Bajo palmeras

Las horas de la tarde transcurrieron como Melanie había planeado y Van der Straaten había aprobado. A la hora y media de música siguió la moderada cena, más opulenta de lo previsto, y el sol ya estaba sobre los bosquetes cuando los comensales se levantaron para coger un segundo postre de los árboles del archard.

Esta parte del parque, dedicada a todo tipo de cultivos frutales, transcurría en su parte más soleada a lo largo del río y consistía en un sendero de grava aparentemente interminable que estaba abierto hacia el Spree y cerrado por espalderas hacia el jardín. En éstas maduraban, tratadas sabiamente, las clases de frutas más selectas, cuidadas y mimadas en cada rama, mientras que otras especies no menos exquisitas eran cultivadas en armazones de palos bajos, a la manera del fresón.

Melanie había tomado el brazo de Rubehn, Anastasia les seguía despacio y cada vez más lejos; Heth acompañaba a su mamá en su velocípedo, unas veces adelantándose, otras veces a su altura, y luego se volvía sin percatarse en absoluto de que su drapeado posterior volaba y flameaba de manera cada vez más cómica y desenfadada. Cada vez que Heth daba una vuelta, Melanie trataba de disimular la pequeña indiscreción con unas frases más animadas hasta que por fin Rubehn cogió su mano y dijo:

—Dejemos a la niña. Es feliz y envidiablemente feliz. Y como ve, amiga mía, ni siquiera me río.

—Tiene usted razón —respondió Melanie—. Tontería y nada más. Nuestro escrúpulo es nuestra culpa. En el fondo es conmovedor y, al mismo tiempo, encantador.

Y cuando en ese momento el pequeño diablillo se acercó de nuevo a toda velocidad ella misma gritó:

—¡Giro a la derecha! ¡No demasiado cerca del Spree! Vea como vuela. Desde que el mundo existe ninguna caballería ha atacado con banderas tan al viento.

Con esta conversación llegaron hasta el lugar donde, desde el lado del parque, desembocaba un camino ancho, casi una avenida, en el sendero largo y estrecho de las espalderas. Aquí, en el centro de todo el parque, se alzaban, siguiendo el modelo de los famosos jardines ingleses de Kew, varios invernaderos de palmeras, altos y con cúpulas acristaladas a las que se adosaba un invernadero anticuado que había pertenecido en su día a los señores, pero hoy había pasado con todos sus bancales y macetas a manos del viejo jardinero constituyendo la base para un lucrativo negocio privado. Inmediatamente junto al invernadero tenía su vivienda el jardinero, una casita de sólo dos ventanas recubierta de hiedra, sobre la que una vieja acacia inclinada extendía sus ramas. Dos o tres escalones de piedra conducían a la entrada, y junto a estos escalones había un banco cuyo respaldo también estaba recubierto de hiedra.

—Sentémonos —dijo Melanie—. Siempre y cuando nos esté permitido. Porque nuestro viejo amigo no siempre está de humor, ¿verdad Kagelmann?

Estas palabras se habían dirigido a un hombre pequeño y bastante feo que, aunque calvo (un hecho que escondía la gorra veraniega), exhibía en las sienes unos mechones lisos de pelo que le caían hasta los mismos hombros. Todo en él era desproporcionado y así resultaba que, a pesar de su estatura pequeña o quizá precisamente por ella, todo en él parecía excesivamente grande: la nariz, las orejas, las manos. E incluso los ojos. Pero éstos se veían únicamente cuando se quitaba, lo que sucedía con frecuencia, los anteojos de cuerno completamente turbios. Era un típico jardinero: antipático, grosero y avaricioso, sobre todo respecto de su benefactor, el consejero comercial, y sólo cuando veía a la «señora consejera» se comportaba de manera ostensiblemente correcta y amable.

Así recibió también hoy el «si nos está permitido» humorístico con el mejor talante y dijo, mientras empujaba hacia atrás con la mano derecha (en la que sostenía una pequeña maceta de aurícula) su gorra de enorme visera:

—¡Por Dios, señora consejera, cómo no le va a estar permitido a usted! ¡A una dama como usted! A una dama como usted le está permitido todo. ¿Y por qué? Porque a usted todo le sienta bien. Y al que todo le sienta bien, todo le está permitido. Lo que importa es que sienten bien las cosas. Hay gente que dice que las flores le vuelven a uno tonto y simple. Pero que lo que cuenta es que sienten bien las cosas también se aprende con las flores.

