Liddi

«Cheer up, dear» había exhortado Rubehn a Melanie, y ella deseaba seguir su consejo. Pero no lo conseguía, no podía, porque cada día traía nuevas afrentas. Nadie estaba en casa para recibirla, su saludo nunca era correspondido, y antes de que hubiera pasado el invierno comprendió que según un pacto tácito había sido proscrita. Para la sociedad estaba muerta, y la profunda depresión de su ánimo la habría llevado a la desesperación si Rubehn no hubiera estado a su lado en este trance. No sólo con profundo amor, no, sobre todo con esa serenidad optimista que se transmite al entorno o, al menos, no suele dejar de influir sobre él.

—Lo conozco, Melanie. Cuando en Londres hay algo muy especial se dice que es un nine-days-wonder y con esos nueve días queda expresada la máxima duración de una fiebre. Eso es Londres. Aquí las fiebres duran más porque somos algo más pequeños. Pero la regla es la misma. Todo temporal acaba agotándose. Un buen día tendremos de nuevo el arco iris y la fiesta de la reconciliación.

—La sociedad es irreconciliable.

—Al contrario. En el fondo le resulta incómodo reunirse a juicio. Sabe muy bien por qué. Y por eso sólo espera la señal para enfundar la gran espada de las ejecuciones.

—Para eso tiene que suceder algo.

—Y sucederá. Es raro que no suceda, y en los casos menos graves casi nunca deja de suceder. Hemos dado una impresión y ahora debemos esforzarnos sinceramente en dar otra. Una impresión opuesta. Pero sobre el mismo terreno… ¿Me comprendes?

Ella asintió, cogió la mano de él y dijo:

—Te juro que me esforzaré. Y donde hubo culpa, habrá reparación. O mejor dicho, compensación. También eso es una regla, espero. Y la más bella de todas. No todo ha de ser tragedia.

En ese momento una tarjeta fue entregada por el criado: «Friederike Sawat v. Sawatzki, llamada Sattler von der Hölle, aspirante a la casa de recogimiento del convento Himmelpfort en la Uckermark».

—Oh, déjanos solas, Rubén —imploró Melanie mientras se alzaba y salía al encuentro de la anciana dama hasta el vestíbulo—. ¡Querida Riekchen! Cómo me alegra que vengas, que estés aquí. Y qué difícil te debe de haber resultado… No me refiero solamente a los tres tramos de escalera… ¡Eres medio canonesa y todos los domingos vas a San Mateo! Pero los devotos, cuando lo son de verdad, son los mejores. Y no son tan rigurosos. Ahora siéntate, ¡mi querida y mi única Riekchen, mi querida y vieja amiga!

Y mientras hablaba así la ayudó a quitarse el abrigo y a colgar la capita de seda en un gancho al que la pequeña no podía llegar.

—Mi querida y vieja amiga —repitió Melanie—. Sí, Riekchen, eso eras, eso has sido. Una verdadera amiga que siempre me aconsejó el bien y nunca me aduló. Pero no sirvió de nada, y nunca he comprendido cómo se pueden tener principios o escrúpulos, que es casi lo mismo, pero a mí siempre me han parecido algo aún más difícil e innecesario. Yo siempre he hecho exclusivamente lo que me apetecía, lo que me gustaba, según el estado de ánimo del momento. Y no me parece que sea una cosa tan mala. Tampoco ahora. Pero es peligroso, lo admito, e intentaré corregirme. Lo aprenderé. Seguro. Y ahora cuéntame. Cien preguntas me queman en el alma.

Riekchen había entrado azarada y había permanecido en esa actitud, pero ahora bajando la mirada y luego dirigiéndola con amabilidad y seguridad a Melanie dijo:

—Quería ver por mis propios ojos… No he venido a espaldas de él. Él lo sabe y me ha animado.

A Melanie le temblaban los labios.

—¿Está resentido? Dímelo, quiero saberlo. De tu boca puedo escuchar todo. En los días de Navidad estuvo aquí Reiff. Entonces no quise. Hay una diferencia en quién habla. Y si es la curiosidad o el corazón. Dime ¿está resentido?

La pequeña movió la cabeza de un lado al otro y dijo:

—¡Cómo! Si estuviera resentido no estaría yo aquí. Ha sido muy desdichado y todavía se siente desdichado. Es un sentimiento que le consume y le mortifica. Pero ha recuperado la serenidad. Es decir, de cara a la gente. Y así seguirá, porque te quería mucho, Melanie, tanto como él era capaz de querer. Tú eras su orgullo y se alegraba cuando te veía.

Melanie asintió.

—Ves, hija mía, no pudiste actuar de otra manera porque no habías aprendido lo otro, lo verdaderamente importante, y porque no sabías lo que era la seriedad de la vida. Anastasia siempre cantaba aquello del que «nunca tuvo que comer su pan con lágrimas» y Elimar pasaba la página de la partitura. Pero cantarlo y vivirlo es muy diferente. Tú nunca has comido el pan con lágrimas, y Anastasia no lo ha comido y Elimar tampoco. Así sucedió que hiciste lo que te gustaba o lo que te inspiraba el estado de ánimo del momento. Y te marchaste del lado de las niñas, de las queridas niñas que son tan monas y tan finas, y ni siquiera las quisiste ver. Has renegado de tu propia carne y de tu propia sangre. Ay, mi pobre y querida niña, nunca lo podrás justificar ante Dios y los hombres.

