Delante del Café de Löbbekes no había cambiado nada en las dos horas transcurridas, excepción hecha de los gorriones, que ahora descansaban y trinaban en los tilos podados en vez de en el terraplén de la carretera. Pero nadie hacía caso de esta música, el que menos Van der Straaten, que acababa de entregar el brazo de Melanie a Elimar y se había puesto a la cabeza de la comitiva.
—¡Atención! —gritó y se agachó para pasar sin hacerse daño por la diminuta puerta.
Todos siguieron su consejo y su ejemplo.
Dentro había unos escalones descendentes, porque el interior estaba mucho más bajo que la calle; por esa misma razón los que entraban fueron recibidos por un denso aire de sótano, del que era difícil decir si ganaba o perdía por su contenido de acidez cervecera. En medio del local se veía hacia la derecha un hueco con el hogar y la chimenea, parecido a la pequeña cocina de un barco, mientras que desde la izquierda sobresalía varios pies un mostrador. Detrás, una estantería, en la que arriba había platos y tazas y abajo toda clase de panzudas botellas de licor. Entre el mostrador y la estantería reinaba la señora de estos dominios, una rubia grande y fuerte de unos treinta y cinco años, que bien habría podido pasar por una beldad si no hubiera sido por los ojos. En el fondo eran ojos bonitos, no se les podía poner reparo alguno, excepto que se habían acostumbrado a clasificar a todos los hombres en dos categorías, unos a los que su dueña hacía un guiño: «Ya nos veremos», y otros a los que gritaba burlona: «Nosotras os conocemos mejor». Todo lo que no tenía cabida en estas dos categorías era solamente objeto de la compasión y la indiferencia.
Por desgracia, hay que decir que también Van der Straaten fue víctima de esa indiferencia. No por sus años, al contrario, la tabernera sabía valorar los años; no, sencillamente porque desde tiempos inmemoriales el consejero comercial tenía la debilidad de querer ser popular costara lo que costara. Y para la rubia tabernera eso era lo más despreciable del mundo.
Al fondo del local se veía una pequeña puerta que se abría a un jardín, en el que una docena de mesas pintadas de verde, con sillas del mismo color apoyadas, se distribuían en torno a unos árboles raquíticos. A la derecha discurría una pista de bolos, cuya parte delantera, invisible, llegaba seguramente hasta la calle. Van der Straaten mostró con gesto irónico todas estas maravillas, se extendió sobre las virtudes de las naciones aún austeras y descendió después por una pequeña pendiente que desde el jardín de verano conducía a un gran mirador de cristal, construido al estilo de un invernadero que se extendía a lo largo de la orilla del Spree. En una de las partes abiertas el grupo juntó dos o tres mesas y ahora tenía ante los ojos un estrecho y frágil embarcadero y, a la izquierda, una balsa anclada, que ya pertenecía a la casa vecina, en la que solían amarrar los pequeños vapores del Spree.
A Rubehn le fue asignado sin discusión el mejor sitio para que como forastero tuviera la vista libre sobre la ciudad que río abajo refulgía en la bruma roja y dorada de un día caluroso de verano. Elimar y Gabler habían salido al embarcadero. Todos disfrutaban del panorama, y Van der Straaten dijo:
—Mira, Melanie. La cúpula del Palacio Real, ¿no se parece a Santa María Saluta?
—Salute —le corrigió Melanie acentuando la última sílaba.
—Bueno, bueno. Salute —repitió Van der Straaten, acentuando ahora también la e—. Por mí… No pretendo ser ese viejo cardenal políglota, cuyo nombre he olvidado. Salus, salutis, cuarta declinación o tercera, me basta por completo. Y Saluta o Salute: no veo la diferencia. Claro que debo decir que los italianos, tan poco de fiar como son en todo, son también poco de fiar en sus sílabas finales. Unas veces es a, otras e. Pero dejemos la filología y estudiemos el menú. El menú que aquí se comunica de boca a boca, un hecho que en mi caso no va unido a ninguna memoria rubia, ¿verdad, Anastasia? ¿Eh?
—El señor consejero comercial gusta de bromear —contestó, molesta, Anastasia—. No creo que un menú se pueda transmitir de boca a boca.
—Sería cuestión de intentarlo, yo por mi parte me comprometo a resolver la incógnita. Pero no hasta que salga la luna y esconda su virginal rostro tras los velos de las nubes. Hasta ese momento habrá que esperar y reinará la paz entre nosotros. Y ahora, Arnold, te nombro en tu condición de Gabler[25] maestro cocinero hereditario y pongo confiadamente nuestro bienestar físico en tus manos.