—Siempre mi galante Kagelmann —rió Melanie—. Se le nota que no está casado, se nota al soltero. Y sin embargo es injusto, Kagelmann, que haya permanecido en ese estado. Quiero decir soltero. Un hombre como usted, tan lozano y saludable, y con un negocio tan próspero. Y además rico. La gente dice que posee usted una gran propiedad. Pero prefiero no saberlo, Kagelmann. Respeto los secretos. Lo único que sé es que su casita de hiedra es demasiado pequeña si un día decide casarse.

—Sí, es pequeña. Pero para mí es suficiente, quiero decir para mí solo. Por lo demás… Ya he cumplido los sesenta.

—Sesenta. Dios mío, sesenta. No es edad.

—No —dijo Kagelmann—. No es edad realmente. Y todo funciona todavía bastante bien. Y aún como con gusto, y las hermanas Piernas me sostienen. Pero la cosa no va mucho más allá. Y ¿con quién iba a casarme, en fin de cuentas? Ve usted, señora consejera, las que son adecuadas para mí no me gustan, y las que me gustan, pues no son adecuadas. Si yo tuviera menos de treinta o alrededor de treinta. Treinta es una buena edad, y treinta con treinta va bien. Pero sesenta y treinta no. Y entonces la mujer dice: me tomaré de prestado otro.

Melanie rió.

Pero Kagelmann continuó:

—Ah, señora consejera, usted no oye estas cosas y no se imagina lo que es el mundo y todo lo que ocurre. Había uno ahí en frente, en donde Flatow, Cohn y Flatow, gran comercio de curtidos (dicen que los reciben de América, en fin, a mí qué me importa), que también era jardinero y rondaba los sesenta y cinco. O quizá sólo los cincuenta y cinco. Se casó con una damisela de unos treinta años, era viuda y vestía toda de negro, una bella hembra, siempre iba al kiosco central[34], al número 4, donde está la estatua del emperador Guillermo y donde siempre hay música con piano y flauta. Y él ¿qué ha sacado de todo eso? Nada, no ha sacado nada. Ahí le tiene ahora con sus tres criaturas, y la damisela ha desaparecido. ¿Con quién? Con un pisaverde que no lleva ni veinte años sobre la espalda, Teichgräber dice que sólo tenía dieciocho años. Es posible. En cualquier caso era un muchachito fogoso, como italiano, aunque era sólo de Rathnow. ¡Tenía un par de ojazos! Le digo, señora consejera, como fuegos artificiales, parecía mismamente como si chisporrotearan.

—Bueno, eso es muy triste para el pobre hombre —rió Melanie—. Pero mucho más triste para la mujer. Porque el que tiene esos ojos…

—Y estas cosas suceden ahora todos los días —terminó el viejo, que sin tomar nota del comentario de Melanie volvía a hurgar y trabajar entre sus macetas.

Pero Melanie no le dejó tranquilo.

—Todos los días —dijo—. Naturalmente, todos los días. Naturalmente que puede pasar. Pero eso no debe influirle a uno. Entonces nadie se casaría y no habría vida ni seres humanos. Porque un pequeño y fogoso jardinero, Dios mío, puede surgir en todas partes.

—Sí, señora consejera, tiene usted razón. Pero puede surgir siempre y puede surgir sólo a veces. ¡Casarse! Sin duda debe de ser agradable, si no no lo harían tantos. Pero mejor es mejor. Y pienso que más vale prevenir que llorar.

En este momento vieron en la avenida principal un carro tirado por un caballo que describiendo una curva paró delante del banco en el que habían tomado asiento Rubehn y Melanie. Era un vehículo que marchaba sobre ruedas bajas y aseguraba el tráfico comercial del pequeño invernadero privado con la ciudad.

Kagelmann hizo algunas preguntas al cochero sentado en la parte delantera y después de llamar a otro obrero los tres hombres empezaron a descargar los tiestos de palmeras, que aunque eran de talla mediana sobresalían mucho del borde del carro y ya desde lejos habían dado la impresión de magníficos penachos de plumas ondulantes.

