Melanie se tomó muy en serio cada palabra de lo que había dicho. Y fue recuperando toda su alegría de vivir. Antes de que pasara un mes la vivienda moderna y elegantemente decorada fue cambiada por otra más sencilla y comenzaron las lecciones. Los conocimientos de francés de Melanie y aún más su brillante talento musical, formado también perfectamente en el aspecto técnico, le facilitaron encontrar una posición en varias casas importantes silesias que eran lo suficientemente distinguidas como para poder desdeñar las murmuraciones.
Pronto se confirmaría lo necesarios que habían sido estos pasos rápidos y decididos, pues la bancarrota fue más súbita de lo esperado y toda forma de economía resultó imprescindible para que con la reputación financiera de la gran casa no se perdiera también la reputación social. Cada nueva noticia que llegaba de Frankfurt lo atestiguaba, y Rubehn, que al principio se había inclinado con cierta ligereza a tomar el afán de Melanie como un mero capricho, se vio pronto obligado a seguir su ejemplo. Efectivamente, entró como corresponsal americano en un banco, al principio con un sueldo pequeño, y sorprendido y dichoso vio confirmarse en su persona la famosa máxima poética de la «más humilde choza».
Siguieron semanas idílicas, y cada mañana cuando desde el Wilmersdorfer Feldmarkt tomaban el camino bordeando el Tiergarten y pasaban delante de su antigua casa miraban hacia la elegante mansarda y respiraban aliviados recordando los días pasados llenos de preocupación y dificultades. Entonces se adentraban por los caminos estrechos y sombreados del parque hasta que, dejando atrás el sauce inclinado que se halla entre el Monumento al Rey y la Isla de la reina Louise y cierra ahí casi el camino, salían de nuevo a la amplia Tiergartenstrasse. Al árbol inclinado le llamaban bromeando su barrera de aduanas porque justo detrás estaba apostado un organillero al que a diario tenían que pagar un óbolo. El organillero ya les conocía y, mientras que perseguía a la mayoría de los viandantes con miradas furibundas y despectivas como si se tratara de defraudadores de hacienda, se quitaba siempre la gorra militar ante nuestra joven pareja. Pero tampoco ante ellos era capaz de dominarse y autonegarse, y un día cuando olvidaron, o quizá no quisieron pagar el arancel ya convertido en obligación, oyeron como daba tres vueltas adicionales a la manivela con rabia y violencia y luego se interrumpía tan brusca y repentinamente que los tonos inacabados sonaron como gruñidos e improperios. Melanie dijo:
—No debemos enfadar a nadie, Rubehn; la amistad es hoy cosa rara.
Y volvió sobre sus pasos y le dio una limosna al viejo. Pero éste no respondió dando las gracias, porque todavía estaba medio enfadado.
Así pasó el verano, y llegó el otoño, y cuando las hojas empezaron a cambiar de color y a caer ya de las plataneras y de los arces, muchas cosas habían cambiado en la vida de los que paseaban debajo de estos árboles día tras día, y habían cambiado para bien. Todavía, es cierto, comentaban cuando pasaban saludando respetuosamente delante del viejo inválido «que aún no estaban del todo seguros de las nuevas amistades como para renunciar a las antiguas ya probadas», pero las nuevas amistades, al menos, ya estaban ahí en sus comienzos. La sociedad se ocupaba de nuevo de ellos, les permitía revivir socialmente, y hasta aquellos que habían sentido cierta satisfacción cuando se derrumbó la magnificencia financiera de la casa Rubehn y, según su formación y temperamento clásicos o cristianos, habían hablado de la «némesis» o del «dedo de Dios», se avinieron ahora a reconciliarse con la simpática pareja, que era «tan feliz y tan inteligente, que nunca se quejaba y se amaba tanto». Sí, que se amaba tanto. Eso fue lo que decidió el vuelco, y si antes Su amor había despertado únicamente envidia y dudas, ahora la actitud de la sociedad se mudó en lo contrario. ¡No era de extrañar! Pues el sentimiento que decidía sobre la condena o la absolución era el mismo, y si al principio entregarse a la indignación había proporcionado una satisfacción sensacionalista ahora no deparaba una alegría menor hablar de los «inseparables» y sentimentalizar sobre su «amor fiel». Un pequeño número de esotéricos, en fin, remitió todo el caso a las «Amistades electivas» y constató científicamente que el elemento más fuerte y por eso más autorizado había desplazado al más débil. La ley de la naturaleza había ganado, una vez más. Y con esto quedó concluido el asunto Van der Straaten, que había estado en el candelero todo un invierno y compartía así el destino de todos los favoritos de temporada: ser olvidado más deprisa de lo que había tardado en ser ensalzado. Sí, la burla y la malicia empezaron a dirigir sus flechas hacia Van der Straaten y cuando se recordaba excepcionalmente el caso se decía:
—Él se lo buscó. ¿A quién se le ocurre? ¡Ella tenía 17 años! Claro que él, según parece, fue en su día un verdadero castigador. Bueno. Pero cuando el castigador se confía…
Y reían y se alegraban de que las cosas hubieran sucedido como habían sucedido.
¿Van der Straaten oiría estas y otras expresiones? Quizá. Pero no le importaban. Se había examinado a sí mismo con demasiado escepticismo y demasiado rigor como para asombrarse ni un instante de los cambios en el gusto de la sociedad, de su afán por erigir y defenestrar ídolos. Y así podría decirse de él que «oía lo que se hablaba, aun cuando no lo oía». Indiferente a la opinión de la gente, sólo despreciaba igual o más su compasión. Siempre había sido una naturaleza independiente, libre y segura, y así seguía. Y también seguía siendo el mismo en su tolerancia y bondad.
