Y para hablar con precisión, con tres minutos de retraso… Un corresponsal que no precisa, es como el geómetra que descuida llevar sus cálculos hasta la décima decimal. Este atraso de tres minutos ha permitido al alemán ser nuestro compañero de viaje… Tengo la idea de que este buen hombre me proporcionará asunto…; pero no es más que un presentímiento.
En aquella latitud, y en el mes de mayo, a las seis de la tarde, es de día. Consulto un horario, y el mapa que lo acompaña me hace conocer todo el itinerario, estación por estación, entre Tiflis y Bakú. No saber qué dirección lleva la locomotora, si el tren sube por el nordeste o baja por e sudeste, sería insoportable; tanto más, cuanto que, llegada la noche, no veré nada, no siendo nictálope como los búhos, las lechuzas y los murciélagos. Mi indicador me dice que la vía férrea sigue casi paralela a la carretera de Tiflis al Caspio, pasando por Saganlong, Poily, Elisabethpol Karascal, Aliat y Bakú, atravesando el valle de Koura. El ferrocarril sigue siempre en lo posible la línea recta; así sucede en Transgeorgia… Entre aquellas estaciones hay una, Elisabethpol, que hubiera visitado con gusto. Antes de recibir el despacho de El Siglo XX, había formado el propósito de permanecer en ella una semana. ¡Había yo leído descripciones de este punto tan llenas de atractivos! ¡Y no poder hacer alto más que cinco minutos, y esto entre las dos y las tres de la madrugada! En vez d encontrarme una ciudad resplandeciente bajo los rayos del sol sólo vería un vago conjunto, confusamente entrevisto a los pálidos rayos de la luna. Después de hojear el indicador, examiné a mis compañeros. Somos cuatro. No hay que decir que cada uno está en un ángulo. Yo voy de cara a la marcha y en la entrevia… En los dos ángulos opuestos se han sentado dos viajeros que deben de ser georgianos. Apenas han entrado, se han calado sus gorras y se han envuelto en sus mantas… Parecen pertenecer a esa raza privilegiada de los que duermen en el ferrocarril, y no se despertarán antes de la llegada a Bakú… ¡De éstos, pues, nada sacaré! Para ellos el vagón es una cama. Frente a mí hay un tipo muy distinto, que no tiene nada de oriental: de treinta y dos a treinta y cinco años, cara con barbilla rojiza, mirada viva, nariz de perro de caza, boca que pide hablar, manos prestas a todos los apretones; fuerte, vigoroso, ancho de hombros y de poderoso torso. En la manera como se ha acomodado, después de haber colocado su saco de viaje y desdoblado su pañuelo, de vistosos colores, he reconocido al traveller anglosajón, habituado a los largos viajes, y que vive más en los ferrocarriles y a bordo de los barcos que en el confort de su home, admitiendo que tenga casa. Debe de ser un viajante de comercio… Observo que lleva bastantes alhajas, sortijas, alfiler de corbata, gemelos con vistas fotográficas, muchos dijes en la cadena del reloj… Aunque no tiene pendientes en las orejas ni anillo en la nariz, no me extrañaría que fuese americano, un yanqui. Ahora a mi negocio. ¿Acaso no es un deber de corresponsal que busca interviews, saber quiénes son sus compañeros de viaje, de dónde vienen y a dónde van?… Voy, pues, a comenzar por mi vecino de enfrente, lo que no me parece difícil, pues no piensa ni en dormir, ni en contemplar el paisaje iluminado por los rayos del sol poniente. Si no me engaño, debe de tener los mismos deseos de responderme que yo de preguntarle… Voy a lanzarme… Un temor me detiene… ¿Y si este americano (porque apostaría que lo es) resulta un cronista o corresponsal por cuenta de un World o de un New-York Herald y encargado de acompañar el tren directo del Gran Transasiático? Esto me disgustaría… Todo menos un rival. Mi vacilación se prolonga… ¿Le preguntaré o no? La noche se aproxima… Al fin me dispongo a abrir la boca cuando mi compañero me dice en mi lengua natal:
—¿Es usted francés?
