Despedida

Christel se interrumpió y se retiró asustada a la habitación contigua porque acababa de entrar Van der Straaten. Llevaba todavía el traje de etiqueta con el que había vuelto a casa una hora después de medianoche y su rostro insomne mostraba signos de excitación y cansancio. De qué lado había recibido la noticia de los planes de Melanie quedó sin aclarar. Toda su actitud daba a entender que se había propuesto que los acontecimientos siguieran tranquilamente su curso. Y si a pesar de ello había venido no era para retener por la fuerza, sino para exponer su postura, para suplicar. El que venía no era el marido indignado, sino el marido amante.

Acercó un sillón al fuego, tomó asiento, de modo que quedó enfrente de Melanie, y dijo en tono ligero y práctico:

—Así que quieres marcharte, Melanie.

—Sí, Ezel.

—¿Por qué?

—Porque amo a otro.

—No es una razón.

—Sí lo es.

—Y yo te digo que se te pasará, Lanni. Créeme, conozco a la mujeres. No soportáis la monotonía, tampoco la monotonía de la felicidad. Y lo que más odiáis es, en el fondo, la máxima felicidad, que significa tranquilidad. Estáis hechas para la intranquilidad. Preferís tener un poco de mala conciencia que una conciencia tranquila, que no cosquillea, y entre todos los refranes el del «mejor cojín»[36] os parece el más aburrido y el más ridículo. Vosotras no queréis descansar. Algo os ha de perturbar y pellizcar, y poseéis la cualidad sensual exacerbada o, si prefieres, heroica de saber verle el lado dulce al dolor.

—Puede ser que tengas razón, Ezel. Pero cuanto más razón tienes, tanto más me confirmas en mi decisión. Si es como tú dices, las mujeres seríamos jugadoras natas y los juegos de azar corresponderían a nuestra naturaleza. También a la mía.

A él le gustaba oírla hablar así, le recordaba los viejos buenos tiempos, y acercando confiado el sillón dijo:

—No seamos unos burgueses convencionales, Lanni. Dicen que soy un burgués, y puede que así sea. Pero no soy un burgués convencional. Y si no tomo las cosas de la vida con grandeza e idealismo tampoco las tomo con mezquindad y estrechez. Te ruego que no te precipites. Mi cotización está ahora muy baja, pero volverá a subir. No soy tan presuntuoso como para creer que tú, bella y amable criatura, mimada y adorar da por los mejores y los más inteligentes, me escogiste por pura inclinación o incluso por amor. Me escogiste porque eras aún joven y no amabas todavía a ningún hombre, y quizá comprendías con tu perspicaz y sano juicio que los jóvenes agregados tampoco eran héroes y semidioses. Y porque la firma de Van der Straaten tenía buena reputación. Es decir, nada de amor. Pero tampoco tenías nada en contra de mí, me encontrabas un poco fuera de lo común y hablabas y reías y bromeabas conmigo. Tuvimos a nuestras hijas, que son al fin y al cabo encantadoras —un mérito tuyo, desde luego— y, en fin, has vivido casi diez años con la convicción y la certeza de que no es precisamente una de las peores cosas ser una mujer joven, cómodamente arropada y la niña de los ojos de su marido, una mujer joven y mimada que puede hacer y dejar de hacer lo que quiera y, a cambio, no tiene otra obligación que mostrar un rostro amable cuando le apetezca. Ves, Melanie, tampoco ahora deseo más que eso, o mejor dicho, tampoco en el futuro quiero nada más. Porque en este momento lo poco que exijo te parece excesivo. Pero eso cambiará, tiene que cambiar. Y te repito, un mínimo me basta. No quiero pasión. No pretendo que me mires como si fuera Leone Leoni o cualquier otro héroe de novela, por los que las mujeres beben veneno como si fuera leche de almendras y mueren con una sonrisa, sólo por verle sonreír una vez a él. Yo no soy Leone Leoni, sólo soy alemán y de ascendencia holandesa, por la que lo alemán no mejora, y tengo los pómulos altos que me corresponden por herencia. No me muevo en ilusiones, menos que nada sobre mi exterior, y no pido hazañas amorosas de ti. Ni siquiera renuncias. Las renuncias se hacen, al final, ellas mismas y ésas son las mejores. Las mejores porque son voluntarias, y por eso mismo también son las duraderas y las seguras. No precipites nada. Todo volverá a su sitio.

