Y lo que habían planeado era la huida. El último día de enero se encontrarían en una de las estaciones de la ciudad, a primera hora de la mañana, y viajarían lejos, lejos, al mundo, hacia el sur, pasando los Alpes.
—Sí, pasando los Alpes —había dicho Melanie con un suspiro de alivio porque le parecía que no habría conquistado una vida nueva hasta que la gran muralla de las montañas quedara atrás, separando y protegiendo. También habían hablado de lo que harían si Van der Straaten intentaba oponerse a su propósito.
—No lo hará —había dicho Melanie.
—Y ¿por qué no? Él no es siempre el hombre de las delicadas consideraciones y, a veces, le gusta desafiar al mundo y a sus habladurías.
—Preferirá evitarse el trago y evitárnoslo. Y si me vuelves a preguntar por qué, porque me ama. Se lo he pagado mal desde luego. Oh, Rubén, amigo mío, ¡qué somos en nuestras acciones y nuestros deseos! Ingratitud, infidelidad… ¡me son tan odiadas! Sin embargo… lo volvería a hacer, todo, todo. No deseo que las cosas sean diferentes a como son.
Así pasaron las semanas de enero. Y llegó la noche del día convenido. Melanie se había acostado de buena hora y había ordenado a su vieja criada que la despertara a las tres en punto. Podía confiar totalmente en ella, a pesar de que Christel por sus años, aunque sólo por eso, formara parte de esos bienes patrimoniales de la casa que bajo la dirección de Duquede manifestaban una silenciosa oposición a Melanie.
Apenas dieron las tres apareció Christel, pero encontró ya levantada a su ama y no tuvo más que ayudarla a vestirse. Tampoco eso fue mucho pues las manos le temblaban y, como decía ella, «tenía como chiribitas delante de los ojos». Por fin todo estuvo listo, los botines fuertes de cuero bien calzados, y Melanie dijo:
—Así está bien, Christel. Ahora dame el bolso de mano para hacer el equipaje.
Christel trajo el bolso que estaba cerca de la ventana sobre una consola de espejo y abrió el cierre.
—Toma, mete estas cosas. Lo he apuntado todo.
Y Melanie arrancó una hoja de su cuaderno de notas y se la entregó a la vieja criada. Ésta acercó el papel a la luz, lo leyó y sacudió la cabeza.
—Ay, mi querida señora, esto no es nada… Ay, mi querida y buena señora, está usted tan…
—Mimada, quieres decir. Sí, Christel, lo estoy. Pero estar mimada no es una suerte. Aquí tenéis una frase que dice «poco con amor». Y la gente se ríe. Pero siempre se ríen de las cosas más verdaderas. Además, no nos vamos de este mundo. Sólo nos vamos de viaje. Y en los viajes, ya se sabe: equipaje ligero. Reconocerás, Christel, que no puedo irme de casa con un baúl gigantesco. Sólo faltaría que me llevara las joyas y la caja del dinero.
Mientras hablaba, Melanie había acercado sus manos al fuego casi apagado pues hacía frío y sentía escalofríos. Ahora se sentó en un sillón cercano y se dedicó a mirar unas veces las brasas, otras a Christel, que iba metiendo lo poco que había apuntado en el bolso, murmurando palabras ininteligibles y llorando. Por fin estaba todo guardado y Christel introdujo la lengüeta en el cierre y colocó el bolso a los pies de Melanie.
Así transcurrió un tiempo. Ninguna de las dos habló. Por fin Christel se acercó desde atrás a su joven ama y le dijo:
—Por Dios, querida señora mía, ¿tiene que ser?… Quédese. No soy más que una pobre vieja ignorante. Pero los ignorantes a veces no son tan ignorantes. Y yo le digo, mi querida señora, que no imagina a lo que el ser humano puede acostumbrarse. ¡Dios mío! El ser humano se acostumbra a todo. Y cuando se es rico y se tiene tanto, también se puede aguantar mucho. Se lo aseguro. Y ¿cómo se hace? Pues ¿cómo viven los seres humanos? En cada casa hay un fantasma, dicen ahora, y no es más que una manera de hablar moderna. Pero es verdad. En algunas casas hay incluso dos, y revuelven tanto que se les oye a plena luz del día. Eso sucedía en casa de los Vernezobres. Yo tengo cincuenta años, y llevo veintitrés aquí. Antes estuve siete años con los Vernezobres. Él también era consejero comercial, y todo era igual. Es decir, casi.
—Y ¿cómo era? —sonrió Melanie.
