I

Claudio Bombarnac, reportero del Siglo XX Tiflis, Transcaucasia.

Tal es la dirección del despacho que encontré el 13 de mayo al llegar a Tiflis.

He aquí el contenido del telegrama:

«En desocupándose para la fecha del 5 del corriente, Claudio Bombarnac se encontrará en el puerto de Ouzoun-Ada, litoral este del Caspio; allí tomará tren directo Gran Transasiático entre frontera Europa y capital Celeste Imperio. Deberá transmitir impresiones, forma crónicas, celebrar interviews personajes distinguidos en su camino y señalar los menores incidentes por cartas o telegramas, según necesidades de un buen periodismo. Siglo XX cuenta con el celo e inteligente actividad de su corresponsal, a quien abre crédito ilimitado».

Era la misma mañana en que yo acababa de llegar a Tiflis, teniendo la intención de pasar en ella tres semanas, después de visitar las provincias de Georgia, para provecho de mi periódico y de sus lectores, según esperaba.

He aquí las sorpresas, las precipitaciones de la vida de un corresponsal de prensa.

En esta época, los ferrocarriles rusos estaban unidos a la línea georgiana de Poti-Tiflis-Bakú. Después de un largo e interesante trayecto por las provincias de la Rusia meridional, había franqueado el Cáucaso, y contaba con descansar en la capital de Transcaucasia. Y he aquí que la imperiosa dirección de El Siglo XX no me concedía más que medio día de descanso en esta ciudad. Apenas desembarcado, me veía obligado a partir de nuevo, sin haber tenido tiempo de deshacer mi maleta… ¡Qué queréis! Preciso es satisfacer las exigencias del periodismo y las modernas necesidades de la interview.

Estaba cuidadosamente preparado, y además bien aprovisionado de documentos geográficos y etnológicos relativos a la región transcaucásica. Tomaos, pues, el trabajo de saber que el gorro de piel, en forma de turbante, con que se cubren los montañeses y los cosacos, se llama papakha, que el gabán, sujeto a la cintura, de donde cuelgan las cartucheras laterales, se llama tcherkeska, por los unos, y bechmet por los otros. Estad en condiciones de afirmar que en Georgia y Armenia se cubren con una toca en forma de pilón, que los mercaderes visten la touloupa, especie de pelliza de piel de carnero, que el kurdo o el parsi llevan todavía la bourka, capa de peluche, convertido en impermeable por su especial preparación. Y que en su peinado usan las bellas georgianas el tassakravi, formado de una ligera cinta, un velo de lana, o de muselina, que forma marco en sus lindas caras, y que sus vestidos son de colores vivos, con amplias mangas, vestidos de varias faldas; su abrigo de invierno es de terciopelo guarnecido de piel y de orfebrería a lo brandeburgo; que su mantilla es de algodón blanco; que usan el tchadré, que oprimen estrechamente con sus codos; en fin… todas las modas apuntadas en mi cartera.

Sabía también que las orquestas nacionales se componen de zournas, flautas de sonido destemplado; salamouris, especie de chillones clarinetes; mandolinas de cuerdas de cobre, y que se tocan con una pluma; tchianouris; violines que se tocan verticalmente; dimplipitos, especie de címbalos cuyo sonido semeja el ruido del granizo sobre los vidrios.

Sabía también que el schaska es un sable colgado de una bandolera adornada con remaches y bordados de plata; que el kindjall, o kandjiar, es un puñal puesto al cinto, y que el armamento de los soldados del Cáucaso se completa con un largo fusil adamasquinado, con adornos de metal cincelado.

Sabía también que el tarantas es una especie de berlina montada sobre cinco piezas de madera flexible, con dos ruedas muy separadas y de mediana altura, y que este carruaje es conducido por un yemtchik, encaramado en la parte anterior, desde donde guía los caballos, a los que se agrega un segundo postillón, el faletre, cuando es necesario tomar un cuarto caballo en casa del smatritel, el maestro de postas de los caminos caucásicos.

Sabía también que la versta equivale a un kilómetro sesenta y siete metros; que las diversas poblaciones nómadas de los gobiernos de Transcaucasia los componen las siguientes tribus: calmucos, descendientes de los eleutas, quince mil; kirghizes, de origen musulmán, ocho mil; tártaros de Koundrof, mil cien; tártaros de Sartof, ciento doce; nogais, ocho mil quinientos, y turcomanos, cerca de cuatro mil.