Van der Straaten se había puesto en pie y, apoyado en el respaldo del sillón, se mecía ligeramente de un lado al otro.

—Una cosa más, Lanni —continuó—, no soy hombre de muchas consideraciones y odio esas aburridas atenciones a esto y aquello. A pesar de todo, te digo que tengas consideración de ti misma. No es bueno pensar siempre en lo que la gente dice, pero aún es menos bueno no pensar en ello en absoluto. Lo he vivido en mi propia persona. Y ahora reflexiona. Si te vas ahora… Sabes a qué me refiero. No puedes marcharte ahora; precisamente ahora.

—Pero me voy por eso mismo, Ezel —contestó ella en voz baja—. Debe haber claridad entre tú y yo. Estoy harta de esta despreciable mentira.

Él había absorbido ansiosamente cada palabra, como en momentos decisivos también se quiere oír lo que a uno le procura la muerte. Ya estaba dicho. Dejó el sillón y se tiró en él, por un momento pensó que los sentidos le abandonaban. Pero se recuperó enseguida, se frotó la frente y la sien y dijo:

—Bien. También esto. Lo superaré. Hablemos. Hablemos también de esto. Como ves sufro, más que nunca en mi vida. Pero sé que el curso de la vida es así, y que no tengo derecho a predicarte moral. ¡Qué de cosas me han sucedido…! Tenía que suceder así, inevitablemente, según la norma de la casa Van der Straaten (¿por qué nosotros no habríamos de tener una norma de la casa?) y creo que lo sabía desde mi juventud.

Al cabo de un rato prosiguió:

—Hay un refrán, Melanie, «los molinos de Dios muelen despacio» y ya ves cuando era un niño pequeño se lo oía a menudo a nuestra vieja niñera y siempre me daba miedo. Era una premonición, sin duda. Ahora me encuentro entre esas dos piedras y soy aplastado y triturado…

¿Triturado? Van der Straaten golpeó con el puño derecho sobre la palma izquierda y repitió una vez más, en un tono de repente diferente:

—¿Triturado? Tiene algo cómico, realmente. Maldita sea, al diablo los cobardes llorones. No voy a torturarme más con este asunto. Me avergüenzo de mí mismo, de mis aspavientos y pucheros. Bah, los predicadores vespertinos de la historia universal le dan demasiada importancia, y nosotros somos tan necios de repetir como loros sus palabras. Olvidando siempre la experiencia propia, olvidando cómo fue y cómo es y cómo será. ¿O acaso fue mejor en los días de mi padrino Ezequiel? ¿O cuando Adán cavaba y Eva hilaba? ¿No es todo el Viejo Testamento una novela sensacionalista? ¡Los misterios de París por partida triple! Te digo, Lanni, que en comparación somos corderitos inmaculados, blancos como la nieve. Huerfanitos. En fin, escucha. Nadie ha de saber nada, y yo me ocuparé de ello como si fuera cosa mía. Cosa tuya es, y eso es lo importante. Porque, si no me lo tomas a mal, yo te amo y quiero retenerte. No ha de ser, no ha de ser. Sin embargo, quédate.

Cuando Van der Straaten empezó a hablar Melanie se había sentido profundamente conmovida, pero él mismo, a medida que avanzaba en su discurso, había borrado ese sentimiento. Era la misma canción de siempre. Todo lo que él decía brotaba de un corazón lleno de bondad y generosidad, pero la forma en la que iba vestida esa generosidad ofendía de nuevo. Van der Straaten trataba lo sucedido, a pesar de la conmoción, de manera superficial como si fuera una bagatela y con una fuerte componente de humor cínico. Su intención era buena y la mujer amada debía obtener, según su deseo, la ventaja de este hecho. Pero la naturaleza más elevada de ella se rebelaba íntimamente contra este trato. Lo sucedido, y ella lo sabía, significaba su condena ante el mundo, su humillación, pero al mismo tiempo también era su orgullo este arriesgar su existencia, este reconocimiento incondicional de su inclinación. Y de pronto no había de ser nada, o al menos no mucho más que nada, algo cotidiano que se podía ignorar y olvidar. Eso le repelía. Y sentía con fuerza que lo sucedido era más perdonable que la postura de él ante lo sucedido. Él carecía de Dios y de fe, y sólo había un argumento en su descargo: que quizá su deseo de erigirle a ella puentes de oro, su deseo de un acuerdo a cualquier precio, le había llevado a hablar de manera diferente a la que le dictaba su corazón. Sí, así era. Pero si era así, ella no podía aceptar ese regalo misericordioso. En cualquier caso no quería aceptarlo.