—¿Que cómo era? Pues como suele ser. Ella tenía treinta años y él cincuenta. Ella era muy guapa. Bien hecha y rubia, decía la gente. ¿Y él? Ni decir quiero lo que la gente decía de él. Pero no era demasiado bueno… Y naturalmente había también un constructor, es decir, no era un verdadero constructor, sólo uno de esos que construye puentes para el ferrocarril y así, siempre con una reja y agujeros oblicuos por los que se puede ver. Siempre estaba allí como un hurón, acompañando al concierto o a las excursiones a Saatwinkel o Pichelsberg, siempre llevando la chaqueta sobre el brazo, y el abanico y la sombrilla, y siempre buscando fresas y perdiéndose y nunca de vuelta cuando los señores querían regresar a casa. Nuestro amo siempre se angustiaba y pensaba que les había ocurrido algo. Y los demás, pues los demás murmuraban.
—¿Se separaron? ¿O continuaron juntos? Me refiero a los Vernezobres —preguntó Melanie, que había escuchado distraída.
—Naturalmente continuaron. Una vez oí, porque estaba al lado, que él decía: «Hulda, esto no puede ser».
Ella se llamaba realmente Hulda. Y él iba a hacerle reproches. Pero se equivocó de lleno. Ella cambió las tomas y le dijo que qué pretendía, que ella quería marcharse, que le amaba, al otro, claro, y que a él no, que ni pensaba en amarle, que la idea era para morirse de risa. Así sin parar, y ella se reía de verdad. Entonces él se puso cargante y le pidió que se lo pensara. Y así fue, cuando terminó mayo vino el médico de los Vernezobres, uno auténtico, de esos que lo saben todo, y dijo que ella tenía que ir a no sé qué balneario, he olvidado el nombre, donde las olas son muy fuertes. Fue entonces cuando construyeron el gran puente colgante y la gente decía que él sabía calcular todo mejor que nadie. Nuestro consejero comercial sólo iba los sábados y ella tenía toda la semana libre. Y cuando llegó el final de agosto, más o menos, regresó a casa, fresca y contenta, con las mejillas bien coloradas, y sin parar de hacerle fiestas a su marido. Del otro no se habló más.
Mientras Christel hablaba, Melanie echó unos trozos de madera sobre las brasas de carbón para reanimar el fuego y dijo:
—Tu intención es buena. Pero te equivocas. Yo soy diferente. Y si no lo soy, al menos me lo imagino.
—Desde luego —dijo Christel— siempre hay alguna diferencia. Ella no era más que de Neu-Cölln am Wasser, con el reloj musical siempre enfrente. Pero el reloj no tenía la culpa con su eterna canción de Ejércete siempre en la fidelidad y la honradez.
—Oh, mi buena Christel, ¡fidelidad y honradez! A eso tiende todo el que no es verdaderamente malo. Pero, sabes, se puede ser también fiel cuando se es infiel. Más fiel que en la fidelidad.
—Querida señora, no diga esas cosas. No las entiendo. Y tengo que decirle que cuando alguien dice cosas que no entiendo suele ser algo malo. Usted dice que es diferente. Eso es verdad, y aunque no lo sea del todo, es medio verdad. Lo más importante, mi querida señora, es que tiene el pequeño y querido corazón donde debe, siempre dispuesta a dar y a ayudar, siempre a favor de las pobres gentes. En cambio, la de Vernezobres sólo pensaba en acicalarse, siempre estaba delante del espejo de cuerpo entero, que hace todo más bonito, y parecía salida de una revista de modas y, en el fondo, era tonta. Como un cebollino, decía la gente. Tampoco era una persona distinguida como mi querida señora, venía de una tintorería, rojo turco. Pero también tengo que decirle que su marido tampoco es como el de la Vernezobres, él no se da aires, es siempre directo y no sabe negarle nada a nadie. Y en Navidad todo por partida doble.
Melanie asintió.
—Ve usted, mi querida señora, es hermoso que asienta, y si sigue asintiendo quizá se arregla todo otra vez y deshacemos el equipaje y usted se mete en la cama a dormir hasta el pleno día. A las doce en punto le traigo su café y su chocolate, juntos en una sola bandeja, y cuando le cuente que hemos estado aquí sentadas y le diga todo lo que hemos hablado le parecerá como un sueño. Porque me mantengo en que es un buen hombre, un muy buen hombre, aunque un poco raro. Pero ser raro no es nada malo. Además, un hombre rico ha de poder ser raro, al fin y al cabo. Si yo fuera rica sería todavía más rara. Y que hable siempre y utilice expresiones como si no tuviera educación y fuera de Wedding, pues, ¡por todos los santos!, ¿por qué no iba a hacerlo? Por qué no ha de hablar así si le divierte. Le gusta lo berlinés. ¿Pero acaso no es de Berlín? Al final…