III

El barco no debía salir hasta las tres de la tarde. Los compañeros de viaje que se disponían a atravesar el Caspio se apresuraron a correr hacia el puerto. Se trataba, en efecto, de lograr un camarote y de procurarse sitio en los salones del paquebote.

Fulk Ephrinell me ha dejado precipitadamente, diciéndome:

—No puedo perder un instante. Tengo que ocuparme del transporte de mi equipaje.

—¿Tiene usted mucho?

—Cuarenta y dos cajas.

—¡Cuarenta y dos cajas! —exclamo.

—Lo que siento es no tener el doble. Con permiso de usted…

No hubiera mostrado más apresuramiento si hubiese tenido que hacer una travesía de ocho días, en lugar de veinticuatro horas, atravesando el Atlántico, en vez del Caspio.

Podéis creerme si os digo que el yanqui no pensó un instante en ofrecer su mano a nuestra compañera para ayudarla a bajar del vagón. Yo lo hago… La viajera se apoya en mi brazo y salta… No: pone lentamente el pie en tierra. Por toda recompensa, recibo un thank you, sir, pronunciado con voz seca, y de marcado acento británico.

No sé dónde ha dicho Thackeray que una dama inglesa bien educada es la más completa de las obras de Dios en la tierra. No deseo más que comprobar dicha galante afirmación en mi compañera. Se ha levantado el velo… ¿Es joven o vieja? Con estas inglesas no se sabe nunca. Parece tener veinticinco años: el color de las hijas de Albión, desgarbada; falda pomposa como una marea equinoccial; aunque por sus azules ojos parece miope, no usa gafas. La saludo inclinándome, y ella me honra con un movimiento de cabeza que no pone en juego más que las vértebras de su largo cuello, y con paso regular se dirige hacia la puerta de salida. Probablemente me la encontraré junto al paquebote. Por mi parte no pienso llegar al puerto hasta la hora de partir. Tengo medio día para visitar Bakú, y ya que el azar me ha traído en mis peregrinaciones aquí, no pienso perder una hora.

Es posible que el nombre de Bakú no despierte la curiosidad del lector si le digo que Bakú es la villa de los guebres, la ciudad de los tírsis, la metrópoli de los adoradores del fuego, es posible que su imaginación se inflame.

Circundada de triple muralla negruzca y ahumada, dicha población está situada junto al cabo Apcheron y las últimas estribaciones de la cordillera del Cáucaso… Bueno, vamos a ver: ¿estoy en Persia o en Rusia? Puesto que Georgia es provincia rusa, en Rusia estoy, a no dudar; pero dado el aspecto de Bakú, es de creer que estoy en Persia. Allí visito un palacio de los khanes, de puro estilo arquitectónico de tiempo de Schahsar y de Scheherazade, hija de la Luna, su espiritual narradora; un palacio cuyas finas esculturas están tan frescas cual si acabasen de recibir a último golpe del cincel. Ya no se ven aquellos ventrudos tejados de káoscú la Santa, sino que allá lejos diviso esbeltos minaretes en las espinas de una antigua mezquita, donde se puede penetrar sin quitarse el alzado; pero es cierto que el muecín ya no recita los versículos del Coran al toque de oración. Los barrios de Bakú son rusos en su aspecto y en sus costumbres, con sus casas de madera sin resto alguno de color Kiental; tiene una estación imponente, digna de una gran ciudad de Europa o de América, y al final de sus calles un puerto de aspecto moderno, cuya atmósfera se llena de los humos de hulla arrojados por las chimeneas de los paquebotes. Ocurre preguntar: ¿por qué usar este carbón en la ciudad del petróleo? ¿Por qué aquel combustible, puesto que el suelo árido y pelado del Apcheron, del que no sale más que el ajenjo del Ponto, es tan rico en hidrocarburo?

Fenómeno verdaderamente maravilloso: ¿queréis un aparato instantáneo de alumbrado o calefacción? Nada más sencillo. Haced un agüero en el suelo, el gas brota, encendedlo. Es un gasómetro natural, al alcance de todas las fortunas. Hubiera deseado visitar el famoso santuario de Atesh-Gah; pero está a 22 verstas de la ciudad, y me falta tiempo. Allí brilla eternamente el fuego, conservado desde hace muchos siglos por sacerdotes parsis, procedentes de la India, y a los que les está prohibido comer carne. En otros países estas personas serían tratadas de vegetarianas.

Esta palabra me recuerda que no he almorzado, y como suenan las once, me dirijo hacia la fonda de la estación, donde seguramente no pienso conformarme con el régimen alimentario de los parsis de Atesh-Gah. En el momento en que entro en el comedor, sale de él precipitadamente Fulk Ephrinell.

—¿No almuerza usted? —le pregunto.

—Ya lo he hecho.

—¿Y sus paquetes?

—Aún me quedan veintinueve que llevar a bordo. Créame usted, no tengo un instante libre. Cuando se representa a la casa Strong-Bulbul and Co., que expide semanalmente cinco mil cajas de sus productos…

—Vaya usted, vaya usted, señor Ephrinell; ya nos encontraremos a bordo. Un momento: ¿ha encontrado usted a nuestra compañera de viaje?

