De incógnito

Melanie estaba contenta de haber vuelto a casa.

No ignoraba lo que inevitablemente se le opondría, y el temor que Rubén había expresado era también su temor. Pero al mismo tiempo era tan optimista como para abrigar la esperanza de que lo superaría. ¿Y por qué no? Lo que había sucedido le parecía, en lo que se refiere a la sociedad, prácticamente compensado; habían cumplido con todas las normas, las formas estaban salvadas, y así pensó que no tendría que enfrentarse a un rigor del que el mundo, generalmente, sólo echa mano cuando cree que es necesario, quizá simplemente con la convicción de que el que está en una casa de cristal no debe tirar piedras.

Melanie no esperaba, pues, una actitud rigorista. No obstante aceptó guardar el incógnito al menos durante las siguientes semanas y empezar a hacer las visitas más necesarias después de Año Nuevo.

Así resultó lo más natural que se celebrara la Nochebuena en el círculo más íntimo. Sólo aparecieron para ver arder las velas en el árbol de Navidad Anastasia, el hermano de Rubén y el viejo procurador de Frankfurt, un solterón empedernido y silencioso, al que no se le soltaba la lengua hasta la tercera botella. Y cuando las velas estuvieron encendidas trajeron también a la pequeña Aninette, y Melanie cogió a la niña en brazos y jugó con ella y la alzó hacia el árbol. La niña parecía alegre y reía e intentaba coger las luces.

Y todos se sentían felices, sobre todo Rubén, y el que le hubiera visto en esta noche no habría echado de menos en él ni la satisfacción ni la cordialidad. Se había despojado de todo lo americano.

En la habitación contigua se había servido entretanto una pequeña cena y después de que Anastasia y luego el joven Rubehn hubieran pronunciado unas palabras graciosas de brindis se alzó también el viejo procurador para proponer un brindis final «con la copa y el corazón rebosantes». Lo mejor en el mundo —dijo— era el incógnito, lo sabía por propia experiencia. Todo lo que se exhibe en el mercado o la calle no vale nada o sólo tiene un valor corriente; por el contrario, lo que verdaderamente tiene valor se retira, se refugia en un rincón tranquilo, se esconde. La flor más delicada es sin lugar a dudas la violeta, y el fruto más poético, y ahí tampoco cabe dudar, es la fresa. Ambas, sin embargo, se esconden, ambas se dejan buscar, ambas viven, por así decir, de incógnito. Y en vista de eso proponía un brindis en honor del incógnito o los incógnitos, que lo mismo le daba el singular que el plural.

El o los

Una copa llena para Melanie

Los o él

Una copa llena para Ebenezer

Y a renglón seguido se puso a cantar.

Era ya tarde cuando se separaron y Anastasia prometió volver al día siguiente para almorzar. Un día más tarde (Rubehn acababa de irse a la calle) apareció Vreni para anunciar en su alemán suizo y visiblemente excitada al consejero policial Reiff. Sólo se tranquilizó de nuevo cuando su joven ama contestó:

—Ah, bienvenido. Hazle pasar.

Melanie salió al encuentro del visitante. No había cambiado nada: el mismo brillo en el rostro, el mismo frac negro, el mismo chaleco blanco.

—Qué alegría volver a verle, querido Reiff —dijo Melanie y con un gesto de la mano derecha le invitó a sentarse en un sillón cercano al suyo—. Siempre fue usted mi buen amigo, y creo que lo sigue siendo.

Reiff dijo algo de «devoción inveterada» e hizo preguntas sobre preguntas. Por fin dejó caer casual o intencionadamente el nombre de Van der Straaten.

