Al tercer día de este incidente Melanie estaba lo suficientemente recuperada como para hacer una visita en la Alsenstrasse, donde hacía semanas que no había estado. Antes sin embargo quería pasar por la tienda de Madame Guichard, una francesa que se había establecido hacía poco, y cuyas creaciones y flores artificiales le habían sido alabadas por Anastasia. Van der Straaten le recomendó que cogiera el coche, ya que aún estaba delicada, pero ella insistió en hacer todos sus recados a pie. Se vistió con el regalo que le habían hecho esta Navidad, un abrigo de visón y un sombrerito de piel de castor adornado con una pluma de avestruz, y ya se encontraba en el último tramo de la escalera cuando se encontró con Rubehn, que había oído de su indisposición y venía a preguntar por su estado de salud.
—Ah, qué bien que haya venido —dijo Melanie—. Ahora tengo compañía para mi paseo. Van der Straaten pretendía imponerme su carruaje, pero necesito aire y ejercicio. Oh, es indescriptible… estoy tan asustada y me siento tan abatida…
Y entonces se interrumpió y añadió rápidamente:
—Déme usted su brazo. Quiero ir a casa de mi hermana. Pero antes voy a comprar flores para el baile, y hasta allí ha de acompañarme. Es sólo media hora. Y después le dejo libre, completamente libre.
—No debe hacer eso, Melanie. No lo hará.
—Sí.
—Yo no quiero que me deje libre.
Melanie rió.
—Así sois. Tiránicos y voluntariosos incluso en vuestra solicitud, hasta cuando queréis servirnos. Vamos. Tiene que ayudarme a escoger las flores. Confío por completo en su buen gusto. Flores de granado, ¿verdad?
Y así descendieron la Grosse Petristrasse y desde la plaza se adentraron por un laberinto de callejas hasta que descubrieron, cerca de la Jägerstrasse, el comercio de Madame Guichard, una tienda pequeña en cuyo escaparate estaba expuesta una selección de sus flores francesas.
Entraron en el establecimiento. Les enseñaron varias cajas y antes de que se intercambiaran muchas palabras ya estaba hecha la elección. En efecto, Rubehn se había decidido por un prendido de flores de granado, y una encargada que estaba presente prometió enviar todo. Melanie entregó su tarjeta a la francesa. Ésta intentó descifrar el largo título y el nombre, pero hasta que no leyó «née de Caparoux» no surgió una sonrisa en su rostro. Sus bellos rasgos se iluminaron de repente y con una expresión indescriptible de felicidad y nostalgia dijo:
—Madame est française!… Ah, notre belle France!
Este pequeño episodio no dejó indiferente a Melanie y cuando en la calle tomó el brazo de su amigo dijo:
—¿Lo ha oído usted? Ah, notre belle France! ¡Qué añoranza contenía esa frase! Sí, ella sentía nostalgia. Y todos la sentimos. Pero ¿de qué?… De nuestra felicidad… ¡De nuestra felicidad! Que nadie conoce y nadie ve. ¿Cómo dice esa canción de Schubert?
—«Allí donde no estás, se encuentra la felicidad.»
—Allí donde no estás —repitió Melanie.
Rubehn estaba emocionado y buscó instintivamente los ojos de su amiga. Pero se apartó enseguida, porque no quería ver la lágrima que brillaba en ellos.
Antes de la gran plaza, en la que desembocaba la calle, se separaron. Él de buen grado la hubiera acompañado aún un rato, pero ella no lo deseaba y dijo en voz baja:
—No Rubehn, ya me ha acompañado bastante. No provoquemos a las malas lenguas antes de tiempo. Las malas lenguas de las que, en el fondo, no tengo derecho a hablar. Adiós.
Aún se volvió otra vez y le saludó con un pequeño gesto de la mano.
Él la siguió con la mirada y un sentimiento de terror y de inmensa responsabilidad por una dicha por él destruida le avasalló e inundó de pronto su corazón. ¿Qué pasará?, se preguntó. Pero entonces la expresión de su rostro se volvió más serena y suave, y él murmuró:
—No soy ese necio que habla de ángeles. Ella no era un ángel y tampoco lo es ahora. Pero es un ser humano entrañable, entrañable como pocos de los que han pasado por esta pobre tierra… Y yo la amo, mucho, mucho más de lo que nunca hubiera pensado que pudiera amar. Coraje, Melanie, coraje. Vendrán días difíciles y ya les veo cernerse sobre tu cabeza. Pero también me parece que detrás clarea el horizonte. ¡Oh, ánimo, ánimo!