—¿Qué compañera? —pregunta Fulk.

—Sí, hombre, aquella señora joven, que ocupó mi sitio en el vagón.

—¡Ah! ¿Pero había una señora joven con nosotros?

—Sí, señor.

—Pues, amigo Bombarnac, ahora lo sé.

Y el americano abre la puerta, atraviesa el umbral y desaparece. Creo que antes de llegar a Pekín sabré cuáles son los productos de la casa Strong-Bulbul and Co. de Nueva York.

¡Cinco mil cajas por semana! ¡Qué fabricación y qué despacho! Concluido el almuerzo, me pongo en marcha. Durante mi paseo, he podido admirar algunos magníficos lesghiens con su tcherkesse gris, sus cartucheras, su bechmet de seda roja viva, sus polainas bordadas de plata, alpargata, el papak blanco a la cabeza; el largo fusil al hombro, el schaska, y el kandjiar a la cintura. Un hombre arsenal, en suma, como hay hombres orquesta. De soberbio aspecto, deben de causar un efecto maravilloso en las revistas ante el emperador de Rusia.

Son ya las dos: debo dirigirme hacia el embarcadero; pero antes he de pasarme por la estación donde he dejado mi equipaje.

Héme aquí ya con mi maleta en una mano y el bastón en la otra, y me encamino por una de las calles que bajan hacia el puerto. Al volver plaza y cerca del lugar en que la muralla da acceso al muelle, llaman mi atención, no sé por qué, dos personas. Es una pareja con ropa de viaje: el hombre representa de treinta a treinta y cinco años; la mujer, de veinticinco a treinta. El primero es moreno y de pelo ya canoso, horrible fisonomía, mirada viva, audaz, fácil, y con cierto balanceo de caderas. La mujer es una rubia, aún bastante linda, y de cabellos alborotados, que cubre una capota. Lleva un guardapolvo que no es de buen gusto, ni por su corte anticuado ni por su extraño color. Al parecer, esta pareja es un matrimonio que acaba de llegar por el ferrocarril de Tiflis; y si mi instinto no me engaña, son dos franceses. Les observo con curiosidad; ellos no hacen caso de mí. Van muy ocupados para verme. Llevan en las manos y en los hombros sacos, cojines, mantas, bastones, paraguas y sombrillas; todo lo que se pueda imaginar en bultos pequeños, que no quieren facturar en el paquebote. Siento vivos deseos de ayudarles. ¿Acaso no es una feliz y rara coincidencia encontrar franceses fuera de Francia? En el momento en que voy a hablarles, aparece Fulk, y me arrastra consigo, dejando detrás a la pareja. No importa. Ya me los encontraré en el paquebote y haremos conocimiento de la travesía.

—Y bien —pregunto al yanqui—: ¿Cómo va ese embarque de su cargamento?

—Vamos con la caja treinta y siete, señor Bombarnac.

—¿Y no ha habido novedad?

—Ninguna.

—¿Y qué lleva usted en las cajas?

—¡Ah! ¿Qué qué tienen? ¡La treinta y siete! ¡Hasta luego!

Y corre al encuentro de un camión que desemboca en el muelle.

Hay allí un movimiento considerable; toda la animación de las partidas y las llegadas. Bakú es el puerto más frecuentado y seguro del Caspio. No puede temer la competencia de Derbent, situado más al norte. Bakú absorbe casi todo el tráfico marítimo de dicho mar, o, por mejor decir, de dicho gran lago, sin comunicación con otros mares. No hay que decir que el establecimiento de Ouzoun-Ada, en el litoral opuesto, ha centuplicado el tránsito por Bakú; el ferrocarril transcaspiano, abierto para la circulación de viajeros y mercancías, es la nueva vía que une Europa con el Turquestán.

En un plazo próximo quizás, un segundo camino seguirá por la frontera persa, enlazando los ferrocarriles de la Rusia meridional con los de la India inglesa, lo que evitará a los viajeros la navegación por el Caspio; y en cuanto este inmenso lago se haya desecado por la evaporación, ¿por qué no ha de poderse tender una vía férrea por el arenoso lecho, que permita ir dos trenes, evitando el trasbordo de Bakú a Ouzoun-Ada? En tanto se realiza este desiderátum, es necesario embarcarse, y esto es lo que me dispongo a hacer en numerosa compañía. Nuestro paquebote se llama Astara, de la compañía Cáucaso y Mercurio. Es un gran vapor de ruedas que hace aquella travesía tres veces por semana. Ancho de casco, está dispuesto para poder transportar gran cantidad de mercancías, y parece que al construirlo se ha tenido más en cuenta la comodidad de los fardos que la de los pasajeros. Pero, en fin, no hay lugar para mostrarse exigente, tratándose de una navegación de veinticuatro horas.