Así, después de haber estudiado tan a fondo la Georgia, una orden me obliga a abandonarla. No tendría casi tiempo para visitar el monte Ararat, el lugar donde se detuvo, a los cuarenta días del Diluvio, el arca de Noé. Preciso era renunciar a publicar mis impresiones de viaje por Transcaucasia; perder mil líneas por lo menos, y para las que tenía a mi disposición las treinta y dos mil palabras de nuestra lengua, actualmente reconocidas por la Academia Francesa… Es cruel, pero no hay que discutirlo.

Bien. ¿Y a qué hora sale el tren de Tiflis para el Caspio? La estación de Tiflis es un nudo de líneas férreas: la línea del oeste, que termina en Poti, puerto del mar Negro donde desembarcan los pasajeros procedentes de Europa; la del este, que muere en Bakú, donde embarcan los pasajeros que han de atravesar el Caspio, y, por último, el ferrocarril que acaban de trazar los rusos sobre una longitud de ciento setenta y cuatro kilómetros entre Circaucasia y Transcaucasia, de Vladikarkaz a Tiflis atravesando la garganta de Arkhot, a cuatro mil quinientos pies de altura, y que une la capital de Georgia con los ferrocarriles de Rusia meridional.

Corriendo me dirijo a la estación y entro en la sala de espera y pregunto:

—¿A qué hora sale el tren para Bakú?

—¿Va usted a Bakú? —pregunta el empleado.

Y por la ventanilla me dirige esa mirada, más militar que civil, que brilla siempre bajo las viseras de las gorras moscovitas.

—¿Acaso está prohibido ir a Bakú? —pregunto, tal vez demasiado vivamente.

—No —me replica con tono seco—, siempre que lleve usted un pasaporte en regla.

—Lo tengo —respondí a este funcionario feroz, que, como todos los de Rusia, me parece un gendarme.

Vuelvo a preguntarle a qué hora sale el tren para Bakú.

—Seis de la tarde.

—¿Y se llega?

—Al día siguiente, a las siete de la mañana.

—¿A tiempo para tomar el barco de Ouzoun-Ada?

—A tiempo.

Y el hombre de la ventanilla respondió a mi saludo con otro de precisión mecánica.

La cuestión del pasaporte no era cosa que debía preocuparme. El cónsul de Francia ya me daría los informes necesarios para la administración rusa.

¡Seis de la tarde, y todavía son las nueve de la mañana! ¡Bah! Cuando ciertos itinerarios os permiten explorar París en dos días, en tres Roma y Londres en cuatro, no sería extraordinario poder visitar Tiflis en medio día. Yo sabía ver frente a frente… ¡Qué diablo! O ser reportero o no serlo.

No hay que decir que si mi periódico me ha enviado a Rusia, es porque hablo correctamente el ruso, el inglés y el alemán. Exigir de un cronista el conocimiento de decenas de idiomas que sirven para expresar el pensamiento en las cinco partes del mundo, sería un abuso. De entre ellos, con poseer las tres lenguas citadas y la francesa, se va muy lejos por entre los dos continentes. Verdad es que existe el turco, del que no he entendido más que algunas frases, y el chino, del que no comprendo una palabra; pero no hay que temer no poder entenderse en el Turquestán y en el Celeste Imperio. No faltarán intérpretes en el camino, y cuento con no perder un solo detalle de cuanto vea. Soy de los que creen que todo es asunto de crónica; que la Tierra, la Luna, el universo no han sido hechos más que para suministrar artículos de periódicos, y mi pluma no se detendrá por falta de asuntos.

Antes de visitar Tiflis terminemos con la cuestión del pasaporte. Felizmente, no se trata de obtener el poderojnaia, antes indispensable a cualquiera que viajase por Rusia.

Era entonces la época de los correos, de los caballos de posta, y grados a su influjo, aquel permiso oficial allanaba todas las dificultades, aseguraba los más rápidos tiros de postas, los mayores cumplimientos de los postillones, la mayor rapidez en los transportes, hasta el punto de que un viajero bien recomendado podía franquear en ocho días y cinco horas las dos mil setecientas verstas que separan a Tiflis de San Petersburgo. ¡Pero cuántas dificultades para proporcionarse ese pasaporte!

