¡Hacia el sur! En jornadas breves, interrumpidas a veces durante unos días, como exigía el estado de salud precario de Melanie, cruzaron el Brenner y alcanzaron Roma hacia finales de febrero, donde se proponían esperar la fiesta de Pascua y «noticias de casa». Los términos escogidos eran intencionadamente neutros, a pesar de que en realidad se trataba de noticias decisivas para su vida y que se hacían esperar más de lo deseado. Por fin llegaron las «noticias de casa» y la siguiente mañana les vio a ambos delante del portal de una pequeña capilla inglesa, a cuyo anciano reverendo ya habían conocido antes y, movidos por su bondad, confiado su secreto. También estaban presentes algunos amigos y poco después de la ceremonia, tras semanas de reclusión en la ciudad, partieron hacia la Villa d’Este para respirar el aire libre y disfrutar de la belleza de los crocos y las violetas. Y todos disfrutaron, especialmente Melanie. Se sentía dichosa, infinitamente dichosa. Todo lo que había afligido su corazón desapareció de golpe y reía de nuevo como hacía tiempo que no reía, como un niño sin malicia. Ah, al que está dada esta risa siempre la conservará, y si desaparece siempre volverá. Sobrevive a toda culpa y nos construye los puentes hacia delante y hacia atrás a un tiempo mejor.
Sin duda, se sentía liberada por este día, pero deseaba ser aún más libre, y cuando al anochecer regresó a su residencia, donde la cordial patrona romana había ya encendido además de la chimenea la lámpara de tres cabos, decidió escribir aquella misma noche a su hermana Jacobine, hacerle unas cuantas preguntas y, de paso, hablarle de su dicha y de su viaje.
Y así lo hizo y escribió de esta manera:
Mi querida Jacobine. Hoy ha sido un verdadero día de fiesta y, lo que es más, un día feliz, y me gustaría tanto dar una expresión a mi gratitud. Por eso escribo. Y ¿a quién mejor que a ti, mi querida hermana? ¿O no quieres oír ya esta palabra? ¿O no te está permitido?
Te escribo estas líneas en la Via Catena, una pequeña calle perpendicular que conduce al Tíber, y si miro calle abajo unas luces me saludan desde la otra orilla. Y esas luces provienen de la Farnesina, la famosa villa en la que Amor y Psique se asoman prácticamente desde todas las ventanas. No debo bromear sobre estas cosas, y no sería capaz de ello si no hubiéramos estado hoy en la capilla. ¡Por fin, por fin! Y ¿sabes quién estaba entre los testigos? Nuestro capitán Von Brausewetter, tu antigua pareja de baile de Dachröden. Afectuoso y amable y sin presunción. Cuando se está proscrito, que es todavía peor que ser desdichado, se tiene una especial sensibilidad, y el cuadro aquél, recuerdas, sobre el que tanto bromeé e ironicé, no se me va de la cabeza. Siempre la misma frase de «lapidadla, lapidadla». La voz, sin embargo, que pronunció la palabra divina delante de los fariseos, calla.
Pero dejémoslo, prefiero charlar contigo.
Hemos viajado en pequeñas jornadas y al principio me sentía apática y fatigada, y si expresaba alguna alegría era sólo por Rubén. Me daba tanta lástima de él. ¡Una mujer llorona! Es lo peor que hay. Y encima de viaje. Así pasó toda una semana hasta que llegamos a las montañas. Entonces empecé a sentirme mejor, y cuando pasamos a orillas del turbulento Inn y encontramos esa misma tarde un maravilloso hotel en Innsbruck, se me quitó el peso de encima y pude respirar de nuevo. Cuando Rubén vio que la ciudad y el paisaje me hacían bien y me reconfortaban decidió que nos quedáramos el día siguiente y visitamos todas las iglesias y castillos, al final también la iglesia en la que está enterrado el emperador Maximiliano. Es el mismo de la Martinswand y el mismo que vivió en tiempos de Lutero aunque ya era un venerable anciano. Y es el mismo que ha sido celebrado por Anastasius Grün como el «último caballero», en lo que quizá ha ido demasiado lejos. No creo que haya sido el último caballero. Era demasiado corpulento y fuerte para ser un caballero, y sin que pretenda adularte, pienso que Gryczinski tiene un aspecto más caballeresco. Es curioso que me siento más prusiana de lo que creía, y por eso tampoco me ha gustado del todo el monumento de Andreas Hofer. Lleva un cinturón tirolés con una inscripción y fue fusilado en Mantua, como habrás oído. Algunos le reprochan haber tenido miedo. Pero yo no entiendo como se le puede reprochar a alguien que no quiera ser fusilado.
Por fin cruzamos el Brenner, que estaba cubierto de nieve, y ¡qué imagen tan fantástica ver en la misma ladera por la que subía nuestro tren circular más abajo dos o tres trenes, tan diminutos e insignificantes como el comedero de la jaula de un canario. La misma noche llegamos a Verona. La última vez que estuve allí fue sólo de paso; ahora sin embargo nos quedamos un día porque Rubén quería enseñarme el teatro romano antiguo; pasé frío con el viento helado que soplaba, pero me alegro de haberlo visto. ¿Cómo te lo describiría? Imagínate la Ópera, pero no en un día corriente sino en la noche de un baile de suscripción, y en la zona donde se encuentra la música se amplía el espacio. Porque el teatro tiene forma de huevo, de anfiteatro, y el cielo es su techo, pero habría disfrutado más de todo si no hubiera caído en la tentación de tomar en un restaurante cercano un almuerzo con salami que resultó ser excesivamente nacional.
