No tuvieron que esperar mucho y ya dos barcas se acercaron a la balsa procedentes de un lugar oscuro de la orilla, situado un poco más arriba del río, cada una con un farol en la proa. En la más pequeña iba el mismo chico que por la tarde había llevado los aros a la pradera del cementerio, mientras que la barca más grande, vacía y simplemente sujeta con una cadena, seguía en la estela de la otra. Era una bella estampa, y apenas las dos embarcaciones hubieron atracado fueron abordadas por los impacientes excursionistas: Rubehn y Melanie ocuparon la barca más pequeña, los dos pintores y Anastasia la más grande, una distribución que surgió por sí misma debido a que Elimar y Gabler eran buenos remeros y podían prescindir de cualquier supervisión. Efectivamente, se pusieron en marcha y el chico con la barca pequeña les siguió.
Van der Straaten les acompañó con la mirada durante un rato y dijo luego a la señorita Riekchen:
—Me agrada, Riekchen, que nos hayamos quedado atrás y tengamos que esperar el vapor. Llevo un tiempo queriendo preguntarle qué le parece nuestro nuevo compañero doméstico. Usted no habla mucho y el que no habla mucho observa bien.
—Oh, me agrada.
—Y a mí, Riekchen, me agrada que le agrade. Sólo lamento ese «oh», porque revoca una buena parte del elogio, y «oh, me agrada» no es, en realidad, mejor que «oh, no me agrada». Verá que no la suelto. Así que hable con valentía. ¿Por qué ese «oh»? ¿Qué lo provoca? ¿Dónde está el fallo? ¿Acaso desconfía usted de sus aires de teniente de la reserva de Dragones? ¿Le resulta demasiado caballero o demasiado poco? ¿Es, en su opinión, demasiado locuaz o demasiado callado, demasiado modesto o demasiado orgulloso, demasiado cálido o demasiado frío?
—Ahí podría haber dado en el clavo.
—¿Con qué?
—Con lo de demasiado frío. Sí, me resulta demasiado frío. Cuando le vi por primera vez, me dio una buena impresión, aunque no tan buena como a Anastasia. Naturalmente que no. Anastasia canta y es excéntrica y quiere un marido.
—Todas quieren.
—¿Yo también? —rió la pequeña.
—Quién sabe, Riekchen.
—… Bueno, lo primero fue que me gustó. Fue en la logia, justo después del segundo desayuno, acabábamos de retirar los cuencos de cuajada azules, lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Vino el viejo jardinero y trajo su tarjeta. Luego apareció él mismo. Bien, tiene algo distinguido y se ve a primera vista que no ha conocido la pequeña miseria de la vida. Y eso siempre es atractivo, y ese atractivo ha de reconocérsele. Pero también tiene algo reservado. Cuando digo reservado he dicho aún muy poco. Porque ser reservado es bueno y gentil. Él, sin embargo, lo exagera. Al principio creí que se trataba de una pequeña timidez social, que adorna a cualquiera, incluso al hombre de mundo, y pensé que la superaría. Pero pronto comprendí que no era timidez. Al contrario. Es seguridad en sí mismo. Tiene una seguridad americana. Y tan seguro como es, tan frío es también.
—Sí, Riekchen, ha estado demasiado tiempo al otro lado del charco, y aquello no es el lugar para aprender modestia y sentimientos cálidos.
—Tampoco se pueden aprender. Aunque, por desgracia, podemos olvidarlos.
—¿Olvidarlos? —rió Van der Straaten—. Por favor, Riekchen, él es de Frankfurt.
Mientras se mantenía esta conversación en la galería acristalada, las dos barcas se dirigían hacia el centro del río. En la más grande reinaban el buen humor y las risas, pero en la pequeña todos callaban, y Melanie inclinada sobre la borda dejaba que el agua pasara entre sus dedos.
—¿Sólo da su mano al agua, amiga mía?
—Refresca. Y tengo tanto calor.
—Pues quítese la capa… —Y se levantó para ayudarla.
—No —dijo ella con vehemencia rechazando su gesto—. Siento frío.