Media semana después era Año Nuevo y en el pequeño baile que dieron los Gryczinskis Melanie fue la más bella. Jacobine se mantuvo en un segundo término y concedió a su hermana mayor sus triunfos.
—Mujer soberbia. Hija de un rey egipcio —masculló el capitán de caballería Von Schnabel, que había sido trasladado de la provincia a la capital gracias a su eminente figura de ulano y del que Gryczinski solía decir:
—El partenaire de princesas nato. Lástima que ya no haya princesas.
Pero Schnabel no era el único admirador de Melanie. En el último hueco de ventana se apiñaba un grupo de oficiales: Wensky, de los húsares de Ohlau, con su uniforme color café, deportista entusiasta y jinete de steeplechase (tres fracturas de fémur en el mismo sitio); a su lado el capitán de ingenieros Stiffelius, famoso matemático, delgado y seco como sus ecuaciones; y entre ambos el teniente Tigris, oficial de fusileros, irritable y de baja estatura, del regimiento Zauche-Belzig, que por razones que nadie conocía había sido durante varios años agregado en la embajada de París y se consideraba desde entonces medio francés, libertino y devorador de mujeres. Las jóvenes le parecían «ridículas». En ese momento estaba colocándose, a pesar de que tenía ojos de lince, los anteojos que llevaba colgando de un cordón corto de seda y dijo:
—Wensky, usted es aquí casi de la casa y, en el fondo, gallo en el corral. Dígame ¿quién es esa beldad con las flores de granado? Juraría haberla visto en algún sitio. Pero ¿dónde? En parte duquesa de Mouchy, en parte la Beauffremont. Un teint de lis et de rose, et tout à fait distinguée.
—Acierta usted, mon cher Tigris —rió Wensky—. Es la hermana de nuestra Gryczinska, una nacida de Caparoux.
—Ya, ya. Una francesa de pies a cabeza. No podía equivocarme. Y cómo ríe.
En efecto, Melanie reía realmente. Pero el que la hubiera visto los días siguientes no habría reconocido en ella la belleza de aquella noche de baile y aún menos hubiera reencontrado su risa. Melanie estaba echada en el sofá, doliente y demacrada, en desacuerdo consigo misma y el mundo, y leía un libro, y cuando terminaba de leerlo lo volvía a hojear, para recordar más o menos lo que había leído. Sus pensamientos divagaban. Rubehn vino y preguntó por ella, pero no le recibió, disgustada con él como con todo el mundo. Y sólo se sentía aliviada cuando podía llorar.
Así pasaron varias semanas, y cuando se levantó de nuevo y volvió a hablar y a supervisar a las niñas y las tareas del hogar, con más insistencia y rigor que de costumbre, el coraje enérgico de sus días pasados resurgió, pero no el buen talante. Estaba irritable, violenta y amarga. Y lo que era peor, caprichosa. Van der Straaten emprendió una campaña contra este enemigo de múltiples cabezas, con cierto éxito en algunos aspectos, en lo esencial; sin embargo, fracasó, y mientras reaccionaba sabiamente a su irritación con paciencia, se empeñaba imprudentemente en vencer sus caprichos con muestras de ternura. Y esto fue decisivo. Cada día era más penoso para Melanie, y la mujer antaño orgullosa y segura que durante muchos años había jugado con el hombre cuyo juguete parecía ser y aparentaba ser, ahora se estremecía aterrada y temblaba nerviosamente cuando oía desde lejos sus pasos en el pasillo. ¿Qué quería él? ¿Para qué venía? Y entonces sentía como si tuviera que huir y saltar por la ventana. Cuando él aparecía de verdad y tomaba su mano para besarla, ella decía:
—Vete. Te lo ruego. Prefiero estar sola.
Y cuando estaba sola se marchaba precipitadamente, a menudo sin rumbo, pero con mayor frecuencia a la casa silenciosa y apartada de Anastasia, y cuando llegaba el esperado toda la congoja de su corazón desbordaba en amargas lágrimas y sollozaba y se lamentaba de que no podía soportar más este juego de mentiras.
—Ayúdame, socórreme Rubén, o no me verás mucho tiempo. Tengo que irme de aquí, lejos, si no quiero morir de vergüenza y de pena.
Y él se conmovía con ella y decía:
—No hables así, Melanie. No hables como si yo no deseara también todo lo que tú deseas. He destrozado tu felicidad (si es que era felicidad) y quiero reconstruirla. En cualquier lugar del mundo, como tú quieras y donde tú quieras. Cada hora, cada día.
Y entonces construyeron castillos en el aire y soñaron y vieron un futuro sonriente ante sí. Pero también hicieron planes concretos y se separaron con lágrimas de felicidad.