—Lo que yo acepto complacido —respondió éste—, siempre y cuando tú me des algunas directivas, para hablar en términos de nuestro querido y, por desgracia, ausente amigo Gryczinski.
—Con mucho gusto —dijo Van der Straaten.
—Pues bien, empieza.
—Propongo anguila y ensalada de pepinos… ¿De acuerdo?
—Sí —respondieron todos a coro.
—Y después pollo con patatas nuevas… ¿De acuerdo?
—Sí.
—Ahora queda la cuestión de la bebida, bastante importante, por cierto. Podría haberme adelantado a su solución con la ayuda de Ehm y el maletero de nuestro coche, pero odio las excursiones campestres con bodega casera incluida. Primero, se ofende a la gente, entre la que uno se mueve, quiérase o no, como huésped, y segundo, se queda uno en el círculo de lo ya conocido, de lo que precisamente quiere escapar. ¿Para qué hacemos excursiones? ¿Para qué?, pregunto. No para estar más cómodos, sino para estar de otra manera, para conocer las costumbres de otros seres humanos y, de paso, los frutos locales de sus pueblos y regiones. Y como aquí no nos encontramos en el país de Canaán, donde Caleb encontró enormes racimos de uvas, doy mi voto al producto habitual de estas regiones: una cerveza rubia y fría. Sin dinero, no hay suizos[26]; sin una cerveza clara, no hay Stralau. Apuesto a que el mismo Gryczinski no hubiera dado instrucciones mejores. Y ahora ve, ¡Arnold! Y para Anastasia un anisete… ¡Rubia fría! ¿Entrará nuestra rubia entre mostrador y estantería en esta categoría?
Entretanto Elimar había estado contemplando el espectáculo de la puesta del sol y en el endeble embarcadero flexionaba y estiraba sus rodillas como para saltar a la manera de un gimnasta. Todo mecánicamente, sin pensarlo. De pronto, sin embargo, mientras se columpiaba distraídamente, la tabla crujió y se rompió, y sólo a la presencia de ánimo con la que se agarró a uno de los postes pudo atribuir que no cayera al agua, muy profunda en este lugar de amarre de los barcos de vapor. Las damas dieron un grito de espanto, y Anastasia aún temblaba cuando el que se había salvado a sí mismo apareció con una sonrisa triunfante, que más bien creció que disminuyó bajo la lluvia de reproches que le echaban en cara «insensatez» e «indiferencia ante los sentimientos de sus semejantes».
Un incidente así no podía producirse sin ir acompañado de un sinfín de comentarios e hipótesis, en los que las palabras «si» y «qué» jugaban un papel principal y se repetían continuamente. ¿Qué habría pasado si Elimar no se hubiera agarrado a tiempo al poste? ¿Qué si a pesar de todo hubiera caído al agua, y por fin, qué si no hubiera sido casualmente un buen nadador?
Melanie, que ya había recuperado la serenidad, afirmó que en cualquier caso Van der Straaten hubiera tenido que saltar al agua, primero por ser el inspirador de la excursión, segundo por ser un hombre decidido y tercero por pertenecer al gremio de los consejeros comerciales, de los que, según todas las crónicas históricas, no se había ahogado hasta ahora ninguno. Ni siquiera durante el Diluvio universal.
No había nada que gustara más a Van der Straaten que estas puntadas de su mujer y, agradeciendo el espíritu heroico que se le atribuía, declinó, sin embargo, hacerse cargo de todas las consecuencias que de él se derivaban. Dijo que ni pertenecía a la liga antigua de los Leandros ni a la nueva de los capitanes Boyton[27], sino que en todo lo que se refería a heroísmo prefería la escuela de su amigo Heine[28] que en toda ocasión dio expresión sincera e inequívoca a su extrema aversión hacia las maneras trágicas.
—Pero —objetó Melanie—, las maneras trágicas son precisamente lo que nosotras, las mujeres, os exigimos.