Y entonces él vio que ella, en efecto, se estremecía escalofriada.
Continuaron en silencio surcando las aguas detrás de la otra barca y oyendo las canciones que venían flotando desde allí. Primero fue Long long ago, y siempre que llegaba el estribillo Melanie lo cantaba a media voz. En la otra barca reían ahora, se entonaban nuevas canciones y se descartaban enseguida, hasta que por fin parecía que se ponían de acuerdo en una: Oh, si te viera allí en la campiña. Y, de verdad, aguantaron y cantaron todas las estrofas. Pero Melanie ya no las acompañó cantando en voz baja para no delatar su agitación en el temblor de su voz.
Habían llegado a la mitad del río, fuera de alcance de los que iban por delante, y el chico que los llevaba recogió con un movimiento los remos, se echó en la barca y la dejó flotar en la corriente.
—Él también contempla las estrellas —dijo Rubehn.
—Y cuenta las que caen —rió Melanie con amargura—. Pero no debe mirarme tan asombrado, querido amigo, como si hubiera dicho algo especial. Es, como usted sabe, o como debe saber desde hoy, el tono de nuestra casa. Un poco punzante, un poco ambiguo y siempre inconveniente. Procuro atenerme a la manera de expresarse de mi marido. Claro que me quedo atrás. Porque él es insuperable y sabe sacar certeramente a la luz todo lo que ofende, desnuda y avergüenza.
—No debe usted amargarse.
—No me amargo. Pero estoy amargada. Y como lo estoy y quisiera liberarme de ello, hablo así. Van der Straaten…
—Es diferente a los demás. Pero la quiere, creo… y es bueno.
—Y es bueno —repitió Melanie con vehemencia y alegría casi compulsiva—. ¡Todos los hombres son buenos! Y ahora sólo falta la madeja de hilo y el cojín para los pies con el símbolo de la fidelidad y ya tenemos todos los ingredientes. ¡Oh, amigo mío! ¡Cómo ha podido decir eso, y para justificarle caer, hasta ese extremo, en su tono!
—Hubiera incurrido en ofensa con cualquier tono.
—Quizá… O digamos mejor, seguramente. Porque ha sido excesiva esa constante alusión a cosas que sólo se tratan entre dos personas, y quizá ni siquiera. Pero él no conoce el secreto, porque para él nada es digno del secreto. Porque nada es sagrado. Y el que piense de otra manera es hipócrita o ridículo. Y todo esto delante de usted…
Él le cogió la mano y notó que tenía fiebre.
Las estrellas, sin embargo, relucían y se espejeaban y danzaban a su alrededor, y la barca se mecía silenciosa y la corriente la arrastraba, y en el corazón de Melanie resonaban cada vez más fuertes las palabras: ¿hacia dónde nos lleva la corriente?
Y entonces fue como si el barquero se hubiera sentido inquietado por la misma pregunta, porque de pronto se levantó de un salto y miró a su alrededor, y viendo que habían dejado atrás el lugar de atraque convenido hundió los dos remos en el agua e hizo girar la barca hacia la izquierda para salir cuanto antes de la corriente y acercarse otra vez a la otra orilla. Lo consiguió y antes de que pasaran cinco minutos pudieron reconocer los grupos de árboles iluminados por innumerables luces del parque de Treptow, y Rubehn y Melanie oyeron la risa de Anastasia en la barca que les precedía. Las risas callaron y comenzaron de nuevo la canciones. Pero ahora era otra canción, y por encima del agua resonó Rohtraut, bella Rohtraut[32], primero en voz alta y jubilosa, hasta que se apagó, melancólica, en las palabras: «Calla, corazón mío».
—Calla, corazón mío —repitió Rubehn y susurró—. ¿Debe callar?
Melanie no contestó. La barca llegó a la orilla donde Elimar y Arnold esperaban diligentes. Y poco después arribó el vapor y Riekchen y Van der Straaten descendieron de él. Él, animado y comunicativo.
Y tomó el brazo de Melanie como si hubiera olvidado por completo la escena que había enturbiado la velada.