IV

Suelo desconfiar de las impresiones de viaje. Estas impresiones son subjetivas (empleo esta palabra porque está de moda, aunque nunca he sabido lo que significa). Un hombre alegre, verá alegremente las cosas; un hombre triste las verá tristemente.

Si a Demócrito se le hubiesen antojado encantadoras las márgenes del Jordán y las playas del Mar Muerto, Heráclito, en cambio, hubiera encontrado feos los panoramas de la bahía de Nápoles y de las playas del Bósforo. Soy feliz por naturaleza (perdóneseme el que hable de mí mismo). Es raro que la personalidad del autor no aparezca en lo que escribe; y si no, veanse Hugo, Dumas, Lamartine y tantos otros. Shakespeare es una excepción —pero yo no soy Shakespeare, como tampoco Lamartine, Domas o Hugo—.

Sin embargo, por enemigo que yo sea de las doctrinas de Schopenhauer y de Leopardi, he de confesar que las orillas del Caspio me han parecido monótonas y tristísimas. En aquel litoral no hay vegetación ni aves; no parece que se está en el mar. Y si bien el Caspio no es otra cosa que un lago a veintisiete metros bajo el nivel del Mediterráneo, no dejan de agitarlo violentas tempestades. Allí, como dicen los marinos, un barco no tiene escape. ¡Y que es un centenar de leguas de ancho! Pronto se está en la costa hacia el oeste o hacia el este, y ni en la parte de Asia ni en la parte de Europa hay gran número de puertos de refugio.

A bordo del Astara vamos unos cien pasajeros; no pocos de ellos oriundos del Cáucaso, que comercian con el Turquestán, y que sólo nos acompañarán hasta las provincias orientales del Celeste Imperio.

Ya hace algunos años que el ferrocarril transcaspiano corre entre Ouaoun-Ada y la frontera china, y sólo entre dicho puerto y Samarkanda hay más de sesenta y tres estaciones. En este trayecto deben de dejar el tren la mayor parte de los viajeros. Nada me importan éstos, y no me ocuparé en estudiar sus personas. Suponed que uno de éstos sea interesante: ¿a qué molestarme en estudiarle hasta el fondo, si a lo mejor me deja?

No: reservo toda mi atención para los que hagan el viaje completo. Ya tengo a Fulk Ephrinell, y quizás a la encantadora inglesa, que me parece que va a Pekín. Y encontraré más compañeros de viaje en Ouzoun-Ada. En lo que concierne a la pareja francesa, aún no puedo decir nada; pero antes de acabar la travesía ya procuraré saber algo respecto de ella. También tengo a los dos chinos, que van a su país, evidentemente… Si yo conociese sólo cien palabras del Kouan-hoa, que es la lengua que se habla en el Celeste Imperio, quizá pudiese sacar algún partido de las curiosas caras de abanico de estos chinos. Pero lo que me hacía falta era un personaje algo legendario, algún héroe misterioso que viajase de incógnito, gran señor o bandido… En fin, no olvidemos nuestro doble papel de corresponsal para los hechos, e interviewer para las gentes… a tanto la línea, teniendo cuidado en la elección; de una buena elección depende una buena suerte.

Bajo por la escalera a popa: allí no hay sitio; los camarotes están ya ocupados por los pasajeros y las pasajeras, temiendo al mareo y al vaivén. Acostados desde su entrada a bordo, no se levantarán hasta que el barco atraque en los muelles de Ouzoun-Ada. A falta de camarotes, otros viajeros se han instalado en los divanes; rodeados de bultos y paquetes, difícilmente pueden moverse. ¡Vayan ustedes a buscar un tipo novelesco entre estos durmientes amenazados de mareo! Por mi parte, tengo la intención de pasar la noche en cubierta, y subo por la chupeta; allí está el americano acabando de ordenar su caja rota.

—¿Querrá usted creer —exclama—, que el tío borracho aquel ha tenido el valor de pedirme propina?

—¿Se le ha perdido a usted algo, señor Ephrinell?

—No, felizmente.

—Y dígame usted: ¿cuántos dientes lleva usted a China en esas cajas?

—Un millón ochocientos mil, sin contar las muelas del juicio.