Durante unos minutos los tres se dedicaron afanosamente al trabajo, pero cuando todo estaba descargado, Kagelmann se dirigió de nuevo a su señora y dijo, mientras acariciaba con las manos las dos palmeras más grandes y hermosas:

—Sí, señora consejera, éstos son mis primogénitos, los dos pilares de mi negocio. Siempre en marcha como un cartero. Y más todavía, porque ése tiene los domingos o la hora de la iglesia. Pero mis palmeras no. Yo me alegro de veras cada vez que hay una pausa y por fin las veo a todas de nuevo. Como hoy. Porque puede suceder que no vea a mis palmeras toda la semana.

—¿Y eso?

—Ah, señora consejera, la palmera siempre es apropiada. Y no hay diferencia entre boda o entierro. Algunos ya bautizan con palmeras. Y si digo palmeras también puedo decir laurel o árbol de la vida o lo que llamamos tuya. La palmera, por supuesto, es siempre lo más fino. Y sólo hay un oficio que se le parece, tan apropiado en la vida como en la muerte. Siempre es el mismo.

—Ya comprendo —dijo Melanie—. El de carpintero.

—No, señora consejera, no es el carpintero. Ése también acompaña siempre, tiene usted razón, pero no siempre es lo mismo. Porque un ataúd no es una cuna, y una cuna no es un ataúd. Y no hablemos ya de lo que es una verdadera cama con dosel.

—Entonces, Kagelmann, si no es el carpintero, ¿quién es?

—El coro de la iglesia. Siempre nos acompaña y siempre es el mismo. Como en mi caso. Y él también tiene dos retoños, sus dos pilares del negocio: «Dios lo ha determinado» o «Descansa en paz». Y siempre es apropiado y es lo mismo si uno se va de viaje o si es enterrado. Y verde es verde, y tanto da árbol de la vida como palmera.

—Muy bien, Kagelmann, pero cuando se case y celebre su boda (no aquí en su casita de hiedra, que es demasiado pequeña) tendrá usted las dos cosas: cánticos y palmeras. ¡Y qué palmeras! Se lo prometo. Porque sin palmeras y sin cántico no hay verdadera solemnidad. Y lo importante es la solemnidad. Y entonces vamos al invernadero grande, bien cerca de la cúpula, y hacemos un maravilloso altar bajo la palmera más hermosa. Estaremos arriba, en la cúpula, y entonaremos una bella canción, una coral, yo y la señorita Anastasia y el señor Rubehn y el señor Schulze, al que usted también conoce. Y se sentirá como si ya estuviera en el cielo y oyera cantar a los ángeles.

—Lo creo, señora consejera. Lo creo.

—Ahora, querido Kagelmann, para agradecer todos esos esplendores venideros, nos enseñará usted el invernadero de las palmeras. Porque no lo conozco bien y no sé los nombres, y nuestro invitado, que me acompaña y que ha dado varias vueltas alrededor del mundo y ha estudiado las palmeras, por así decir, en la fuente, quiere ver lo que tenemos y lo que no tenemos.

En realidad todo esto le resultaba al viejo de lo más inoportuno ya que deseaba meter sus macetas y tiestos de flores en el pequeño invernadero antes de que anocheciera. Pero se dominó, echó de nuevo su gorra, como en señal de aquiescencia, hacia atrás y dijo:

—Lo que la señora consejera ordene.

Entonces caminaron entre unas estufas de ladrillo alargadas y bajas, por el pasillo estrecho, hasta el lugar en que éste desembocaba en el invernadero de las palmeras. Unos pocos pasos más y se encontraron como en la entrada de un gran bosque tropical, y la poderosa construcción de cristal se abombaba sobre sus cabezas. Aquí se alzaban los magníficos ejemplares de la colección Van der Straaten: palmeras, drácenas y helechos gigantes, y una escalera de caracol ascendía primero hasta la cúpula y luego alrededor de ésta y más allá por una de las altas galerías de la nave longitudinal.

Nadie habló durante el recorrido.