—Tu intención es buena, Ezel —dijo—. Pero no puede ser. Todo tiene su consecuencia natural y la que aquí cuenta nos separa. Sé muy bien que hay otras soluciones, a diario, y no hace media hora que Christel me ha hablado de uno de esos casos. Pero cada uno lleva escrita su ley en el corazón, y yo me rijo por ella y tengo que irme. Tú me amas y por eso quieres ignorarlo. Pero no debes hacerlo y, en el fondo, tampoco puedes. Porque tú no eres el mismo en cada hora, nadie lo es. Y nadie puede olvidar. Los recuerdos, sin embargo, son poderosos, y una mancha es una mancha, y la culpa es la culpa.

Melanie calló un instante y se volvió a la derecha hacia la chimenea para echar unos trozos de carbón en las llamas que ardían ahora con fuerza. De pronto, como si le hubiera venido un pensamiento completamente nuevo, dijo con toda la vehemencia de su antigua manera de ser:

—Oh, Ezel, hablo de culpa y más culpa y podría parecer que ansío ser una Magdalena penitente. Me avergüenzo de esas grandes palabras. Sin embargo, no hay situación en la vida en la que escapemos al autoengaño y al hacer teatro. ¿Qué es lo que pasa realmente? Quiero irme, no por culpa sino por orgullo, y quiero irme para rehacerme ante mí misma. No soporto ni un instante más ese sentimiento mezquino que va adherido a toda mentira; quiero ver de nuevo situaciones claras y poder alzar de nuevo los ojos. Y sólo podré si me marcho, si me separo de ti y acepto ante todo el mundo mis actos. Habrá un gran escándalo y los virtuosos e hipócritas no me lo perdonarán. Pero el mundo no está hecho de virtuosos e hipócritas, está hecho de seres humanos que interpretan lo humano humanamente. En ésos pongo mis esperanzas, a ésos necesito. Y sobre todo me necesito a mí misma. Quiero volver a vivir en paz conmigo misma, y si no en paz, al menos sin desgarramiento y sin un rostro doble.

Pareció como si Van der Straaten fuera a contestar, pero ella lo impidió y dijo:

—No digas que no. Es así y no de otra manera. Quiero llevar otra vez la cabeza alta y aprender de nuevo a sentirme bien. Es todo una cuestión de vana autocomplacencia. Y también sé que sería mejor y menos egoísta si me contuviera y me quedara, siempre y cuando pudiera empezar el examen de conciencia en mí misma. Examen de conciencia y contrición. Pero soy incapaz de ello. Mi sentimiento de culpabilidad es puramente externo, y donde mi cabeza se somete, protesta mi corazón. Yo misma digo que es un corazón obstinado, y no intento justificarlo. Pero mis amonestaciones y reproches no cambian nada. Y ves, sólo hay un remedio que me ayuda y me arranca de mí misma: una vida completamente nueva y en ella eso que faltó en la primera: fidelidad. Deja que me vaya. No quiero embellecer mi decisión, pero te diré que es bueno que coincidan la ley que nos separa y mi deseo egoísta.

Van der Straaten se había puesto en pie para coger la mano de Melanie y ella se lo permitió. Pero cuando se inclinó para besarla en la frente ella sacudió la cabeza:

—No, Ezel, no. No debe haber ya nada entre nosotros que moleste y perturbe, atormente y angustie, que sólo complica las cosas y no las puede alterar… Me esperan. Y no quiero empezar mi nueva vida con una falta de puntualidad. No ser puntual es ser desordenado. Y eso debo evitarlo. En mi vida ha de haber orden, orden y unidad. Ahora adiós, y olvida.