—Sí, señor —le respondo en la suya.
Decididamente nos entenderemos. El hielo está roto… Y se intercambian preguntas y respuestas entre nosotros. Hay un proverbio en Oriente; dice: «Más preguntas hará un loco en una hora, que sabio en un año». Pero como ni mi compañero ni yo tenemos pretensiones de sabios, nos abandonamos a las preguntas mezclando los idiomas.
—Wait a bit[1] —me dice mi americano.
Subrayo esta frase, que constituye una muletilla del americano.
—Wait a bit. Apostaría diez contra uno a que es usted corresponsal de algún periódico…
—Y ganaría usted. Sí, señor… Del Siglo XX…, y para seguir las peripecias de este viaje.
—¿Va usted hasta Pekín?
—Hasta Pekín.
—Como yo.
¡Esto era la que yo me temía!…
—¿Un colega, eh? —pregunto frunciendo el entrecejo con aire poco simpático.
—No…, tranquilícese usted… No haremos el mismo artículo.
—Claudio Bombarnac, de Burdeos, que tiene mucho gusto en viajar con usted.
—Fulk Ephrinell, de la casa Strong-Bulbul and Co., de Nueva York, estado de Nueva York, U.S.A.
Perfectamente añadido lo de U.S.A.
Nos hemos presentado mutuamente. Yo como corresponsal de prensa, y él como corredor… ¿de qué? Es lo que me falta saber.
Continúa la conversación. Fulk ha viajado un poco por todas partes, ya se sabe… Un poco y algo más, según él dice. Conoce ambas Américas y casi toda Europa; pero va a Asia por primera vez… Habla… habla siempre con sus wait a bit, que lanza con facundia inagotable. ¿Acaso el Hudson tiene la misma propiedad que el Garona de hacer a la gente larga de lengua? He estado escuchando dos horas; casi no me ha dejado oír el nombre de las estaciones en cada parada; Saganlong, Poily y otras… Yo hubiese querido examinar el paisaje, débilmente iluminado por la luna, y tomar algunos apuntes; felizmente, mi compañero ha atravesado aquellas provincias y me indica los lugares, las poblaciones, los ríos y las montañas que se perfilan en el horizonte… Pero apenas si las veo… ¡Malditos ferrocarriles! Se parte, se llega, y no se ha visto nada del camino. Entonces yo exclamo:
—¡Cuánto más encantador es viajar en posta, en troika, en tarantas; con lo imprevisto del camino, la originalidad de las posadas, la charla consiguiente en las paradas, el trago de vodka de los yemtchiks…, y de cuándo en cuándo el encuentro con los honrados ladrones, cuya raza acabará por extinguirse!
—Señor Bombarnac —me pregunta Fulk—: ¿Pero se lamenta usted en serio de esas cosas?
—Muy en serio… Con las ventajas de la línea recta del ferrocarril perdemos lo pintoresco de la línea curva de las carreteras de otros tiempos… ¿Acaso la lectura de los relatos de viaje de hace cuarenta años por estas regiones no le agrada a usted? Viajando en ferrocarril, ¿cómo voy a ver una de esas aldeas donde viven los cosacos, mezcla de labriegos y soldados? ¿Cómo voy a asistir a uno de esos espectáculos que encantan al viajero, esos djiquitovkas ecuestres, con sus jinetes esgrimiendo sus sables descargando sus pistolas y que os escoltan cuando os ven en compañía de un alto funcionario moscovita, o de un coronel de la Staniza?
—Sin duda hemos perdido esas bellezas —repuso mi yanqui— pero gracias a estas cintas de hierro, que acabarán por rodear nuestro globo como los flejes de un barril, vamos en trece días de Tiflis a Pekín; si ha contado usted con incidentes para divertirse…
—Ciertamente, señor Ephrinell.
