Reunión con el ministro

«¿Adónde nos lleva la corriente?», había preguntado el corazón de Melanie, y ella no había olvidado la pregunta. Pero se había liberado de la excitación febril de aquella hora, y en los días que la siguieron había recuperado el dominio de sí misma.

Y este dominio lo había conservado y sólo se estremeció un instante cuando, al cabo de una semana, vio a Rubehn fuera, delante de la verja, y luego venir hacia la logia. Le salió al encuentro unos pasos como de costumbre y dijo:

—¡Cómo me alegro de verle de nuevo! Solíamos verle cada tres días y esta vez ha dejado usted pasar una semana, casi una semana. Pero el castigo le espera implacable. Sólo estamos Anastasia y yo. Nuestra Riekchen, a la que usted sabe apreciar (aunque no lo suficiente), nos ha abandonado para todo el mes y se dedica a educar a siete primos pequeños. Todos ellos chicos y Sawatzkis, y en sus horas más revoltosas probablemente también Sattler von de Hölle[33].

—Digamos que con toda seguridad. Y Riekchen como preceptora y gobernanta, ¡vaya autoridad!

—Oh, la subestima usted; ella sabe hacerse respetar.

—A pesar de ello no quisiera ver la desesperación del jardinero ante los arriates pisoteados y del guardabosque ante los destrozos causados. Porque un pequeño Junker dispara sobre todo lo que corre y vuela. Y ¡qué no harán siete! Pero me olvido del mensaje que me trae aquí. Van der Straaten… Su señor esposo… ruega que no se le espere a comer. Ha sido llamado ante el ministro, con motivo de una inspección. La cita es mañana. Pero hoy tiene lugar el preludio: una cena. Ya sabe usted, estimada señora, que hoy no hay más que inspecciones.

—Sólo hay inspecciones, pero ya no hay estimadas señoras. Al menos aquí, y menos que en ningún sitio, entre nosotros. «Estimada señora» soy únicamente para los Gryczinskis. Yo soy su buena amiga y nada más. ¿Verdad?

Ella le ofreció la mano que él tomó y besó.

—Y no quiero —continuó— que hayamos vivido estos seis días pasados sólo para hacer retroceder nuestra amistad otras tantas semanas. Nada, pues, de «estimada señora».

Y con estas palabras se obligó a mirarle a los ojos. Pero su corazón latía, y sus voz temblaba al recordar aquella noche que estaba muy presente en su alma.

—Sí, querido amigo —tomó de nuevo la palabra al cabo de un rato—, necesitaba aclarar este punto entre nosotros. Y ya que estamos aclarando cosas, tengo que plantear otro problema, personal y difícil. Debo darle a usted un nombre. Porque en realidad no tiene usted nombre, o al menos un nombre utilizable.

—Yo diría que… —murmuró Rubehn ligeramente desconcertado y molesto.

—Yo diría que sí —repitió Melanie riendo—. ¡Que hasta los más inteligentes sean tan susceptibles en esta cuestión! Le ruego que olvide todas esas suspicacias. Usted mismo decidirá. Dígame en conciencia si cree que Ebenezer es un nombre. Quiero decir, un nombre para usar en casa, en la conversación, en la charla, que al fin y al cabo ¡es lo mejor que tenemos! ¡Ebenezer! ¡Oh, no ponga esa cara! Ebenezer es un nombre para un sumo sacerdote o uno que quiere serlo, y ya le veo blandiendo el cuchillo del sacrificio. Y ve usted, eso me da miedo. Ebenezer no es, en el fondo, mejor que Arón. Tampoco da mucho de sí ese nombre. De Ezequiel he destilado felizmente un Ezel. ¡Pero Ebenezer!

Anastasia disfrutaba de la turbación de Rubehn y dijo por fin:

—Se me ocurre una solución.

—Oh, a mí también. Y sabría expresarlo todo con una frase general de aire casi gramatical. Esa frase diría: transformación y reducción del apellido abstruso de Rubehn al nombre, por mí siempre querido, de Rubén.

—Es lo que yo iba a decir —exclamó Anastasia.

—Pero lo he dicho yo.

Y con esta disputa sobre prioridades Melanie fue restableciendo entre bromas el viejo tono confidencial y, por fin, continuó dirigiéndose a Rubehn:

—¿Sabe usted, querido amigo, que este acto de darle un nombre tiene un profundo valor para mí? Rubén, para volver a ello, siempre me fue el más simpático de los doce hermanos. Él tenía la generosidad que se encuentra siempre en el hermano mayor, simplemente porque es el mayor. Piénselo y verá que tengo razón. La posición dominante del primogénito le libra de la mezquindad y la intriga.

