administran la sección china, y ¿quién sabe qué clase de gente será? ¿No es de temer que tiendan más a asegurar sus dividendos que a los viajeros?

Esperando a que el tren parta, me paseo por el andén examinando aquél, y mirando por las ventanas de los vagones que no tienen puertas laterales, y sucesivamente las dichas plataformas. Todo es nuevo; el cobre y el acero de la locomotora relucen; los coches centellean; sus ballestas son fuertes; sus ruedas descansan a plomo sobre los raíles: he aquí el material va a atravesar un continente entero. Este ferrocarril no tiene rival ni aun en América; la línea del Canadá, de cinco mil kilómetros, la Unión y Central, cinco mil doscientos setenta, la de Santa Fe, cuatro mil ochocientas setenta y cinco; la Atlántico-Pacífico, cinco mil seiscientos treinta, y la Norte Pacífico, seis mil doscientos cincuenta. El único ferrocarril que tendra mayor extensión, una vez acabado, será el Gran Transiberiano, que, desde el Ural hasta Vladivostok contará seis mil quinientos kilómetros.

Entre Tiflis y Pekín, nuestro viaje no debe durar más que trece días, y once solamente desde Ouzoun-Ada; el tren sólo se detendrá en las estacionas secundarias para tomar agua y carbón; en Merv, Bujara, Samarkanda, Tasnkent, Kachgar, Kokhan, Su-Tcheu, Lan-Tcheou y Tai-Youan, pasará varias horas, lo que me permitirá ver esas ciudades a modo de corresponsal.

Se comprende que ni el mismo maquinista, ni los propios fogoneros haran este servicio de once días. De seis en seis horas son relevados. A los rusos que han de trabajar hasta la frontera del Turquestán, los relevaran los chinos en sus locomotoras.

Sólo hay un empleado de la Compañía que no debe dejar su puesto. Es Popof. que es el conductor del tren, un tipo de auténtico ruso; de aire militar de larga hopalanda y gorro ruso, muy peludo y barbudo. Me propongo hablar con este hombre a poco locuaz que sea, y si no me desprecia un vaso de vodka, me hablará largo y tendido acerca de este país. Hace diez años que se halla al servicio del Transcaspiano, entre Ouzoun-Ada y Pamir, y desde hace un mes efectúa todo el recorrido hasta Pekín. A este individuo le inscribí en mi cartera con el número 7. ¡Haga Dios que me proporcione los informes que necesito! No pido accidentes de viaje, no: sólo pequeños incidentes, dignos de El Siglo XX.

Entre los viajeros que se pasean por el andén, se ven muchos judíos, a quienes se conoce más por su tipo que por sus ropas. En otro tiempo, en Asia Central no tenían derecho a llevar más que el toppé, especie de gorro redondo y un cordel a la cintura, sin adorno alguno de seda, so pena de muerte; y aun se dice que no podían entrar en ciertas ciudades más que a lomos de asnos, y en otras a pie. En la actualidad llevan el turbante oriental.

¿Quién pretendería impedírselo, puesto que son súbditos del Zar blanco, ciudadanos rusos que disfrutan derechos civiles y políticos iguales a los de sus compatriotas los turcomanos?

Aquí y allá circulan también tadjiks, de origen persa, los hombres más agraciados que se pueda imaginar. Unos están tomando sus billetes para Merv o Bujara, otros para Samarkanda, Tashkent y Kokhan, y no pasarán de la frontera ruso-china. Son en su mayor parte viajeros de segunda clase. Entre los de primera se observan muchos uzbekos, tipos muy comunes, de frente deprimida, pómulos salientes y tez amarillenta, que en otro tiempo fueron los señores del país, y de cuyas familias salían los emires y los khanes de Asia Central.

Pero ¿no se encuentra ningún europeo en esta tierra del Gran Transasiático? Confesémoslo: cuento cinco o seis apenas; algunos comerciantes de la Rusia meridional y uno de esos inevitables gentlemen del Reino Unido, huéspedes habituales de los ferrocarriles y barcos. Aunque a los ingleses les es difícil obtener el pasaporte de la administración rusa para tomar el ferrocarril Transcaspiano, éste de que hablo ha podido obtenerlo.

Este personaje me parece digno de atención. Es alto, delgado, de cabellera entrecana como sus patillas rizadas, que indican que cuenta ya cincuenta años; la característica de su fisonomía es el ceño, o, por mejor decir, el desdén, compuesto a dosis iguales de amor a lo inglés y de desprecio para lo que no lo es. Este tipo es quizá insoportable para sus mismos compatriotas cuando el propio Dickens, Thackeray y otros le han flagelado con frecuencia. Erguido y pagado de sí mismo, ¡qué olímpica mirada arroja sobre la estación, el tren, los empleados y el vagón en el que ha señalado su puesto con su saco de viaje! ¿Es que este gentleman viene a demostrar aquí la envidia tradicional de Inglaterra ante las grandes obras debidas al genio ruso? Ya lo sabré, y entretanto démosle el número 8 en mi cartera.

En suma, poco o nada de individualidades importantes. Es lastimoso: si el emperador de Rusia, por un lado, y el Hijo del Cielo, por el otro, subieran en el tren, para encontrarse diplomáticamente en la frontera de ambos Imperios, ¡qué de fiestas, qué de agasajos, qué descripciones, cuánto original para cartas y telegramas!