A la semana siguiente llegamos a Florencia, y si yo fuera Duquede diría que está sobrestimada. Está llena de ingleses y de cuadros, y es imposible verlos todos. Posee las «Cascine», algo así como nuestra avenida del Tiergarten o de los Hofjäger, de las que están muy orgullosos los florentinos, y es verdad que se ven allí carruajes de seis, doce y hasta veinticuatro caballos. Yo no los he visto y no quiero confundirte con números. Sobre el Arno conduce un puente con tiendecitas, parecido al Rialto, y si dejas a un lado las innumerables iglesias y conventos, la atracción principal de la ciudad es el viejo palacio ducal. Lo más bonito, según los florentinos, es la pequeña torre que sobresale en medio del palacio, como si fuera una chimenea con una corona y una galería alrededor. Dicen que es una idea muy original. Y al final uno también la encuentra original. Cerca se halla una calleja larga y estrecha, que transcurre paralela a la calle principal, en la que asan constantemente codornices en pinchos. Y todo huele a aceite, y hay ruido y flores y quesos en montones, de modo que uno no sabe dónde parar, ni si debe espantarse o entusiasmarse. Por fin uno se entusiasma, y en el fondo es lo más bonito que he visto en todo el viaje. Exceptuando, naturalmente, Roma. Y ahora estoy en Roma.
Pero mi querida Jacobine del alma, hoy no te voy a contar nada de Roma porque voy por la cuarta página y Rubén se impacienta y me tira confeti desde su rincón oscuro, a pesar de que hemos dejado atrás el carnaval hace tiempo. Me interrumpo, pues, y te hago sólo unas cuantas preguntas.
Bueno, ahora que quiero formularlas se resisten a salir de la pluma y tú has de intuirlas. No son ningún misterio. Por favor, sé benigna en tu respuesta pero no me escondas nada. Tengo que aprender a llevar lo desagradable y doloroso. Es inevitable. No me hago ninguna ilusión a este respecto. El que va al molino sale blanco. Y el mundo escogerá símiles peores. Desearía únicamente que en mi condena no se olvidaran del todo las «circunstancias atenuantes». Porque, querida Jacobine, no podía actuar de otra manera. Sólo tengo un deseo: que se me permita demostrarlo. Temo que ese deseo me será denegado, y tendré que buscar y encontrar mi consuelo en mi felicidad y mi felicidad en mi vida retirada. Y eso me propongo hacer. Ya he tenido bastante del fragor de la vida y ansío la soledad y el silencio. Aquí los tengo. ¡Ah, qué bella es esta ciudad! A veces me parece que es cierto que todo el bien y todo el consuelo nos vienen de Roma y sólo de Roma. En esta ciudad es un deleite pasear, y ver y oír como en sueños.
Y ahora, mi dulce Jacobine, adiós y escríbeme mucho y con detalle. Me interesa todo, y anhelo noticias, sobre todo noticias… Pero tú ya lo sabes. Ni una palabra más. Siempre tuya,
MELANIE R.
La carta fue entregada esa misma noche para que saliera con el correo, con la vaga convicción de que un envío rápido obtendría una respuesta rápida. Pero la respuesta se hizo esperar y la ofensa que significaba este retraso habría sido muy dolorosa si Melanie no hubiera recaído, pocos días después del envío de la carta, en su antigua melancolía. Estaba segura de que iba a morir, intentaba sonreír y se deshacía de repente en un torrente de lágrimas. Porque amaba la vida y dentro de su dolor gozaba de una dicha infinita: la proximidad del hombre amado.
Y tenía razón, sin duda, de disfrutar de esta felicidad. Porque todas las virtudes de Rubén se mostraban más luminosas cuanto más turbios eran los días. No conocía más que la consideración; no expresó en ningún momento impaciencia o disgusto, y la nobleza de su naturaleza hacía olvidar lo reservado de ella.
Así transcurrieron semanas difíciles.
Un médico alemán, cuyo consejo se recabó, declaró por fin que había que evitar sobre todo la inmovilidad y que, por el contrario, había que procurar constantemente nuevas impresiones. En otras palabras: lo que proponía era un constante cambio de lugar y de aires. Este ir y venir diario era en sí un mal, pero menor, y en cualquier caso el único remedio para aliviar la intranquilidad interior.
Así se hicieron nuevos planes de viaje y la enferma los aceptó con apatía.
En etapas breves, evitando cuidadosamente el tren y las carreteras importantes, se dirigieron a través de Umbria hacia arriba, a lo largo de la costa oriental, hasta que descubrieron un buen día que se hallaban a sólo diez millas de Venecia. Y entonces ella sintió un profundo y ansioso deseo de esperar allí su hora. De pronto estaba como cambiada, reía de nuevo y decía:
—¡Della Salute! ¿Te acuerdas?… Me suena familiar, me reconforta: ¡la salud, la salvación! ¡Oh, vamos! Allí quiero estar.
Y allí fueron, y allí fue donde llegó la temible hora. Y durante todo un día la manecilla no supo hacia dónde indicar, si hacia la vida o hacia la muerte. Pero cuando al anochecer empezaron a tocar magníficamente las campanas, allá al otro lado del agua, y la mujer exhausta a su pregunta «¿de dónde?» recibió la respuesta «Della Salute», ella se enderezó y dijo:
—Ahora sé que voy a vivir.