Y Fulk Ephrinell se ríe de aquella broma, que ha debido de repetir muchas veces. Le dejo, y me voy por el puentecillo. El aspecto del cielo es hermoso; corre un norte fresco. A lo largo se ven bandas verdosas en la superficie del mar. Puede que la noche sea más dura de lo que se suponía. A proa se ven numerosos pasajeros, turcomanos andrajosos, kirghizes, mujiks sin duda emigrantes, pobre gente, en fin, echada sobre la obra muerta. Casi todos fuman, o comen las provisiones que han llevado para la travesía. Otros buscan en el sueño un descanso a sus fatigas; quizás la manera de engañar el hambre.

Me dan ideas de irme a pasear por entre aquellos grupos… Parezco un cazador que mueve los matorrales para levantar pieza. Allí, entre los montones de paquetes, semejo un carabinero en funciones.

Una caja muy grande, de madera blanca y recubierta de lona, atrae mi atención. Tendrá una altura de un metro ochenta, por otro de anchura y profundidad. La han colocado allí con el cuidado que exigen estas palabras escritas en ruso en sus tapas:

«Espejo. Frágil. Cuidado con la humedad»; y las indicaciones: «Alto-bajo,» que han sido observadas. Después, la dirección de este modo: Señorita Zinca Klork, Avenida Cha-Coua, Pekín, Provincia de Petchili, China.

Esta Zinca Klork, como su nombre indica, debe de ser una rumana que aproveche el tren directo del Gran Transasiático para que le envíen espejos. Y yo me pregunto: ¿es que en los almacenes del Imperio del Medio falta este artículo? Entonces, ¿cómo hacen las bellas hijas del Celeste Imperio para admirar sus rasgados ojos y el edificio de su cabellera?

La campana da el toque para la comida de las seis de la tarde. El dining-room está en proa. Bajo, y encuentro la mesa ya dispuesta con unos cuarenta comensales.

Fulk Ephrinell se ha instalado hacia el centro del salón. Me hace señas para que me siente a su lado en un sitio libre, y yo me apresuro a ello.

No sé si será casualidad; pero la viajera inglesa está sentada a la izquierda de Fulk Ephrinell, que habla con ella, y que cree deber presentármela.

—Miss Horacia Bluett —me dice.

Enfrente veo a la pareja francesa, muy ocupados ambos leyendo el menú. Al otro extremo de la mesa, y en la parte por donde vienen los platos (lo que le permite servirse el primero), está el viajero alemán. Hombre robusto, de cara llena, pelo rubio, barba rojiza, manos hinchadas, nariz larga que recuerda la trompa del elefante. Tiene ese aire sui generis de los oficiales de la landsturm, y le amenaza una obesidad precoz. Yo le digo a Fulk Ephrinell:

—Esta vez no se ha retrasado.

A lo que el americano me responde:

—En el imperio alemán no se falta nunca a la hora de comer.

—¿Sabe usted cómo se llama ese alemán?

—Sí; es el barón Weissschnitzerdörfer.

—¿Y va con ese nombre hasta Pekín?

—Hasta Pekín. Como el mayor ruso que se ha sentado junto al capitán del barco.

Miro al personaje en cuestión. Tipo marcado moscovita, de unos cincuenta años, canoso, fisonomía agradable. Pienso: «Yo sé ruso; él sabrá francés. Quizá sea ese el compañero de viaje que busco».

—¿Y dice usted que es un mayor?

—Sí. Médico del ejército ruso. Se llama Noltitz.