Y llegó el día en que esto se demostró y también Melanie lo percibió.
Era ya a finales de octubre, y muy pocas hojas amarillas y rojas colgaban aún de los árboles medio desnudos. La mayor parte yacía amontonada en los caminos y era recogida con rastrillos donde estaba seca, porque desde ayer el tiempo había cambiado de nuevo y después de largos días de viento y lluvia lucía un sol de otoño precioso. Quizá el último de este año.
También Aninette fue sacada a pasear y tardó más en volver de lo esperado, hasta que por fin a las cuatro regresó a casa la niñera y relató en su pesado dialecto suizo lo que le había sucedido:
—Estaba yo sentada en un banco, donde los cuatro leones sostienen el puentecillo, y acababa de decir: «Ves, Aninette, esto es el veranillo de San Martín, que quiere envolverte en sus telas de araña pero no puede contigo» y Aninette se reía y chillaba y tiraba de mi pendiente, cuando dos hombres cruzaron el puente, tendrían alrededor de cincuenta años, más o menos, y uno de ellos, con piernas delgaduchas, dijo: «Mira la cadenita de plata, es una niñera suiza, y apuesto a que el niño es hijo del embajador suizo». Pero el otro dijo: «No, no puede ser; conozco al embajador suizo y no tiene niños ni niñera…». Y entonces me preguntó: «¿De quién es este niño?». Y yo dije: «Del señor Rubehn, y es una niña y se llama Aninette». Entonces vi que empalidecía y se apartaba. Pero no tardó en volverse para decir: «Es como la madre, y se ríe igual, y tiene el mismo pelo negro. Es una niña muy guapa ¿no te parece?». Pero el otro no lo admitió y dijo: «No la sobrestimes. Hay muchas así. Es una niña del montón». Sí, eso dijo, el piernaslargas ese: «Una niña del montón. Es una niña como tantas». Pero el caballero simpático le cogió la manita y la acarició. Y me felicitó por ser tan seria y lista. Eso dijo. Y entonces se fueron.
El relato hizo una considerable impresión y Melanie volvió en los días siguientes una y otra vez a este encuentro. Vreni tuvo que repetir y describir los detalles más pequeños, y así durante semanas hasta que por fin el incidente se olvidó en las grandes y pequeñas preparaciones para la fiesta.
Y ahora la fiesta, Nochebuena, había llegado, a la que también esta vez estaban invitados el hermano menor de Rubehn y el viejo procurador, que no se habían podido decidir a volver a Frankfurt. Y Anastasia.
Melanie, que antes de la llegada de los invitados tenía que atender a numerosas cuestiones domésticas, era toda excitación y se llevó un buen susto cuando oyó el timbre poco después de que oscureciera y mucho antes de la hora acordada. ¡Mira que si fueran ya los invitados! O alguno de ellos. Pero su preocupación no duró mucho porque oyó fuera preguntar y parlamentar, y al rato apareció Vreni con una caja de tamaño mediano sobre la que se leía, sin más señas, una sola palabra: Julklapp[41].
—¿Estás segura de que es para nosotros, Vreni? —preguntó Melanie.
—Creo que sí. Le he dicho: «Aquí vive el señor Rubehn. Y la señora Rubehn». Y él ha dicho: «Está bien. Ése es el nombre». Entonces lo he cogido.
Melanie sacudió la cabeza y fue a la habitación de Rubehn, donde se dispusieron a abrir la caja entre los dos. No faltaba en ella ninguno de los ingredientes habituales del Julklapp, y cuando percibieron en el fondo una manzana de Gravenstein Melanie advirtió:
—Cuidado. Ahí está.
Pero no se notaba nada especial, y ya iban a dejar la manzana con las demás cosas cuando, gracias a un movimiento casual de su mano, las dos partes hábilmente encajadas de la manzana se separaron.
—Ah, voilà.
En efecto, en lugar del corazón, que había sido extraído, había un paquetito envuelto en papel de seda. Melanie lo cogió, quitó despacio e intrigada un papel detrás de otro, y por fin sostuvo en la mano un pequeño medallón, sencillo y sin adorno. Entonces lo abrió apretando el muelle y vio un cuadrito y lo reconoció, y se le cayó de la mano. Era, en miniatura, el Tintoretto que había contemplado en su día entre risas y bromas y para cuyo personaje principal había tenido solamente estas palabras: «Mira, Ezel, ha llorado. ¿Pero no es como si apenas comprendiera su culpa?».
Ay, ahora sentía que esas palabras servían para ella misma y recogió el cuadrito que se había caído de sus manos y se lo entregó a Rubehn y se ruborizó.
Él jugueteó un poco con él y dijo mientras volvía a apretar el cierre:
—King Ezel in all his glories! Siempre el mismo. Bienintencionado pero torpe. Yo lo llevaré. Como colgante del reloj, como berloque.
—No. Lo llevaré yo. No sabes cuánto significa para mí. Y ha de ser un memento y un aviso… a cada instante.
—Como quieras. Pero no te lo tomes más en serio de lo necesario y no te rompas la cabeza sobre el eterno tema de la culpa y la expiación.
—Eres soberbio, Rubén.
—No.
—De acuerdo. Entonces eres orgulloso.
—Sí, lo soy, mi dulce Melanie. Soy y estoy orgulloso. ¿De qué, de quién?
Y se abrazaron y se besaron, y una hora más tarde las velas del árbol de Navidad ardieron para ellos con un resplandor rutilante.
FIN