—Todo primogénito le estará agradecido por esta apología, y los que se llamen Rubén aún más. Y sin embargo le confieso que yo hubiera hecho otra elección entre los doce hermanos.

—Pero no hubiese sido mejor. Y espero poder demostrárselo. Sobre los seis semilegítimos no perderemos muchas palabras; asiente usted, luego está de acuerdo. Tomemos, pues, como primer elemento de análisis, a los más pequeños de la familia, a los preferidos de la madre. Siempre se habla mucho de ellos, pero me concederá que el que más tarde fuera un dignatario egipcio no acabó en el pozo sin razones de peso. Era sencillamente un enfant terrible. ¡Y qué decir del más pequeño! Mimado y maleducado. Yo misma tengo un benjamín y sé lo que me digo… En realidad nos quedan los cuatro viejos gruñones, hijos de Lea. Admito que los cuatro tienen méritos propios. Pero hay una diferencia. En Leví asoma ya el levítico, y en Judá el monarca —una deslealtad que debe usted reconocerme como suiza libre que soy. Y así nos vemos ante el resto, es decir, los dos últimos, que naturalmente son los dos primeros. Eh bien, no voy a recortar y regatear sus merecimientos y dejaré a Simeón lo que le corresponde. Era todo un carácter, y como tal pretendía quitarle la vida al chico. Los caracteres nunca se contentan con medias tintas. Pero entonces intervino Rubén, mi Rubén, y salvó al chico, porque pensó en el padre anciano. Porque era afectuoso y compasivo y generoso. Y lo que hubiera de debilidad en su acción no me interesa. Tenía los defectos de sus virtudes. Eso es, y nada más. Y por eso Rubén y siempre Rubén. No admito apelaciones ni recusaciones. Anastasia, corta una rama de bautismo y coronación de aquel fresno. Lo llamaremos a partir de ahora el fresno de Rubén.

Este parloteo humorístico habría continuado probablemente si en ese mismo momento no hubiera aparecido el tan familiar gig de dos ruedas, desde cuyo altísimo asiento Van der Straaten saludó con el látigo por encima de la verja. El carruaje paró y el consejero comercial de las inspecciones apareció en la logia, rebosante de felicidad y ufana excitación. Besó en la frente a Melanie declarando una y otra vez que no había querido privarse de pasar au sein de sa famille la media hora libre hasta la cena ministerial.

Tomó asiento y gritó hacia la casa:

—¡Liddi, Liddi! Rápido. Venid aquí. También Heth, la Cenicienta, la pequeña desfavorecida porque se parece a mí…

—Y de la que acabo de contar que está terriblemente mimada.

Entretanto habían aparecido las niñas, y el feliz padre sacó del bolsillo una elegante bolsita adornada con encajes de papel y se la ofreció a Lydia. Ésta la cogió y la entregó a la pequeña:

—Toma, Heth.

—¿No te gustan? —preguntó Van der Straaten—. Míralos primero. Son bombones. Y nada menos que de Sarotti.

Pero Lydia echó una mirada de soslayo a Rubehn y dijo:

—Los bombones son para los niños. No me apetecen.

Todos rieron, incluso Rubehn a pesar de que era muy consciente de que él era la causa de este rechazo. Entonces Van der Straaten sentó a la pequeña Heth sobre sus rodillas y dijo:

—Tú eres la niña de tu papa. Sin aspavientos ni caprichos. Lydia ya se comporta como una de Caparoux.

—Déjala tranquila —dijo Melanie.

—No me quedará otro remedio. Y es curioso, pero en el fondo odio la arrogancia sólo para mí mismo. En mi familia me parece bien, al menos de vez en cuando, aparte de que también en mi caso se anuncian considerables cambios. En mi calidad de miembro de una comisión de inspección me he comprometido a aceptar las formas sociales más elevadas, y si esto sigue así, Melanie, en seis semanas tendrás ante ti a medio maestro mayor de ceremonias. Desde los tiempos más primitivos siempre ha dormido algo misterioso y significativo en los periodos de seis semanas.

—Una frase, querido Van der Straaten, que por el momento me enseña lo lejos que estás todavía de tu nuevo cargo.