—¡Ah, bah! ¡Maneras trágicas! —exclamó Van der Straaten—. Lo que queréis son maneras divertidas y un joven apuesto que os sostenga la madeja mientras hacéis un ovillo y que se arrodille en un cojín sobre el que, curiosamente, siempre hay bordado un perrito. Probablemente un símbolo de la fidelidad. Y luego ese admirador, ese muchacho devoto, suspira y entorna los ojos y os declara su más intenso sentimiento. Porque habéis de ser muy desdichada. Y de nuevo suspiros y una pausa. Sin duda, sin duda, tenéis un buen marido (todos los maridos son buenos), pero, en fin, un marido no sólo ha de ser bueno, también ha de comprender a su mujer. Eso es lo importante, porque si no el matrimonio es indigno, tan indigno, más que indigno. Y entonces suspira por tercera vez. Cuando por fin el hilo está enrollado, proceso que dura naturalmente lo más posible, estáis convencida de lo que dice. Porque cada una de vosotras ha nacido por lo menos para casarse con un príncipe hindú o un sha de Persia. Ya sólo por las alfombras.
Durante esta explosión tan típica de Van der Straaten, Melanie había escuchado moviendo la cabeza y ahora respondió desdeñosa y con cierta arrogancia:
—No entiendo, Ezel, por qué hablas todo el tiempo de hilo, yo hago ovillos de seda.
Es muy probable que a este comentario no le hubiera faltado una réplica acerada si no fuera porque en ese momento apareció una sirvienta oronda en mangas cortas que inmediatamente se convirtió en el objeto de la atención general. Para empezar, por la experta maniobra con la que, a guisa de debut, extendió el mantel. Y poco después aparecieron las fuentes humeantes y los altos vasos de cerveza, e incluso el anisete de Anastasia no fue olvidado. Pero había más copitas de anisete, ya que Gabler, en su conocimiento de la vida y la sociedad, había recordado a tiempo la actitud general de las damas con respecto a ese licor. En efecto, tuvo que sonreír (y Van der Straaten con él) cuando poco después de aparecer la bandeja vio a Riekchen dando sorbitos mientras sus ojos de lechuza se volvían cada vez más grandes y risueños.
Entretanto había anochecido, y con la penumbra vino el fresco. Gabler y Elimar se levantaron para traer del coche montones de mantas y pañuelos, y Melanie, después de haberse envuelto en la chilaba de rayas negras y blancas y colocar coquetamente la capucha hacia arriba, estaba más graciosa aún que antes. Una de las borlas de seda le caía sobre la frente y se movía de un lado a otro cuando hablaba o atendía con interés a la conversación de los demás. Y esta conversación que hasta ese momento había girado chismorreando alrededor de los Gryczinskis y sobre todo del consejero policial y la nueva conspiración catilinaria empezó a centrarse, por fin, en temas más cercanos y, al mismo tiempo, más inofensivos, como por ejemplo qué claro se veía en el cielo el Carro.
—Casi tanto como la Osa mayor —intervino Riekchen, que no era muy ducha en astronomía. Entonces alguien recordó que éstas eran noches de estrellas fugaces, a lo que Van der Straaten no sólo empezó a contar las estrellas que caían, sino que se exaltó hasta decir que «todo en este mundo se debía a una caída: las estrellas, los ángeles, y sólo las mujeres no».
Melanie se estremeció pero nadie lo vio, el que menos Van der Straaten, y después de que todos hubieran contado y discutido aún un buen rato, y que la noche hubiera refrescado entretanto considerablemente, se decidió que para combatir estas condiciones polares sólo había un remedio imaginable: un bol de ponche. Van der Straaten mismo hizo la sugerencia dando la definición siguiente:
—Ponche es esa clase de vino en la que el vino no significa nada y el clavo lo es todo.
Definición cuyo riesgo fue asumido, y tras la cual las órdenes pertinentes fueron dadas. Y hete tú aquí que al poco tiempo apareció la rubia posadera en persona para colocar cuidadosamente el bol en medio de la mesa.
Y ahora retiró la tapadera y entre risas se alegró de los «¡Ah!» de sincero agradecimiento con los que sus invitados aspiraron el vapor caliente y benefactor. Un precioso niño rubio la acompañaba agarrándose con fuerza al delantal de la madre.
—¿Es suyo? —preguntó Van der Straaten con un gesto cordial de la mano.
—Naturalmente, de quién iba a ser si no —contestó la rubia sin sentimentalismos mientras intentaba intercambiar algunas miradas con Rubehn por encima de la mesa. Pero como fracasó hundió la mano en los rizos rubios de su hijo, jugando con ellos, y dijo—: Vamos, Pauleken. Los señores quieren estar solos.
Elimar, impresionado, la siguió con los ojos y se frotó la frente. Por fin exclamó:
—Ya lo tengo, gracias a Dios. Sabía que la había visto en algún lado. Triunfo de Germánico; Tusnelda[29], en carne y hueso.