Recuerdo ahora la caja misteriosa: ¿no tiene derecho a este calificativo? Sí, seguramente… Se trata de buscar el lugar en que se encuentra, y de calcular el medio para acercarme a ella.

El furgón de cabeza está ya lleno con los paquetes de Fulk Ephrinell; se abre como los vagones, y está igualmente provisto de una plataforma y de una pasarela. Un corredor interior permite al jefe del tren atravesarlo para llegar al ténder y a la locomotora en caso de necesidad. La garita de Popof está colocada sobre la plataforma del primer vagón, en el angulo izquierdo. Llegada la noche, me será fácil visitar el furgón, pues solamente se cierra por las puertas de los extremos del corredor que pasa entre los bultos; además, ese furgón está reservado para los equipajes facturados hasta China. Los otros equipajes ocupan el furgón de cola.

Cuando llego, la famosa caja está aún en el andén. Mirándola de cerca observo que los respiraderos están abiertos en cada cara, y que la pared está dividida en dos partes, de las cuales una puede deslizarse sobre la otra, por lo que pienso que el prisionero ha querido tener el medio de dejar su prisión, por la noche al menos.

En este momento los factores levantan la caja, y tengo la satisfacción de ver que observan las recomendaciones escritas sobre sus tapas. Es depositada, no sin grandes precauciones, a la entrada del furgón, a la izquierda, bien retirada y bien sujeta. El alto arriba, el bajo abajo.

La pared anterior queda libre como la puerta de un armario; ¿y acaso no será un armario… que me propongo abrir?

Basta saber si el empleado destinado a los equipajes va en el mismo furón… No… Veo que su puesto está en el furgón de cola.

—Ya está en su sitio ese frágil —dice uno de los empleados cuando se asegura de que la caja está puesta de modo conveniente.

—No hay cuidado de que se mueva —responde otro—. Los espejos llegaran en buen estado a Pekín, a menos que el tren descarrile.

—O que atrape algún taponazo… Y eso no sería la primera vez —le dice el otro.

—Y tienen razón: esto se ha visto… y se verá aún.

El americano viene a unírseme, y dirige una última mirada a su almacén de incisivos molares y caninos, no sin haber lanzado su inevitable Wait a bit!.

—Ya sabe usted, señor Bombarnac —añade—, que hay que ir a comer al Hotel del Zar, ya es hora: ¿me acompaña usted?

—Vamos allá.

Y noos dirigimos al comedor.

Allí están todos mis números. El 1, Fulk, no hay que decir que se acota junto al número 2. Los esposos franceses, 4 y 5, están también juntos. El número 3 se pone frente al 9 y al 10, que son los dos chinos, a los que acabo de conceder número en mi cartera. En cuanto al gran 6, alemán, ya está con la nariz metida en el plato y engulléndose la sopa. Veo también que el jefe del tren, Popof (número 7), tiene su sitio reservado en el extremo de la mesa. Los demás comensales, europeos y asiáticos, se han instalado con evidentes intenciones de hacer honor a la comida.

¡Ah! Se me olvidaba el 8, el gentleman cuyo nombre ignoro, y que parece resuelto a encontrar la cocina rusa inferior la inglesa.

Observo también el exquisito cuidado que el señor Caterna muestra hacia su mujer, invitándola a ganar el tiempo que el mareo le ha hecho perder a bordo del Astara. Le sirve de beber, le elige los mejores trozos, etc.

—¡Qué suerte que no nos coja a sotavento del teutón, porque entonces nos quedaríamos sin probar bocado!

En efecto: el señor Caterna está a barlovento, es decir, que los platos le son presentados a él antes que al barón Weissschnitzerdörfer, el cual no se incomoda, para despacharlos con poca aprensión. Aquella reflexión, enunciada con tecnicismo de la gente de mar, me hace sonreír, y el señor Caterna, que lo advierte, me guiña un ojo y alza un poco el hombro como indicándome al barón.

Ya no tengo duda; esos franceses no son personas distinguidas, pero son buenas gentes, respondo que sí; cuando se viaja por estas alturas con compatriotas, no hay que ser exigente.

La comida ha terminado diez minutos antes de la hora de partir. Suena la campana… Todos se dirigen hacia el tren. La locomotora resopla.

Mentalmente, elevo una última súplica al Dios de los corresponsales, rogándole no me prive de aventuras. Después de haber notado que todos mis números van en los vagones de primera clase, lo que me permitirá no perderles de vista, ocupo mi puesto.

El barón Weissschnitzerdörfer… ¡oh, nombre interminable!, no se ha retrasado esta vez… Pero el tren se ha retrasado cinco minutos de la hora marcada… Y allí hay que ver al alemán quejarse, maldecir y lanzar sus interjecciones, amenazando con exigir daños y perjuicios a la Compañía… ¡Diez mil rublos! Nada más, si por ella cae él en falta… Pero ¿cómo es posible, si va hasta Pekín? Por fin, los últimos silbidos desgarran el aire, chocan los vagones, y un ¡hurra! formidable saluda al Transasiático, que parte a todo vapor.