Pareció como si la pequeña fuera a continuar hablando. Pero Melanie se levantó y dijo:

—No, Riekchen, hasta aquí llegamos. Aquí eres injusta conmigo. Tú me conoces bien y desde hace mucho tiempo, yo misma era una niña cuando entré en la casa. Pero has de reconocer que nunca he mentido y fingido; por el contrario, siempre he odiado hacerme pasar por mejor de lo que soy. Y todavía lo odio. Por eso te digo que lo de las niñas, lo de mi dulce y pequeña Heth, que se parece al padre pero también se ríe y es tan nerviosa como la mamá, no, Riekchen, lo de las niñas no me lo puedes reprochar.

—Pero te fuiste sin una mirada y sin decir adiós.

—Sí, así es y lo sé muy bien, otra no lo hubiera hecho. Pero si se puede estar orgulloso de algo, en sí triste, entonces yo estoy orgullosa de ello. Yo quería marcharme, sin lugar a dudas. Si veía a las niñas no podía marcharme. De modo que tenía que escoger. Quizá escogí mal, a ojos del mundo, desde luego que sí, pero al menos fue un juego limpio, abierto y honesto. La que huye del matrimonio sin otra razón que la de amar a otro hombre pierde el derecho a interpretar, así al margen, el papel de la madre tierna. Ésa es la verdad. Me fui sin verlas y sin adiós porque me repugnaba mezclar lo sagrado y lo profano. No quería una confusión sentimental. No me corresponde alardear de mi virtud. Pero al menos tengo algo, Riekchen: tengo sensibilidad para lo que es o no es apropiado.

—¿Te gustaría verlas ahora?

—Mejor hoy que mañana. Ahora mismo. ¿Las has traído?

—No, no, Melanie, eres demasiado precipitada. Pero he pensado un plan. Si sale bien te lo haré saber. Y entonces o vengo yo o te escribo, o escribe Jacobine. Porque Jacobine nos tiene que ayudar. Y ahora queda con Dios, mi querida, queridísima Melanie. Olvida a la gente. En el fondo eres una buena chica. Liviana, sí, pero con el corazón en su sitio. Y ahora queda con Dios, mi tesoro.

Y se marchó sin querer ponerse la capita porque deseaba interrumpir rápidamente la conversación. En el próximo descansillo hizo un alto y con alguna dificultad metió los brazos en las pequeñas mangas.

Melanie se sentía muy dichosa por esta visita, al mismo tiempo estaba llena de esperanzas anhelantes, y a veces tenía la sensación de que en la habitación contigua la niña pequeña en su cuna pasaba a un segundo plano ante este anhelo. No en vano era una de esas naturalezas en cuyo corazón siempre tiene preferencia un objeto.

Así pasaron semanas, y ya estaba cerca la Pascua cuando por fin recibió una carta de la que enseguida dedujo que le traía buenas noticias. Era de su hermana, y Jacobine escribía en estos términos:

¡Mi querida Melanie! ¡Estamos solas y bendita sea la topografía! Tiene que ver, como sabrás, con esos trípodes altos que se ven en el paisaje cuando se viaja en tren y ante los que los compañeros de compartimento preguntan indefectiblemente: «¿Dios mío, qué es eso?». Y no es de extrañar pues parecen un taburete de pintor, sólo que ese pintor tendría que ser muy alto. Más alto y patilargo que Gabler. Y no vuelve hasta dentro de catorce días, de lo que ya me alegro mucho, mucho y siento casi añoranza. Porque posee eso que nos gusta a las mujeres. Antes también te gustaba a ti, sí cariño, no puedes negarlo, y yo a veces hasta estaba celosa porque tú eres más inteligente que yo y a ellos les gusta eso. Pero a lo que íbamos. Riekchen estuvo aquí y me insistió mucho, y pienso que no debemos perder ni un instante más y mañana hacia mediodía vienes a mi casa. Ellas estarán aquí y Riekchen también. No les hemos dicho nada para que sea una sorpresa. Soy muy feliz de poder ofrecer mi ayuda para algo tan emocionante. Porque opino que el amor materno es lo más bello… ¡Ay, Melanie querida!… Me callo, Gryczinski no deja de repetir que lo más importante en la vida es saber controlar los sentimientos… No sé si tiene razón. Hasta pronto. Siempre tuya,

J. v. G.

Después de recibir estas líneas, un estado de excitación que ni podía ni quería ocultar se apoderó de Melanie. Así la encontró Rubén y se preocupó seriamente porque sabía por experiencia que a estas sobreexcitaciones siempre solía seguir el abatimiento, y que a estas expectativas exageradas solía corresponder una desilusión. Intentó distraerla y entretenerla y se alegró cuando por fin llegó la mañana siguiente.