Decididamente el americano, aunque no es corresponsal de prensa, esta mejor informado que yo. Todos comen con gran comodidad, pues el balanceo es poco sensible. Fulk Ephrinell está muy embebido en la conversación con miss Horacia. Comprendo que hay alguna aproximación entre ambos temperamentos anglosajones. En efecto: si Fulk es corredor en dientes, la otra es corredora en pelo. Miss Horacia Bluett representa una importante casa de Londres, la casa Holmes-Holme, a la quee expide el Celeste Imperio dos millones de cabelleras femeninas anualmente. Dicha señora va a Pekín a fundar un despacho por cuenta de a casa Holmes-Holme, almacén general de los productos recogidos de las cabezas de las súbditas… y sin duda también de los súbditos del Hijo del Cielo. Este negocio se presenta en condiciones tanto más favorables, cuanto que la sociedad secreta del «Loto azul» tiende a la supresión de la coleta, emblema de los chinos y de los tártaros manchúes. Y a mi se me ocurre lo siguiente. «Vamos, es un cambio muy equitativo: China envía su pelo a Inglaterra, América le envía los dientes; ventajas del librecambio». Hace un cuarto de hora que estamos a la mesa. No ha sobrevenido accidente alguno. El viajero barbilampiño y su rubia compañera parecen escuchar cuando hablamos en francés; muestran evidente satisfacción y visibles deseos de mezclarse en nuestra conversación. De suerte que no me he engañado, son compatriotas; pero ¿qué gente será?

El balanceo aumenta; se mueven los platos en los huecos de la mesa, los cubiertos entrechocan, las copas vierten parte de su contenido, las lamparas colgantes oscilan, buscando la vertical; o, por mejor decir, es la mesa, nuestros sitios, los que obedecen a los caprichos del vaivén; efecto curioso de observar cuando se tiene el corazón bastante marino para no sufrir.

—Parece que el buen Caspio empieza a sacudirse las pulgas —me dice el americano.

—¿Se marea usted? —le pregunto.

—Yo… —me dice—, no más que un delfín —y dirigiéndose a su vecina, añade:

—¿Y usted, miss?

—Nunca, responde ella.

Enfrente de nosotros la pareja cambia algunas palabras en francés.

—¿Te pones mala?

—No, Adolfo; todavía no; pero si esto continúa, me parece…

—Bueno, Carolina; será preciso subir al puente. El viento ha saltado al este, y el Astara no tardará en meter el pico entre sus plumas.

Esta manera de expresarse indica que el señor Caterna, que así se llama, es marino, o ha debido de serlo.

Ahora se comprende el movimiento que hace con las caderas cuando anda.

Aumenta más el balanceo, y la mayor parte de los comensales no pueden soportarlo. Pasajeros y pasajeras, en número de unos treinta, se han levantado de la mesa para ir sobre cubierta a respirar el aire libre. Eso les pondrá bien.

Quedamos en el comedor unas diez personas, contando al capitán, con el cual habla tranquilamente el mayor Noltitz. Fulk Ephrinell y miss Bluett parecen hallarse muy habituados a los accidentes de la navegación. El barón alemán come y bebe como si estuviera sentado en una cervecería de Munich o de Frankfurt; con el cuchillo en la mano derecha y el tenedor en la izquierda, cortando pedacitos de carne bien llena de sal y de pimienta, y remojada en salsa, que va introduciendo entre sus labios peludos con el extremo de su cuchillo… ¡Puf! ¡Qué ordinario! De todas maneras, él engulle y no pierde un bocado de la comida, a pesar de todas las sacudidas del barco.

Un poco más lejos se hallan los dos hijos del Celeste Imperio. Los observo con gran curiosidad: el uno es joven, de aire distinguido, de unos veinticinco años, de fisonomía agraciada, no obstante su cara amarillenta y sus rasgados ojos. Sin duda debe a su permanencia durante algunos años en Europa, haber tomado de ella sus maneras y hasta su traje. Su bigote es sedoso, espiritual su mirada; su peinado, más francés que chino. Me parece hombre de carácter jovial, y, empleando una metáfora de su país, sospecho que no debe de subir con frecuencia a la Torre de los Pesares. Por el contrario, su compañero tiene aspecto burlón, y parece enteramente un muñeco de porcelana, de cabeza movible; de cincuenta a cincuenta y cinco años, de aspecto canijo, lo alto del occipucio medio rasurado; por la espalda le cuelga la trenza. El traje tradicional con su falda, su túnica, su cinturón, su pantalón bombacho, sus babuchas multicolores. Este hombre pertenece a la clase verde china. No puede resistir el mareo, y después de una sacudida violenta de la embarcación, se levanta y desaparece por la escalera. El joven chino grita, tendiéndole un librito que ha dejado sobre la mesa:

—¡Cornaro!… ¡Cornaro!