Melanie conservó la calma y solamente dijo:

Ese nombre no debe usted pronunciarlo, querido Reiff, al menos por ahora. No es que despierte en mí imágenes desagradables. No, en absoluto. Si fuera así, podría usted pronunciarlo. Pero precisamente porque ese nombre no me trae a la memoria cosas desagradables, y porque sé que he hecho daño al que lo lleva, me atormenta y aflige. Me recuerda una injusticia, que no es menor porque yo no la sienta en mi corazón como tal. Así que no hablemos de él. Ni tampoco de…

Y calló para continuar al cabo de un rato:

—Ahora poseo mi felicidad, una verdadera felicidad; mais il faut payer pour tout et deux fois pour notre bonheur.

El consejero policial farfulló una tímida confirmación, porque no había comprendido bien.

—Nosotros, mi querido Reiff —retomó el hilo Melanie—, nosotros tenemos que encontrar un terreno neutral. Y lo encontraremos. Es una de las ventajas de la gran ciudad. Siempre hay mil temas sobre los que poder charlar. No sólo para hablar por hablar, sino también con el corazón. ¿No es así? Cuento con verle de nuevo.

Poco después, Reiff se despidió para no hacer esperar demasiado al coche de punto en el que había venido. Melanie se asomó para verle marchar y se alegró cuando unas casas más allá el consejero policial se encontró con Rubehn, que volvía de la ciudad. Ambos se saludaron.

—Reiff ha estado aquí —dijo Rubehn cuando unos minutos más tarde entró en la habitación—. ¿Cómo te ha parecido?

—El mismo de siempre. Un poco más azarado de lo que debe estar un consejero policial.

—Mala conciencia. Quería sonsacarte.

—¿Tú crees?

—Sin duda. Todos son iguales. Sólo su manera de actuar es diferente. Reiff opta por hacerse el inocente. Pero ante esa especie hay que estar doblemente alerta. Y por ridículo que sea no puedo evitar la idea de que mañana entraremos en el libro negro.

—No eres justo con él. Siente afecto por mí. O ¿no es más que vanidad e imaginación por mi parte?

—Quizá. Quizá no. Pero estos caballeros… su mejor amigo, su propio hermano no está nunca seguro de ellos. Y cuando uno se asombra por ello o lo lamenta, encogen los hombros y dicen irónicamente: C’est mon métier.

Una semana más tarde había empezado el nuevo año y llegó el momento en el que la joven pareja quería salir de su incógnito. Al menos Melanie lo deseaba. Aún no había visitado a Jacobine y aunque no se prometía nada bueno de esa visita, recordando que su carta a ella no había tenido contestación, era algo que debía hacer fuera cual fuera el riesgo. Tenía que saber qué actitud adoptaban los Gryczinski.

Así pues, fue a la Alsenstrasse.

Más acongojada de lo que solía subió la escalera alfombrada y llamó al timbre. Pronto percibió detrás de la pared de cristal del rellano un inquieto ir y venir. Por fin se abrió la puerta.

—Oh, Emmy, ¿está mi hermana en casa?

—No, señora consejera… ¡Cómo lo va a sentir la señora! Vino la señora Von Heysing y la recogió para ir a ver ese cuadro tan grande. Creo que se llama Las antorchas de Nerón.

—¿Y el comandante?

—No sé —dijo confundida la doncella—. Quería salir. Pero será mejor que…

—Oh, no, Emmy, déjelo. Está bien así. Diga usted a mi hermana, o a la señora, que he estado aquí. O mejor, tome mi tarjeta de visita…

Melanie saludó brevemente y se marchó.

En la escalera murmuró para sí misma:

—Es él. Ella es una buena chica y me quiere.

Luego se llevó la mano al corazón y dijo sonriendo:

—Calla, corazón mío.