—¡Ilusiones, señor Bombarnac! Nada nos sucederá, wait a bit! prometo a usted el viaje más monótono, más prosaico, el más soporífero y más insustancial…; en fin, el menos variado… Tan llano como las estepas del Karakorum que el Gran Transasiático atraviesa en el Turquest y las llanuras del desierto de Gobi, que atraviesa en China.
—Pues allá veremos —dije yo—, porque viajo para solaz de mis editores.
—Mientras que yo viajo sencillamente para mis propios asuntos.
Y a tal respuesta sospecho que Fulk no será el compañero de viaje que yo había soñado. El tiene mercaderías que vender, y yo no tengo ni que comprar. Veo, desde luego, que de nuestro encuentro no resultan mayor intimidad en el trayecto. Debe de ser el tal uno de esos yanquis de los que se han podido decir: «Cuando tienen un dólar entre los dientes imposible es arrancárselo…». Y yo no he de ser el que se lo arranque.
Sin embargo, si yo sé que él viaja por cuenta de la casa Strong-Bulbul and Co. de Nueva York, ignoro lo que es ésta casa. De dar crédito al corredor americano, parece ser que la razón social Strong-Bulbul and Co. debe de ser conocida del mundo entero; pero entonces ¿cómo es que no la conozco yo, yo discípulo de Chincholle, nuestro maestro? Estoy sobre ascuas, puesto que yo no he oído hablar jamás de la casa Strong-Bulbul and Co. Me proponía interrogar a Fulk sobre este particular, cuando me dice.
—¿Usted ha visitado los Estados Unidos de América, señor Bombarnac?
—No, señor.
—¿Irá usted alguna vez a nuestro país? —Es posible.
—Pues entonces no olvide usted explorar en Nueva York la casa Strong-Bulbul and Co. ¿Explorar?
—Esa es la palabra.
—Bueno, lo haré.
—Allí verá usted uno de los más notables establecimientos industriales del nuevo Continente.
—No lo dudo; pero ¿podría yo saber?…
—Wait a bit, señor Bombarnac —repuso Fulk Ephrinell animándose—. Figúrese usted un taller colosal, amplios edificios para montar y piezas, una máquina con fuerza de mil quinientos caballos, ventiladores que dan seiscientas vueltas por minuto, generadores que consumen toneladas de carbón diarias, una chimenea de una altura de cuatrocientos cincuenta pies, inmensos cobertizos para el almacenaje de productos fabricados, y que hacemos circular por las cinco partes del mundo. Un director general, dos subdirectores, cuatro secretarios, ocho subsecretarios, un personal de quinientos empleados y de nueve mil obreros, una legión de corredores como un servidor de usted, que recorren, Asia, África, América, Oceanía; en fin, un número de negocios que pasa anualmente de cien millones de dólares. Y todo esto, Bombarnac, todo esto para fabricar por millares… sí, por millares…
En este momento, y bajo la acción de los frenos automáticos, la velocidad del tren disminuye. Al fin aquél se detiene.
—¡Elisabethpol! ¡Elisabethpol! —gritan el conductor y los empleados de la estación.
Nuestra conversación queda, pues, interrumpida. Yo, deseoso de estirar las piernas, bajo el cristal de mi lado y abro la portezuela. Fulk Ephrinell baja.
Héme aquí en el andén de una estación bien iluminada. Unos diez viajeros se han apeado. Cinco o seis de los georgianos se agolpan en los estribos de los coches. Diez minutos de parada. Es lo que el horario marca. A las primeras campanadas subo de nuevo al vagón, y después desde la portezuela, veo que mi sitio está ocupado. Sí; frente al americano se ha instalado una viajera, con esa despreocupación infinita, pro-anglosajonas. ¿Es joven o vieja? ¿Es guapa o fea? La oscuridad no me permite apreciarlo. De todos modos, la galantería francesa me impide ocupar mi antiguo puesto, y me siento junto a la viajera, que no trata de excusarse. En cuanto a Fulk Ephrinell, parece que duerme, y he aquí cómo me he quedado sin saber lo que fabrica por millares la casa Strong-Bulbul and Co. de Nueva York.