¿Qué significa esta palabra italiana en boca de un oriental? ¿Acaso este chino habla la lengua de Boccaccio? El Siglo XX tiene derecho a saberlo, y lo sabrá.

La señora Caterna se levanta muy pálida y va en dirección a cubierta, seguida por su esposo. Acabada la comida, dejo en conversación a Fulk Ephrinell y miss Bluett, que hablan de corretajes y precios, y me voy a pasear por la popa del Astara. Es noche casi cerrada. Algunas nubes corren rápidamente, barridas por el viento del este, y allá, en las altas zonas del cielo y a través de los jirones, apuntan algunas estrellas. La brisa refresca. El farol del trinquete se balancea; su luz tiembla, y los dos fanales, obedeciendo al movimiento, proyectan sobre las olas sus alargadas luces verdes y rojas.

Pronto se reúne conmigo Fulk Ephrinell. Como Horacia se ha ido a su camarote, él va en busca de un sitio en el diván, al salón de popa. Nos damos las buenas noches y nos separamos. Yo, por mi parte, envuelto en mi manta, me acurrucaré en cualquier rincón del puente y dormiré como un marinero franco de servicio.

Son las ocho. Enciendo un cigarro, y con las piernas muy separadas para asegurar el centro de gravedad contra el balanceo, me paseo. En la cubierta no hay pasajeros de primera; así es que casi me encuentro solo. Sobre la cubierta pasea el segundo de a bordo, vigilando al timonel, que se halla junto a él, en el gobernalle.

Las paletas de las ruedas baten el agua con violencia, produciendo ruido de truenos. Un humo espeso sale del tubo de la chimenea, entre penachos de chispas. A las nueve la oscuridad es total. Trato de indagar con la mirada para ver si a lo largo se divisa la luz de algún barco. Nada… El Caspio es poco frecuentado. Sólo se oyen gritos de aves marinas, gaviotas y otras que se abandonan a los caprichos del viento. Así las cosas, y mientras estoy paseando, me asalta una idea. ¿Terminaré mi viaje sin poder sacar cosa de provecho para el periódico? La dirección me exigiría responsabilidad, y con razón. ¿Qué? ¿No va a pasar nada de Tiflis a Pekín? Evidentemente, será culpa mía. Estoy decidido a todo para evitar semejante fracaso.

Cuando voy a sentarme en uno de los bancos de popa del Astara son las diez y media. Pero con la fuerte brisa que se levanta, no es posible permanecer allí… Me voy, pues, a proa, cogiéndome a la borda; bajo el puente, entre los tambores, el viento me sacude con tal violencia, que tengo que buscar refugio a lo largo de la muralla de fardos recubiertos de lona. Allí busco un lugar a propósito; me abrigo bien con mi manta, y apoyando la cabeza en la embreada lona, no tardo en dormirme. Pasado cierto tiempo, que no puedo precisar, me despierta un ruido extraño. ¿Qué es eso? Escucho con atención. Parece un rugido a mi lado.

—Algún pasajero de proa… —preciso—. Se habrá metido entre las cajas, bajo la lona, y duerme como un bendito en su camarote improvisado.

A la luz que se filtra por la parte inferior del farol de bitácora, no veo nada… Escucho de nuevo… El ruido ha cesado… Miro otra vez… Nadie hay en aquella parte del puente; los pasajeros de segunda se han acostado en la proa… Vamos, habré soñado… Vuelvo a echarme…

¡Caramba!… Ahora no hay error posible. De nuevo el gruñido… Y seguramente sale de la caja en que apoyo la cabeza… ¡Vive Dios!, me digo; ahí dentro hay un animal.