Rubehn, al oír del resultado de la visita, se mostró poco asombrado, y menos aún cuando a la mañana siguiente llegó una carta cuyas iniciales J. v. G., delicadamente trazadas, no permitían dudas acerca de su remitente. En efecto, eran unas líneas de Jacobine, que escribía:

Mi querida Melanie. Cómo he sentido que no pudiéramos vernos. ¡Después de tanto tiempo! ¡Y después de haber dejado sin respuesta tu querida y extensa carta! Era tan encantadora que hasta Gryczinski, que es tan crítico y examina todo bajo el aspecto de la disposición, estaba cautivado. Sólo puso reparos a eso de que todo el bien y todo el consuelo siguen viniendo de Roma. Eso le disgustó y opinó que no se debían decir estas cosas ni en broma. No aceptó mis argumentos. Ya sabes que la mayoría de los Gryczinski son todavía católicos, y me imagino que él es tan severo y tan sensible porque personalmente desea quitarse de encima el problema. Porque en esta cuestión los de arriba siguen estando difíciles, y Gryczinski, como ya sabes, es demasiado prudente como para desear algo que los de arriba no quieren. Pero quizá las cosas cambien un día. Te reconozco abiertamente que a me parecería bien, no tendría nada en contra de que hablaran por fin de otra cosa. ¿Es acaso tan importante y una cuestión tan candente? Yo, si no fuera por la cantidad de muertos y heridos, desearía una nueva guerra. (Dicen, por cierto, que ya están haciendo planes para otra.) Si tuviéramos guerra desaparecería toda esa cuestión y Gryczinski sería teniente coronel. Porque él es el tercero. Y algunos de los viejos generales, o al menos de los muy viejos, tendrán que marcharse de una vez.

Pero aquí estoy hablando de guerra y de paz, y de Gryczinski y de mí, y me olvido por completo de preguntar por ti y por tu estado de salud. Estoy segura de que te va bien y que en todo lo esencial estás contenta con el cambio. Él es rico y joven, y de acuerdo con tus convicciones, pienso que no te puede hacer desgraciada que no posea un título. Además, quién sabe, el que es joven tiene esperanzas. Frankfurt es ahora prusiana. Quizá se presente la ocasión.

Ah, mi querida Melanie, cómo me hubiera gustado ir a visitarte, y echar un vistazo a las cosas grandes y a las pequeñas, sí también a las pequeñas y saber a quién se parece. Pero él me lo ha prohibido y también le ha dicho al mayordomo que «no estamos nunca en casa». Ya sabes que no tengo el valor de contradecirle, aunque le he replicado un poco. Pero él me ha dado un bufido y ha dicho: «Ni hablar. No tengo ganas de que me releguen por estas tonterías. Ten mucho cuidado, Jacobine. Eres una mujercita encantadora (eso dijo de verdad), pero sois como las gemelas o las manzanas rojiverdes, y a ti también te bulle algo de eso en la sangre. Yo, sin embargo, no soy Van der Straaten y no hago comedias de magnanimidad. Sobre todo, no a mi costa». Y me envió un beso de haut en bas y salió de la habitación.

¿Y qué hice yo? Ay, querida Melanie, nada. Ni siquiera lloré. Sólo estaba asustada. Porque sentí que él tenía razón, que llevo dentro una extraña curiosidad. Y en eso están en lo cierto las gentes de la Biblia, que achacan tantas cosas a nuestra curiosidad… Elimar, que desde luego no pertenece a ese grupo de la Biblia, me dijo una vez: «Lo más bonito es poder comparar». Creo que se refería al arte. Pero desde entonces me preocupa esa cuestión y no creo que se limite al arte. Por cierto que Gryczinski proyecta aún en este invierno o ya en primavera un pequeño viaje con el Estado Mayor. Entonces te veré. Y cuando él regrese se lo confesaré todo. Es un buen momento. Él está entonces tan cariñoso. Y no es ningún Barba Azul. Hasta entonces, tuya,

JACOBINE

Melanie dejó caer la carta y Rubehn la recogió. La leyó y dijo:

—Sí, mi corazón, éstos son los días de los que se dice que no nos gustan. ¡Ay, y sólo están empezando! Pero deja, deja. Todo se agota y antes que nada esto.

Y se dirigió al piano de cola y atacó con fuerza y con un atisbo de exageración optimista: «¡Con mi capa te protegeré, te protegeré de la tempestad!».

Luego se levantó, la besó y dijo:

Cheer up, dear!