El día era claro y el aire suave, sólo unas pequeñas nubes blancas flotaban allá arriba en el azul. Melanie salió de casa antes de la hora acordada para emprender su camino a la Alsenstrasse. ¡Ah, qué bien le hacía este aire! Iba parándose con frecuencia para respirarlo con avidez y disfrutar de las pacíficas imágenes de la vida renaciente y de una naturaleza aquí y allá verdeante. Todos los setos mostraban un borde verde y en los sitios removidos, donde se habían barrido a un lado las hojas caídas, asomaban ya las hojitas verdes del maro, y una vez le pareció que una golondrina pasaba veloz ante ella con piar agudo pero alegre. Así cruzó el Tiergarten en toda su anchura hasta llegar a la pequeña plaza situada inmediatamente delante de la Alsenstrasse, que llaman Pequeña Plaza del Rey. Aquí se sentó en un banco, y dándose aire con el pañuelo oyó con toda claridad cómo le latía el corazón.

«En qué laberinto nos perdemos en cuanto abandonamos el camino de lo acostumbrado y nos apartamos de la regla y la ley. No nos sirve de nada declaramos inocentes nosotros mismos. El mundo es más fuerte que nosotros y nos vence, por fin, en nuestro mismo corazón. Creí actuar bien cuando me fui del lado de mis niñas sin verlas y sin decir adiós, no quería un melodrama; o lo uno o lo otro, pensé. Y todavía creo que pensé acertadamente. Pero ¿de qué me sirve? ¿Cuál es la realidad? Una madre que siente miedo ante sus hijos.»

Esta conclusión la hizo reaccionar. Un orgullo rebelde, que junto a la dulzura formaba también parte de su naturaleza, se removió de nuevo, y Melanie dirigió sus pasos rápidamente a la casa de los Gryczinski.

Los porteros, el hombre y la mujer, y dos de sus hijas adolescentes debían de haber oído del acontecimiento por el camino de la escalera de servicio, porque se habían instalado en la puerta entornada del sótano y se asomaban estirando el cuello. Melanie lo vio y murmuró:

—¡A nine-days-wonder! Me he convertido en una atracción. Siempre me pareció algo horrible.

Entonces subió la escalera y llamó al timbre. Riekchen ya había llegado, las hermanas se besaron e intercambiaron amabilidades sobre sus respectivos aspectos. Todo revelaba expectación y contento.

La sala de estar y de recibir, en la que entraron, era un espacio amplio y aireado, pero en relación con su profundidad, algo estrecho, cuyas dos grandes ventanas (sin pilar entre ellas) formaban una especie de galería. Reinaba cierta solemnidad y las cortinas rojas, medio cerradas desde los lados, daban una maravillosa luz amortiguada, que se reflejaba en las paredes blancas. Hacia el fondo, frente al hueco de las ventanas, se veía una puerta alta que conducía al comedor contiguo.

Melanie tomó asiento en el pequeño sofá junto a la ventana, las otras dos damas con ella, y Jacobine intentó una charla a su estilo. Porque ella carecía de todo sentimiento profundo y contemplaba la escena desde el punto de vista de una matinée dramática. Riekchen, sin embargo, que se había dado cuenta de que las miradas de Melanie estaban dirigidas exclusivamente a un sitio, interrumpió por fin la conversación y dijo:

—Déjalo, Bine. Voy a traerlas.

Se hizo un penoso silencio, Jacobine no supo ya qué decir y se alegró sobremanera cuando desde la plaza sonó la música de un regimiento de la Guardia que pasaba. Se levantó, se colocó entre las cortinas y se asomó hacia la derecha:

—Son los ulanos —dijo—. ¿No quieres verlos…?

Pero antes de que terminara la frase se abrió la gran puerta de alas y Riekchen con las dos niñas de la mano entró en la sala.

Fuera la música se apagó.

Melanie se había puesto en pie rápidamente y había ido al encuentro de las niñas, que esperaban casi asustadas. Pero cuando vio que Lydia daba un paso hacia atrás ella también se inmovilizó; un horrible sentimiento de miedo la invadió. Con esfuerzo logró pronunciar unas palabras:

—Heth, mi querido y pequeño tesoro… Ven… ¿No te acuerdas ya de tu mamá?

Y haciendo acopio de todas sus fuerzas se acercó hasta la puerta y se agachó para coger en brazos a Heth. Pero Lydia le dirigió una mirada de amargo odio, retuvo a la pequeña del tirante de su vestido y dijo:

—Nosotras ya no tenemos madre.

Al mismo tiempo tiró de la pequeña, que se resistía un poco, y la obligó a seguirla y a salir por la puerta entreabierta.

Melanie cayó desmayada al suelo.

Media hora más tarde se había recuperado lo suficiente como para volver a casa. Rehusó que la acompañaran. La pedantería de Riekchen y las necedades de Jacobine le tenían que parecer, en su situación, igualmente insoportables.

Cuando Melanie se hubo marchado, Jacobine le dijo a Riekchen:

—Vaya, me ha impresionado de verdad. Gryczinski no se tiene que enterar de nada. Además, está en contra de los niños. Y sólo me diría: «Ya ves lo que resulta de estas cosas. Ingratitud y malos modos».