¡Un animal! ¿Un perro? ¿Un gato? No. ¿Para qué iban a meter un animal doméstico en esa caja? ¿Entonces será una fiera? ¿Una pantera? ¿Un tigre? ¿Un león? Me lanzo sobre esta pista. ¿Acaso son fieras para alguna colección o para algún sultán del Asia Central?… ¿De forma que aquello es una jaula?… ¿Y si se abre, y la fiera se precipita sobre cubierta?… ¡Qué peripecia! Ya tengo original para el periódico. Y ved adonde puede llegar la excitación cerebral de un corresponsal en ejercicio… Es preciso, cueste lo que cueste, que yo sepa a quién se envía esa fiera… Si va destinada a Ouzoun-Ada o a China misma. La dirección debe estar escrita en el cajón. Saco una cerilla larga, la froto, y como el viento me da de espaldas, la llama se mantiene recta… ¿Qué es lo que veo? Pues… nada; que el cajón que contiene la fiera, es precisamente el mismo en que dice: «Señorita Zmca Klork, Avenida Cha-Coua, Pekín-China».

¡La fiera frágil! ¡Cuidadito con la humedad para el león! ¿Con qué propósito la señorita Zinca Klork (y que debe de ser bonita, porque es rumana, sin duda es rumana); con qué objeto se la expide una fiera metida en una caja y con aquella dirección?… Razonemos, en vez de divagar. Es evidente que el animal que hay ahí tiene que comer y beber… Ahora bien: desde Ouzoun-Ada hasta la capital de China se emplean once días en atravesar Asia. ¿Quién le va a dar de comer y de beber, si no debe salir de la jaula? Los empleados del Gran Transasiático sólo tendrán para dicha fiera las atenciones delicadas que el transporte de un espejo exige, puesto que así va declarado, y morirá de inanición. Todas estas cosas se agitan en mi espíritu, y mis ideas se embrollan. «¿Esto es un sueño o estoy despierto?», como dice la Margarita del Fausto en una frase más lírica que lógica. Resistir el sueño me es imposible. Cada párpado me pesa dos kilos. Me dejo caer sobre la lona, me envuelvo bien en la manta, y me duermo profundamente.

¿Cuánto tiempo he dormido? Quizá tres o cuatro horas: lo que sé es que aún no era de día cuando me desperté. Después de frotarme los ojos, me levanto y voy a apoyarme sobre la obra muerta. El Astara es menos sacudido; el viento ha saltado al nordeste. La noche es fría; procuro entrar en calor dando grandes paseos por espacio de media hora. Ya no pensaba en la fiera, cuando de repente viene el recuerdo. ¿No sería conveniente llamar la atención del jefe de estación en Ouzoun-Ada, sobre ese peligroso cajón? ¡Bah! Después de todo, eso no es cuenta mía; ya veremos lo que pasa… Consulto mi reloj… No son más que las tres… Otra vez a mi puesto. Y apoyando la cabeza contra el cajón, cierro los ojos… Otra vez el ruido… No hay duda… Un estornudo medio ahogado ha hecho temblar las tablas del cajón… Así no estornuda ningún animal… ¿Pero es posible?… ¿Un ser humano oculto en aquella caja? ¿Y se hace transportar de contrabando con destino a la linda rumana? ¿Será un hombre, o una mujer?… El ruido del estornudo me ha parecido de hombre…

Ya no puedo dormir. ¡Ah! ¡Cuánto tarda en amanecer! ¡Cuánto tarda el que yo pueda examinar ese bulto! ¿No quería yo incidentes? Pues ya hay uno… Y si no saco quinientas líneas…

Empieza a despuntar el alba. Las nubes del cénit reciben su primera coloración… El sol parece mojado por el beso de las olas… Yo miro… Sí: aquél es el cajón con destino a Pekín… Observo ciertos agujeros acá y allá, sin duda respiraderos. Quizá por estos dos ojos espían lo que pasa fuera… No hay que ser indiscreto.

A la hora del almuerzo se sientan a la mesa aquellos que han podido librarse del mareo, y que son el joven chino, el mayor Noltitz, Fulk Ephrinell, miss Horacia Bluett, el señor Caterna, el barón Weissschnitzerdörfer, y siete u ocho pasajeros más. Me guardo muy bien de decirle al americano el secreto del cajón; a la menor indiscreción, ¡adiós a mi artículo!…

A medio día se señala tierra al este. Una tierra plana y amarillenta, sin rocas, ligeramente ondulada y en la que se dibuja en las cercanías de Krasnovodsk.

A la una estamos a la vista de Ouzoun-Ada, y a la una veintisiete mis pies pisan tierra asiática.