Él no replicó y ella cogió el pequeño bolso de viaje que esperaba a su lado y salió. Cuando llegó a la puerta que conducía al dormitorio de las niñas hizo un alto y se volvió. Él lo tomó como una buena señal y dijo:

—¡Quieres ver a las niñas!

Era la palabra que ella había temido, la palabra que hablaba en ella misma. Y sus ojos se agrandaron y su boca tembló y no tuvo la fuerza de decir «no». Pero se contuvo, sacudió la cabeza y se dirigió hacia la puerta y la escalera.

Fuera esperaba Christel con una lámpara en la mano para coger el bolso de su señora y acompañarla por las escaleras. Melanie rechazó su ayuda y dijo:

—Christel, debo encontrar el camino sola.

En el segundo tramo, que estaba oscuro, tuvo efectivamente que buscar a tientas la salida.

—Empezamos pronto —murmuró.

El portal ya estaba abierto y en la calle soplaba un viento frío desde la Brüderstrasse, cruzando la plaza, y la nieve flotaba ligera en el aire. Melanie se acordó de aquel día, hacía ya casi un año, cuando el carro paró delante de su casa y los copos de nieve danzaban como hoy, y la invadió el deseo infantil de ascender y caer como ellos.

Tomó el camino del puente que llevaba al Spittelmarkt y no vio más que al farolero de su barrio, que con su escalera de mano larga y estrecha iba siempre por delante de ella, y cuando se encontraba arriba la observaba, entre curioso y perspicaz, sin saber bien a qué carta quedarse.

Al otro lado del puente un coche de punto vino despacio a su encuentro. El cochero dormía y el caballo, en el fondo, también, y como no había nada mejor a la vista Melanie tiró del abrigo al adormilado cochero, subió por fin al coche y dio las señas de la estación. Parecía que la había oído y entendido. Pero apenas estuvo sentada el cochero se volvió en el pescante y refunfuñó por la pequeña ventanilla: que era un coche nocturno, que estaba aterido, y desde las once de la noche anterior sin nada en el estómago, que quería irse a casa de una vez. Melanie tuvo que rogarle que la llevara, hasta que por fin cedió. Y entonces el cochero despabiló al pobre animal y descendieron renqueando la larga calle.

Melanie se reclinó hacia atrás y apretó los pies contra el sillón delantero, pero los cojines estaban fríos y el farol a punto de apagarse llenaba el interior del coche con un humo turbio. La presión crecía en sus sienes y se sintió triste e incómoda en aquella atmósfera de gente pobre. Por fin bajo la ventanilla y se alegró del aire fresco que entró. También se alegró de la vida que despertaba en la ciudad y hubiera querido saludar a cada chico de panadero que pasaba a su lado canturreando y silbando, balanceando el cesto lleno de mercancía en la cabeza. Era un tono emprendedor que contrarrestaba su abatimiento.

Habían llegado hasta la última bocacalle, y en su constante y cada vez más agitado asomarse le pareció que todos los carruajes, que llevaban el mismo camino, dejaban atrás con velocidad acelerada su pobre vehículo. Primero unos pocos, luego muchos. Melanie dio golpecitos, luego gritó. Pero en vano. Por fin le pareció que la causa era ella y que le flaqueaban las fuerzas, y que sería la última en llegar y que se quedaría atrás, hoy, mañana y siempre. Entonces la inundó una sensación de infinita congoja.

—¡Ánimo, ánimo! —se dijo, y haciendo un esfuerzo bajó los pies del cojín y se enderezó. Enseguida se sintió mejor. Con la compostura externa recuperó también la interna.

Por fin paró el coche y como no se veía equipaje alguno, ni arriba ni delante, junto al cochero, tampoco apareció un mozo que se hubiera mostrado servicial y hubiera abierto la portezuela. Ella misma tuvo que abrirla desde dentro y luego miró a su alrededor buscando.

—¡Si ni hubiera venido…!

Pero no tuvo tiempo de imaginarlo. Al instante se acercó a ella Rubén desde uno de los pilares del acceso a la estación y le ofreció la mano para bajar. El pie de ella estaba ya en el estribo envuelto en paja y Melanie apoyó la cabeza en el hombro de Rubén y murmuró:

—¡Gracias a Dios! ¡Qué hora he pasado! Queridísimo mío, enséñame a olvidarla.