Cerca del embarcadero, gran tumulto de gente, unos que parten y otros que ven partir, de la población cosmopolita de Bakú. Observo que la mayor parte de los viajeros son turcomanos. Seremos unos veinte europeos, algunos persas y dos prototipos del Celeste Imperio, que van, seguramente, a China.

El Astara está literalmente lleno de mercancías; la cala no ha bastado, y ha habido que utilizar la cubierta para acomodar el cargamento. La popa es para los pasajeros. Echado el puentecillo hasta la proa, resulta todo hacinado de fardos, resguardados con lonas embreadas contra los golpes de mar. Allí están los bagajes de Fulk Ephrinell. Ha mostrado la enérgica actividad de yanqui decidido a no perder de vista un precioso material constituido por cajas cúbicas de una altura de dos pies, recubiertas de cuero cuidadosamente barnizado, y sobre el que se leen estas palabras en letras de molde: Strong-Bulbul and Co., de Nueva York.

—¿Están ya todas sus mercaderías a bordo? —pregunto al americano.

—Ahora llega la caja cuarenta y dos —me responde.

En efecto, un mozo que entra por la puerta del embarcadero la lleva a la espalda. Se me antoja que aquél anda algo inseguro… Debe de haber bebido mucho vodka.

Wait a bit! —grita Fulk; y después, para ser mejor comprendido, dice en buen ruso:

—¡Cuidado!… ¡Mucho cuidado!

Consejo excelente, pero tardío. El mozo acababa de dar un traspiés, y la caja cae felizmente por encima de la borda del Astara. Se abre en dos partes y una gran cantidad de paquetitos cuya envoltura se desgarra, esparcen su contenido por el puente. ¡Qué grito de indignación ha lanzado Fulk Ephrinell! ¡Y buen puñetazo ha administrado al torpe mozo!

—¡Mis dientes! ¡Mis dientes! —repite con voz desesperada. Y se arrastra para recoger los pequeños pedazos de marfil artificial esparcidos por allí.

Yo, en tanto, no puedo contener la risa. ¡Sí!… ¡Son dientes lo que fabrica la casa Strong-Bulbul and Co., de Nueva York! ¿Para proveer de ellos a las cinco partes del mundo es para lo que funciona la gigantesca fábrica, que remite cinco mil cajas por semana? ¡Aquella máquina de mil quinientos caballos consume cien toneladas de carbón diarias, fabrica la primera materia para los dentistas del Antiguo y Nuevo Continente, hasta para los de Chica! ¡Esto sí que es americano!

Vamos a ver: ¿no se dice que la población del globo es de mil cuatrocientos millones de almas? Pues bien, a treinta y dos dientes por individuo hacen cerca de cuarenta y cinco mil millones; si hay, pues, ocasión para reemplazar todos los dientes naturales por los artificiales, la casa Strong-Bulbul and Co. no podrá dar abasto.

Mas dejemos a Fulk Ephrinell correr junto a los odontológicos tesoros de su caja cuarenta y dos. Suena el último toque. Todos los pasajeros estamos a bordo. El Astara va a largar amarras… De repente, se oyen gritos hacia el muelle. Los reconozco porque los he oído en Tiflis cuando iba a salir el tren de Bakú… Es el alemán de entonces… Ya viene sofocado… Corriendo… No puede más… La pasarela ha sido retirada y el paquebote empieza a moverse. ¿Cómo se va a embarcar aquel pasajero retrasado? Felizmente, un calabrote echado a popa del Astara mantiene aún el barco junto al muelle. El alemán aparece en el momento en que dos marineros maniobran con las amarras. Le dan la mano y le ayudan a saltar a bordo.

Decididamente, aquel grueso alemán está acostumbrado a tales lances. Mucho me sorprenderá que llegue a su destino.

Ya repuesto, el Astara se pone en marcha, y bajo la acción de sus potentes ruedas muy pronto está fuera del canalizo. A unos cuatrocientos metros se agita la superficie del agua con una especie de hervor profundo. Yo me hallaba entonces cerca del costado de babor, a popa, con un cigarro en la boca, y contemplaba cómo iba despareciendo el puerto tras el cabo Apcheron, mientras la cordillera del Cáucaso subía al oeste del horizonte. Apuro entre los labios la punta de mi cigarro, y después de las últimas fumadas, lo arrojo por encima de la borda. En el momento de caer al agua, una sábana de fuego se propaga en torno al casco del buque. Es que aquel citado hervor proviene de un manantial submarino de petróleo, y aquel fragmento de cigarro ha sido suficiente para inflamarlo… Se oyen algunos gritos… El Astara rueda en medio de volutas de fuego; pero un golpe de timón nos aleja de aquel manantial terrible y el peligro desaparece. El capitán ha venido hacia popa, y se limita a decirme con tono frío:

—Ha cometido usted una imprudencia.

Yo respondo, como se tiene por costumbre en semejantes circunstancias.

—Capitán… No sabía… Le aseguro a usted que no sabía…

En esto, detrás de mí suena una voz seca y desabrida, que me dice:

—Hay que saber de todo, señor.

Me giro… Es la inglesa quien me ha dado esta lección.