—Sin duda, sin duda —rió Van der Straaten—. Lo bueno necesita tiempo y Roma no se hizo en un día. Y ahora, dime, pues sólo me quedan diez minutos, cómo piensas pasar esta tarde y entretener a nuestro amigo Rubehn. Perdóname la pregunta. Pero conozco tu indiferencia, casi angustiosa, hacia los placeres de la mesa y calculo rápidamente que tus judías y chuletas de cordero, aún cuando las judías sean recias y las chuletas correosas, no podrán durar más allá de media hora. Tampoco si les añades un postre de fresas y queso de Stilton. Y en vista de eso me preocupáis, tanto más si considero que no tenéis la menor oportunidad de verme aquí de nuevo antes de las nueve.

—No pases cuidado —contestó Melanie—. No cabe duda de que te echaremos profundamente de menos. Nos faltarás, por necesidad nos faltarás. Porque quién nos podría sustituir —para citar solamente una cosa— el vuelo de tu imaginación llena de imágenes, que apenas somos capaces de seguir. Y, sin embargo, te garantizo que sabré colmar estas pobres y perdidas horas, que tanta preocupación te causan. E incluso has de conocer el programa.

—Eso me interesa.

—Primero cantaremos.

—¿Tristán?

—No. Anastasia acompañará. Luego tendremos nuestra cena o lo que ha de pasar por cena. Ya sabremos arreglarnos. Porque siempre que no estás en casa nos consolamos con una mesa mejor y algunos platos dulces intercalados.

—Lo creo, lo creo. ¿Y después?

—Tengo la intención de familiarizar a nuestro querido amigo, al que, por cierto, gracias a un recentísimo acuerdo te presento como Rubehn con la h borrada, es decir como nuestro amigo Rubén a secas, con los tesoros y bellezas de nuestra villa. Ha sido nuestro querido invitado una legión de veces, que no son suficientes, desde luego, y a pesar de ello no conoce nada de todos estos portentos más que nuestro salón de música y comedor, y aquí fuera la logia con el estridente pavo real que naturalmente le parece un espanto. Pero hoy mismo va a ser humillado en su soberbia medio transatlántica medio de nativo de una ciudad libre e imperial. Me propongo empezar con mi jardín de árboles frutales y dejar seguir al jardín de árboles frutales el invernadero de palmeras, y al invernadero de palmeras el acuario.

—Un buen programa que sólo me alarma o, al menos, incita a la advertencia en lo que se refiere a su último número. Ha de saber usted, Rubehn, lo que nosotros mismos vivimos escalofriados el verano pasado en esa lamentable colección de cajas de cristal que lleva el rimbombante título de acuario. Nada más y nada menos que una erupción, un escape, y todavía oigo el grito de Anastasia y lo oiré hasta el fin de mis días. Imagínese, una de las grandes planchas de vidrio revienta, la causa desconocida, pero probablemente porque Gryczinski ha dado a su sable de fusilero una directiva equivocada, y hete aquí que antes de que podamos contar tres todo el pasillo de nuestro acuario no sólo se halla bajo medio palmo de agua sino que también todos los monstruos de las profundidades chapotean a nuestro alrededor, y un esturión enorme olisquea el tobillo de Melanie despreciando descaradamente a tía Riekchen. Sin lugar a dudas, un experto. Y en un ataque enloquecido de celos lo he mandado matar y he devorado con mis propias manos su hígado.

Anastasia confirmó la exactitud del relato, y hasta Melanie, que desde un tiempo acá atendía con evidente descontento a otras divagaciones parecidas de su marido, participó del regocijo general. Se había exaltado hasta tal punto en la conversación anterior con Rubehn que se sentía como embriagada espiritualmente y casi indiferente a las lucubraciones y consideraciones que la habían preocupado hacía muy poco. Veía de nuevo las cosas del lado alegre, incluso las más atrevidas, y sin más reflexiones decidió terminar una vez por todas con la susceptibilidad de las pasadas semanas y lanzarse a vivir sin inhibiciones.

Van der Straaten, por otro lado, feliz de haber encontrado con su esturión de acuario una salida triunfal, cogió el sombrero y los guantes y prometió insistir en que no se prolongara la velada, si es que ante un ministro se podía insistir en algo. Éstas fueron sus últimas palabras. Poco después se oyó el ruido de las ruedas y por encima de la verja del parque llegó un saludo ceremonioso intencionadamente exagerado, en el que debía reflejarse toda la importancia de un hombre que va a reunirse con un ministro. Que encima es ministro de finanzas, es decir un ministro doble.