De nuevo en casa

Sus esperanzas no la traicionaron. Se restableció, y cuando llegaron los días de otoño y los progresos del bebé, y sobre todo su propio bienestar permitieron el viaje, abandonaron la ciudad a la que se sentían unidos entrañablemente por horas graves y alegres, y pasaron a Suiza para encontrar allí en el más delicioso de los valles, en el valle «entre los lagos[37]», un nuevo refugio provisional.

Vivieron allí semanas serenas y dichosas, y sólo cuando empezó a soplar un viento cortante del noroeste, desde el lago de Thun hacia el de Brienz, y al día siguiente cayó la nieve tan densa que no sólo la Jungfrau sino hasta las más pequeñas cimas se asomaron al valle cubiertas de nieve y de hielo, Melanie dijo:

—Ha llegado el momento. La edad no le sienta bien a todas las personas, ni la nieve a todos los paisajes. El invierno no tiene carta de residencia en este valle o al menos no es éste su sitio adecuado. Quiero volver a donde se sabe convivir con él y se le entiende.

—¡Me parece —rió Rubén— que añoras la Isla de Rousseau[38]!

—Sí —dijo ella—, y muchas cosas más. Mira, en tres horas podría estar desde aquí en Ginebra para volver a ver la casa en la que nací. Pero no siento añoranza de ella. Me atrae, por el contrario, el norte, lo siento más y más como la patria de mi corazón. Y siempre lo será, a pesar de todo lo pasado.

Y un día suave de diciembre Rubén y Melanie estaban de nuevo de vuelta en la capital y con ellos Vreni o «la Vrenel», una rústica niñera suiza, que habían tomado a su servicio para cuidar al bebé durante su estancia en Interlaken. Una excelente elección. En la estación habían sido recibidos por el hermano menor de Rubén, que les había conducido a su domicilio: una encantadora mansarda, cerca del extremo occidental del Tiergarten, amueblada y arreglada con tanta opulencia como buen gusto y que quedaba casi pared con pared con el piso de Duquede.

—¿Debemos mantener buena vecindad con él? —se preguntaron entre bromas en el momento de entrar en la casa.

Melanie estaba muy contenta con la casa y la decoración, y en general con todo, y ya a la mañana siguiente, cuando se quedó sola, se sentó en uno de los profundos huecos de ventana y se puso a mirar los árboles cubiertos de escarcha del parque y unas ardillas que se perseguían y saltaban de rama en rama. ¡Cuántas veces las había contemplado jugar cuando paseaba en coche por el Tiergarten con Liddi y Heth! De repente todo surgió ante sus ojos y sintió que una sombra caía sobre las amables imágenes de su alma.

Por fin también ella quiso salir y ver otra vez la ciudad, la ciudad y las personas amigas. ¿Pero a quién? Sólo podía visitar a su amiga la profesora de música. Y eso hizo, sin obtener realmente una satisfacción de ello. Anastasia la recibió con excesiva confianza, casi con petulancia, y Melanie volvió a casa con comprensible disgusto. Tampoco allí encontró las cosas como era de esperar: Vreni parecía de mal humor, las habitaciones estaban demasiado calientes y su alegría no resurgió hasta que oyó la voz de Rubén fuera en el vestíbulo.

Y ahora entró.

Era la hora del té, el agua hervía ya y Melanie tomó del brazo al hombre amado y charlando dio unos pasos con él por la espesa alfombra turca. Pero él sufría del calor que ella intentaba, en vano, aliviar abanicándole con su pañuelo.

—¡Y estamos en el norte! —rió él—. Ahora, dime, ¿cuándo hemos tenido que soportar en el sur algo parecido de calor y simún?

—Oh sí, Rubén. ¿Recuerdas cuando fuimos por primera vez al Lido? Yo por lo menos no lo olvidaré. Nunca en mi vida he pasado tanto miedo como entonces en el barco: primero el bochorno y luego la tormenta. Y entremedias los rayos. ¡Y si aún hubieran sido rayos! Caían del cielo como sábanas de fuego. Tú estabas tan tranquilo.

—Siempre lo estoy, amor mío, o al menos lo intento. Nuestra inquietud no cambia nada y aún menos arregla las cosas.

—No sé si tienes razón. En nuestra angustia y nuestra preocupación rezamos, incluso nosotros, los que en nuestros días felices nos olvidamos. Y eso reconcilia a los dioses. Porque ellos quieren que aprendamos a sentirnos en nuestra pequeñez y necesidad. ¿No crees que tienen razón?

—Sólo sé que tienes razón. Siempre. Y para darte gusto los dioses también han de tener razón. ¿Te parece bien?

—Sí y no. Lo que hay en ello de amor me parece bien, al menos lo oigo con gusto. Pero…

—Dejemos el «pero» y tomemos nuestro té que nos está esperando. Siempre reconforta y es un remedio para todo, y también nos reconfortará en este calor africano. Pero para ir sobre seguro abriré primero la ventana.

Y lo hizo y bajo la persiana medio levantada entró un suave aire nocturno.

—Qué benigno y blando —dijo Melanie.

—Demasiado blando —respondió Rubén—. Tendremos que prepararnos a corrientes de aire más frías.