—No puedo darte la razón —replicó Van der Straaten, que era un admirador de Piloty[30]—. No corresponden las proporciones y las medidas, si se me permite hablar de estas cosas en presencia de las damas. Pero Anastasia me perdonará, y para insistir en la diferencia principal, en el cuadro de Piloty Tumélico está aún en cierne, mientras que en este caso le tenemos ya agarrado al delantal de su madre. El delantal más inmaculado que yo haya visto en mi vida. Pero aunque seas blanca como la nieve, y aún más, la maledicencia se cebará en ti.
Estos versos habían sido recitados en un tonillo intencionadamente burlón y Rubehn, al que disgustó, volvió la cabeza y dirigió la mirada hacia la izquierda sobre el río cuajado de luces. Melanie lo vio y la sangre le subió al rostro como nunca le había pasado. Las maneras y el vocabulario de su marido la habían puesto cientos de veces en aprieto a lo largo de los años, alguna vez en un verdadero compromiso, pero de ahí no había pasado la cosa. Hoy por primera vez sintió vergüenza de él.
Van der Straaten no percibió nada de esta mortificación y siguió empecinado en su tema de Tusnelda, con la convicción, en el fondo certera, de que no había nada que correspondiera mejor a sus requisitos particulares.
—Pregunto a los aquí reunidos: ¿es ésta una Tusnelda? Picad más alto amigos. ¡Es la diosa Afrodita, la Venus de estos pagos, Venus Spreavensis, recién salida de las mismas aguas que hace un momento pretendían arrebatarnos a nuestro caro Elimar! El agua rugía, el agua crecía… Os digo que salida del Spree. Pero si todo no me engaña nos encontramos ante más, amigos míos. Tenemos aquí, si he observado bien, o digamos, si he intuido bien, una alianza entre lo moderno y lo clásico antiguo: Venus Spreavensis y Venus Kallipygos[31]. Una palabra algo atrevida, lo admito. Pero en griego y en música se puede decir todo. ¿Verdad, Anastasia? ¿Verdad, Elimar? Además, en justificación mía, recuerdo un maravilloso epigrama sobre Kallipygos… No, no es un epigrama… Cómo se llama eso que tiene dos versos que no riman…
—Dístico.
—Exacto. Pues bien, me acuerdo de un dístico… ¡Vaya! Lo he olvidado… Melanie, ¿cómo era? Lo recitaste tan bien, aquella vez, y riendo con tanta gana. Y ahora también lo has olvidado. O ¿sólo pretendes haberlo olvidado?… Por favor… Odio olvidar las cosas… Intenta recordar… Algo de piel de melocotón, y yo dije que «se podía tocar literalmente». Y tú asentiste y me diste la razón… Los vasos están vacíos…
—Y creo que debemos dejarlos vacíos —dijo Melanie empalideciendo y en tono cortante, mientras abría y cerraba mecánicamente su sombrilla—. Creo que los dejamos vacíos. Además es sólo ponche. Y si queremos cruzar a la otra orilla, ya va siendo hora, hora apremiante —y acentuó la palabra.
—Por mí, encantado —respondió Van der Straaten, pero en un tono que dejaba traslucir con claridad más que diáfana que su buen humor empezaba a transformarse en lo contrario—. Estoy de acuerdo y lamento únicamente que, según todos los indicios, he vuelto a meter la pata y ofendido a la noble casa de Caparoux en sus nobles aspiraciones. Siempre la misma canción, que odio oír. Pero si la quiero oír no tengo más que invitar a comer a mi cuñado comandante, que es el primer camarero mayor junto al trono de la compostura y del aburrimiento. Hoy falta aquí y yo hubiera prescindido de buen grado de verle representado por su señora cuñada. Odio la mojigatería y esas pretensiones de alta moral detrás de las que nada se esconde. En el mejor de los casos. Puedo decirlo y, en cualquier caso, quiero decirlo, y lo que he dicho está dicho.
Nadie contestó. Un débil intento de Gabler para restablecer la concordia fracasó, y en un tono bastante concreto aunque también más tranquilo se hicieron las necesarias negociaciones para cruzar a Treptow en dos pequeñas barcas; Ehm esperaría a los señores en la otra orilla utilizando el puente más próximo. Todos estuvieron de acuerdo menos la señorita Riekchen, que declaró tímidamente «que el balanceo de las barcas era su muerte, ya desde su tierna infancia». A lo que Van der Straaten, en un ataque de caballerosidad, se ofreció a permanecer con ella en la galería acristalada, a la espera del primer vapor que atracara aquí, procedente de «La Casita de Huevos».