Un simple permiso de circulación es hoy día suficiente; un permiso que acredite que uno no es un asesino, ni un condenado político, sino lo que se llama un hombre honrado en un país civilizado. Gracias al auxilio que me prestará nuestro cónsul en Tiflis, no tardaré en estar en regla con la administración moscovita. Esto es asunto de dos horas y dos rublos. Me consagro entonces, con mis cinco sentidos, a la exploración de la capital georgiana, sin tomar un guía. Les tengo horror. Hubiera sido capaz de conducir a cualquier extranjero por los dédalos de esta capital, tan minuciosamente estudiada antes. Esto es un don natural.

He aquí que caminando al azar veo, primero la duma, o sea el ayuntamiento, donde reside el golova, que es el alcalde. Si me hubierais hecho el honor de acompañarme, os hubiera dirigido hacia el paseo de Krasnoia-Gora, en la ribera izquierda del Koura, los Campos Elíseos, algo como el Tívoli de Copenhague o la feria del bulevar de Belleville, con sus katchelis, deliciosos columpios cuyo balanceo produce un mareo semejante al del barco; y por todas partes, por entre el laberinto de barracas, las mujeres con ropas festivas, con la cara descubierta, y por consiguiente georgianas o armenias pertenecientes al credo cristiano. Los hombres parecen Apolos de Belvedere, sencillamente vestidos, con aire altivo, y yo me pregunto si descenderán de príncipes… Ya habrá lugar de ocuparse de genealogía… Continuemos nuestra visita lo más aprisa posible. Un minuto perdido son diez líneas de correspondencia, y diez líneas son… esto depende de la generosidad del periódico y de su consejo de administración.

¡Pronto a la posada!… Allí pernoctan las caravanas que vienen de todos los puntos del continente asiático… Llega una, compuesta de mercaderes armenios, y otra sale, formada de traficantes de Persia y del Turquestán ruso. Hubiera querido llegar con la una o partir con la otra… No es posible, y lo lamento.

Desde la inauguración de los ferrocarriles transasiáticos apenas si se encuentran esos interminables y pintorescos desfiles de viajeros a pie y jinetes, caballos, camellos, asnos y carretas. ¡Bah! No temo que mi viaje por el Asia Central peque de falta de interés. Un corresponsal de El Siglo XX sabrá hacerlo interesante.

He aquí los bazares, con los mil productos de Persia, de China, de Turquía, Siberia y mogolia; la profusión de telas de Teherán, de Chiraz, Kandahar o Kabul, maravillosos tapices de brillantes colores, sedas… que no valen lo que las sedas de Lyon.

¿Compraré algo? No: llevar bultos en mi viaje al Caspio y al Celeste Imperio sería muy molesto… ¡No! La maleta en la mano, el saco en bandolera, y mi traje de viaje bastarán… ¿Ropa blanca? Ya me la procuraré en el camino… A la inglesa…

Detengámonos delante de los célebres baños de Tiflis, cuyas aguas termales pueden alcanzar sesenta grados centígrados. Allí se practican los últimos perfeccionamientos del massage y toda la mecanoterapia. Me acuerdo de lo que ha dicho nuestro gran Dumas, en cuyas peregrinaciones no han faltado nunca incidentes; los inventaba según los necesitaba aquel precursor genial del periodismo.

Pero no tengo tiempo para hacerme masar.

¡Calla! Hotel de Francia. ¿Dónde no hay un Hotel de Francia?… Entro y pido de almorzar. Un almuerzo georgiano, regado con un vinillo de Kachelie que tiene fama de no emborrachar nunca, siempre que no se aspire al tiempo de beberlo, haciendo uso de unas botellas de anchos cuellos, en que la nariz entra antes que los labios. Éste es el procedimiento más del gusto de los naturales de la Transcaucasia. En cuanto a los rusos, generalmente sobrios, parece que les basta la infusión de té, no sin cierta adición de vodka, que es el aguardiente ruso por excelencia.

Yo, francés, y gascón por añadidura, me contento con beber mi botella de Kachelie, como bebimos en otro tiempo nuestro rico Cháteaux-Lafitte, y cuando el sol brillaba aún sobre las costas de Pauillac. En realidad, ese vino del Cáucaso, aunque un poco agrio, acompaña convenientemente a la gallina cocida con arroz, llamado pilau, y permite encontrarle un sabor especial. Concluyo de almorzar y pago mi cuenta.

Acabemos de mezclarnos a los sesenta mil habitantes que contiene actualmente la capital de Georgia. Perdámonos por el laberinto de calles de población cosmopolita. ¡Cuántos judíos que se abrochan sus vestidos de derecha a izquierda, lo mismo que escriben, lo contrario de la raza aria! ¿Es que aquí los hijos de Israel son también los amos, como en todas partes? Dice un proverbio local que se necesitan seis judíos para engañar a un armenio: ¡y hay tantos armenios en estas comarcas transásicas!