Parte el tren. Ya hemos dejado muy atrás Elisabethpol. Y bien, ¿qué he visto de esta encantadora ciudad de veinte mil habitantes, situada a ciento setenta kilómetros de Tiflis, sobre el Gandjat-chai, un tributariodel Koura, y que yo había procurado estudiar antes de mi llegada? Nada había visto de sus casas de ladrillo, ocultas en la espesura; nada de sus curiosas ruinas; nada tampoco de su soberbia mezquita, construida en los comienzos del siglo XVIII, ni de su plaza del Maidán. Tampoco he podido contemplar los admirables plátanos poblados de cuervos y mirlos y que mantienen una temperatura soportable durante los rigurosos calores del estío. Apenas he visto las altas ramas iluminadas por los rayos de la luna. Tampoco he visto las argentadas y murmuradoras aguas del río a lo largo de la calle principal, y apenas si he vislumbrado algunas casa con sus jardinitos, y semejantes a pequeñas fortalezas almenadas. Sólo me queda el recuerdo de alguna indecisa silueta sorprendida entre las volutas de vapor de la locomotora… ¿Y por qué esas casas están siempre a la defensiva? Es que Elisabethpol era una plaza fuerte, expuesta en otro tiempo a los frecuentes ataques de los lesgios del Chirván, y estos montañeses, a dar crédito a las historias más verídicas, parecen descender directamente de las hordas de Atila.
Era entonces cerca de la medianoche. El cansancio me invitaba al sueño, y, sin embargo, como buen corresponsal, no quería dormir más que cerrando un ojo y un oído.
No obstante, caí en esa especie de somnolencia que produce la trepidación de un tren en marcha, mezclada con silbidos desgarradores, con el ruido de los frenos y el fragor de los trenes que cruzan. Óyense los nombres de las estaciones durante las breves paradas, y el golpear de las portezuelas que se abren y cierran con sonidos metálicos…
¡Geran, Varvara, Oudjarry, Kiourdamir, Klourdane! En seguida Karasoul, Navagi… Me levanto; pero como mi sitio de antes está ocupado me es imposible mirar a través del cristal.
Entonces me pregunto qué habrá bajo aquel montón de faldas y velos que veo en mi sitio usurpado. Pregunta sin respuesta. ¿Será aquella mujer mi compañera de viaje hasta el término del Gran Transasiático? ¿Cambiaré con ella mi saludo en las calles de Pekín? Mi pensamiento va, de mi compañera, a mi compañero, que ronca en competencia con los ventiladores de la casa Strong-Bulbul and Co. ¿Y qué diablos se fabricara en aquella inmensa fábrica? ¿Puentes de hierro o de acero? ¿Locomotoras? ¿Planchas de blindaje? ¿Calderas de vapor o bombas de misas? Por lo que mi americano me ha dicho, me la figuro como una rival de Zeusot, Cokerill o Essen; algún formidable establecimiento industrial de los Estados Unidos de América, a no ser que lo que me ha contando …porque Fulk no parece ser vert, como se dice en su país, lo que significa que no es un inocente.
Me parece que ahora me duermo poco a poco con un sueño de plomo… Sustraído a las influencias exteriores, ya no oigo ni la estentórea respiración de mi yanqui. Llega el tren a la estación de Aliat… Diez minutos de parada; y sin que me dé cuenta de ello, vuelve a partir. Lo siento, por que Aliat es un puertecito donde hubiera podido contemplar la primera vista del Caspio… entrever aquellas comarcas arrasadas por Pedro el Grande… Como si dijéramos, que allí había tema para dos columnas de crónica histórico-fantástica, con ayuda del Bouillet y del Larousse… Aun no habiendo visto nada de aquel país, ni de su capital, no es difícil dar rienda suelta a la imaginación.
—¡Bakú! ¡Bakú!
Estos gritos me despiertan. Son las siete de la mañana.