Cuando hicieron un alto bajo la alta bóveda, Kagelmann recordó haber olvidado algo importante. En realidad sólo quería volver a su trabajo y dijo:

—La señora ya sabe el camino y conoce la galería. Ahí donde están la pequeña mesa y las sillitas es el mejor sitio, es como un cenador, y muy recoleto. Ahí suele sentarse el señor consejero comercial. Nadie le ve. Y eso es lo que más le gusta.

Sin más el viejo se despidió, pero aún se volvió para preguntar si «debía enviar a la señorita».

—Desde luego, Kagelmann. La esperamos.

Cuando estuvieron solos Rubehn tomó la delantera y subió, y al llegar arriba se apresuró a ofrecer la mano a Melanie, que aún estaba en la escalera de caracol. Siguieron andando por las pequeñas y sonoras láminas de hierro que servían aquí de pavimento hasta llegar al lugar descrito por Kagelmann, mejor descrito de lo que él mismo imaginaba. Verdaderamente era un cenador fantástico formado por copas de hojas, bien cerrado, y por todas partes las orquídeas trepaban por los tirantes y las nervaduras de la cúpula, llenándola con su perfume. Se respiraba deliciosa pero pesadamente en esta densa pérgola; parecía como si hablaran cientos de secretos y Melanie sintió que esta embriagadora fragancia hacía desmayar sus nervios. Era una de esas naturalezas dependientes de las influencias externas, del aire y de la luz, que necesitan la frescura para estar ellas mismas frescas. Sobre un campo nevado, en plena marcha y con un viento cortante del este —ahí hubiera recuperado la serenidad, hubiera renacido el ánimo valiente de su alma, pero este aire blando e indolente la volvió blanda e indolente y la coraza de su espíritu se aflojó y se desprendió y cayó.

—Anastasia no nos encontrará.

—No la echo de menos.

—Sin embargo, voy a llamarla.

—No la echo de menos —repitió Rubehn y su voz tembló—. Sólo echo de menos la canción que cantó aquel día cuando surcábamos en barca por el río. Adivina cuál era.

Long, long ago

Él sacudió la cabeza.

Oh si te viera en la campiña

—Tampoco es esa, Melanie.

Rohtraut —dijo ella bajito.

Y entonces quiso levantarse, pero él no lo consintió y cayó de rodillas y la abrazó, y ella murmuró unas palabras tan cálidas y dulces como el aire que respiraban.

Por fin llegó la penumbra y grandes sombras cayeron sobre la cúpula. Y como todo seguía en silencio descendieron la escalera y buscaron el camino por el laberinto de palmeras, primero hasta el pasillo central y luego hasta la salida.

En el exterior encontraron a Anastasia.

—¡Dónde has estado! —preguntó Melanie azorada—. He pasado miedo por mí y por ti. De verdad. Pregunta a Rubehn. Ahora me duele la cabeza.

Entre risas Anastasia tomó del brazo a su amiga y dijo:

—¡Te sorprende el dolor de cabeza! No se pasea impunemente bajo las palmeras[35].

Melanie se ruborizó hasta las sienes. Pero la oscuridad le ayudó a disimularlo. Y se dirigieron hacia la villa, en la que ya habían encendido las luces.

Todas las puertas y ventanas estaban abiertas y desde los prados recién segados llegaba un aire balsámico. Anastasia se sentó al piano de cola y empezó a cantar, bromeando con Rubehn, que se esforzaba por adaptarse a su tono. Melanie, sin embargo, estaba absorta, callada y muy lejos de allí. En alta mar. Y en su corazón resonaban las palabras: ¿hacia dónde nos lleva la corriente?

Una hora más tarde apareció Van der Straaten y les gritó ya desde el pasillo bromeando y de buen humor:

—Ah, ¡la comunión de los santos! Temería molestar, pero traigo buenas nuevas.

Cuando todos se levantaron, curiosos de verdad o aparentando estarlo, Van der Straaten continuó con su relato:

—Su excelencia estuvo muy complaciente. Todo analizado y decidido. Lo que aún falta es pura forma y bagatela. O reunión y papeleo. Melanie, hoy hemos dado un gran paso hacia adelante. No voy a revelar más. Pero creo poder decir que a partir de este día podemos datar una nueva era de la casa Van der Straaten.