Llego a una plaza enarenada, donde hay centenares de camellos con cuello extendido y las patas delanteras dobladas. Antes estas centenas eran millares; pero después de la construcción del ferrocarril Transcaspiano, que data de algunos años, la cifra de estos gibosos animales ha disminuido en una proporción notable. ¡Id a hacer competencia a los furgones del tren con tan pesados animales!

Bajando la pendiente de las calles desemboco en los muelles del Koura, cuyo lecho divide la ciudad en dos partes desiguales; a ambos lados álzanse las casas en forma de anfiteatro. En las márgenes están situados los barrios del comercio. Allí hay gran movimiento de mercaderes vinos, con sus odres inflados como globos, y aguadores con sus recipientes de piel de búfalo, a los que se ajustan tubos semejantes a trompas de elefantes.

Después, héme aquí errando a la ventura. Errare humanum est, como dicen los colegiales de Burdeos cuando pasean por los muelles del Gironda.

—Señor —me dice un judío jovencillo, mostrándome cierta casa de ordinario aspecto—. ¿Es usted extranjero? —¡Es claro!

—Entonces no pase usted delante de esa casa sin detenerse un instante y admirarla.

—¿Y qué tiene de admirable?

—Que en ella vivió el célebre tenor Satar, que daba el do de pecho.

¡Y qué bien le pagaban!

Le deseo que dé un do de pecho y se lo paguen aún mejor que al tenor y subo por la derecha del Koura a fin de contemplar la vista general.

En lo alto de la colina, y sobre una meseta donde un declamador recita a gritos versos de Saadi, el poeta favorito de los persas, me abandono a la contemplación de la capital transcaucásica. Lo que hago allí propongo volverlo a hacer en Pekín dentro de quince días; pero mientras llegan las pagodas y los yatnens del Celeste Imperio, he aquí lo que Tiflis ofrece a mis miradas: muros de ciudadelas, cúpulas y campanarios de templos de cultos diferentes; una iglesia metropolitana con su cruz griega, casas de construcción rusa, persa o armenia; pocos tejados y en cambio muchas terrazas; pocas fachadas adornadas, pero muchos balcones volados; dos zonas divididas: el barrio bajo, donde se ha refugiado el elemento georgiano, y el alto, más moderno, atravesado por un extenso y hermoso bulevar plantado de copudos árboles, entre los que se divisa el palacio del príncipe Bariatinsky. Allí hay todo un relieve incorrecto, caprichoso, imprevisto, una maravilla de irregularidad, limitado en el horizonte por el grandioso marco de las montañas.

Pronto serán las cinco; no tengo tiempo de entregarme al torrente de las frases descriptivas. Apresurémonos a volver a la estación.

Allí hay bastante afluencia de gente… Armenios, georgianos, mingrelianos, tártaros, kurdos, israelíes y rusos de las orillas del Caspio. Los unos vienen a tomar billetes directos para Bakú, los otros para las estaciones intermedias.

Aquella vez estaba yo en regla. Ni el empleado con cara de gendarme, ni los mismos gendarmes, hubiesen podido poner obstáculo a mi partida.

Me entregan un billete de primera clase, valedero hasta Bakú. Bajo al anden siguiendo mi costumbre, voy a instalarme en el rincón de un departamento muy confortable. Algunos viajeros suben a mi coche, en tanto que el populacho cosmopolita invade los vagones de segunda y tercera clase. Efectuada la visita del revisor, ciérranse las portezuelas. Un último silbido anuncia que el tren va a ponerse en marcha. De pronto se oyen gritos desesperados y entre ellos distingo estas palabras en alemán:

—¡Parad!… ¡parad!…

Bajo el cristal, y miro.

Un hombre gordo, con la maleta en la mano, sombrero casco en la cabeza y con las piernas enredadas entre los pliegues de su hopalanda, va corriendo hasta perder el aliento. Llega retrasado.

Los empleados quieren sujetarle… pero ¡id a detener una bomba en mitad de su trayectoria! Aquella vez el derecho es vencido por la fuerza.

La bomba teutónica describe una curva muy bien calculada y va a el compartimiento vecino del nuestro, penetrando por la pórtezuela que un viajero complaciente tiene abierta.

El tren arranca en aquel momento. Las ruedas de la locomotora patinan al principio; después la velocidad se acelera. Partimos.