Habían pasado semanas desde la primera visita de Rubehn y la buena impresión que había causado a las damas continuaba en ascenso como el barómetro. Cada segundo o tercer día Rubehn aparecía en compañía de Van der Straaten, que a su vez participaba de la predilección general por el nuevo compañero doméstico y no olvidaba nunca ofrecerle un asiento cuando él mismo salía a la villa en su cabriolé de altas ruedas. Aquellas semanas lucía un cielo amplio y sin nubes sobre la villa, en la que hacía tiempo que no había tantas risas y charlas, tantos cotilleos y sesiones de música. Tampoco ahora Van der Straaten se reconciliaba con éstas, aunque no faltaban peticiones como la de «formar parte de la tripulación del Holandés Errante», pero en fin de cuentas estaba más satisfecho del «ruido cultivado» de lo que quería admitir, porque la devoción por Wagner, que entraba en una fase nueva y más intensa, le proporcionaba material infinito para su forma de diversión predilecta. Siegfrido y Brunhilda, Tristán e Isolda, ¡qué tentaciones para su ingenio! Y desde luego cuando espoleado por estos temas dejaba correr el caballo de su imaginación podía en algunos momentos dudarse de quién eran realmente los más dichosos: los que hacían música o él con sus ocurrencias.
Así llegó el verano y casi había pasado, cuando en una maravillosa tarde de agosto Van der Straaten propuso hacer una excursión por tierra y por agua.
—Rubehn lleva ya un cuarto de año en nuestra ciudad y no ha visto nada que no quede en el camino de nuestra oficina a nuestra villa. Ya es hora de que conozca nuestros tesoros paisajísticos, nuestros lagos y las orillas de nuestros ríos, insignes portentos de la naturaleza, junto a los cuales desaparece toda la maravilla artificialmente inflada del Main y del Rin. Así que Treptow y Stralau, y deprisa, porque en ocho días tenemos la fiesta de la pesca de Stralau, que es en realidad una deliciosa festividad de los mayos, por cierto, algo ruda y nada buena para los prados y la hierba fresca. Por lo tanto propongo una excursión para mañana por la tarde. ¿De acuerdo?
Una verdadera explosión de júbilo siguió al final de su discurso, Melanie se levantó de un salto para darle un beso, y la señorita Riekchen empezó a contar que hacía exactamente treinta y tres años desde la última vez que estuvo en Treptow, un día en que hubo unos grandes fuegos de artificio del insigne Dobremont —el mismo que más tarde voló por los aires con todo su laboratorio.
—Y ¿por qué voló por los aires? Pues porque la gente que juega con el fuego suele estar demasiado segura y siempre olvida el peligro. Sí, Melanie, te ríes. Pero es verdad, siempre olvidan el peligro.
Sin más dilaciones se pasó a discutir las disposiciones a tomar, y se decidió hacer a mediodía del día siguiente en la ciudad un pequeño almuerzo e iniciar inmediatamente después la excursión: las tres damas en el coche, Van der Straaten y Rubehn a pie o en barco. Todo se arregló rápidamente, únicamente la cuestión de quién más había de ser invitado chocó con alguna dificultad.
—¿Gryczinski? —preguntó Van der Straaten, que se alegró cuando todos callaron. Porque aunque apreciara mucho a su cuñada pelirroja, en la que veneraba, por su carácter dócil, un pequeño ideal femenino, podía pasarse perfectamente sin el comandante, cuya actitud superior le atosigaba.
—Entonces ¿Duquede? —prosiguió Van der Straaten con el lápiz, con el que iba a anotar el nombre del consejero de legación, en los labios.
—No —dijo Melanie—. Duquede no. Y con todo lo que odio esa eterna comparación con el mildiu —para Duquede no hay otra—. Nos demostraría en Stralau que Treptow está sobrestimada, y en Treptow que la sobrestimada es Stralau, y para constatarlo no necesitamos a un consejero de legación retirado ni a un hidalgo de la vieja Marca.
—Bien, estoy de acuerdo —respondió Van der Straaten—. ¿Qué hay de Reiff?
—Reiff, sí —fue la respuesta unánime. Las tres damas aplaudieron y Melanie añadió:
—Reiff es afable y educado, y no es un aguafiestas, además ayuda a llevar las cosas. Y como todo el mundo le conoce es como ir con escolta, la gente te saluda efusivamente y hasta he tenido la impresión alguna vez de que la guardia de la Puerta de Brandeburgo iba a salir a presentar armas.
—Ah, pero eso no es por el viejo Reiff —dijo Anastasia, que no dejaba pasar la ocasión de insinuarse con una pequeña zalamería—. Eso fue por ti. Te tomaron por una princesa.
—Ruego no apartarse de nuestro tema —interrumpió Van der Straaten— y aún menos al servicio de las vanidades femeninas, que según el principio del «yo más» pueden multiplicarse hasta lo monstruoso. He apuntado a Reiff; Arnold y Elimar se dan por supuestos. Una excursión por agua sin canciones es un absurdo. Lo reconozco hasta yo mismo. Y ahora pregunto, ¿hay alguien con más propuestas? ¿Nadie? Bien. Así que quedamos en Reiff, Arnold y Elimar, les avisaré por correo neumático. A las cinco. Y que les esperamos fuera, en el merendero de Löbbeke.
Al día siguiente todo era agitación y movimiento en la villa, mucho, mucho más que si se hubiera tratado de un viaje a Teplitz o Karlsbad. Y es natural, una excursión a Stralau es más excepcional. Se dijo que las niñas debían ir también, que había sitio de sobra en el coche, pero no hubo manera de convencer a Lydia, que declaró firmemente que no quería. Para no organizar una escena se tuvo que ceder, y la hermana pequeña también se quedó, estando como estaba acostumbrada a seguir en todo el ejemplo de la mayor.
En la ciudad se tomó, como estaba acordado, un pequeño tentempié en el salón de Van der Straaten. Él quería que el ambiente fuera lo más parecido a una salida de caza o de viaje y estaba de un excelente humor. Éste no se vio nublado cuando en el mismo instante de tomar asiento llegó una nota de Reiff excusando su presencia. El consejero policial escribía: «Mi superior acaba de hablar confidencialmente conmigo. Viajo hoy mismo. A las once cincuenta. Un asunto que se sustrae a la comunicación. Tuyo Reiff. Posdata: Beso la mano a la bella dama de la casa y le aseguro que estoy desolado…».
Van der Straaten tuvo un violento ataque de tos porque imprudentemente había tomado un traguito de jerez mientras leía. A pesar de ello siguió hablando entre toses y risas extendiéndose en la descripción de las hipotéticas hazañas de Reiff:
—En misión política. ¡Fantástico! ¡Patria amada, puedes estar tranquila! Pero conozco a uno que estará todavía más tranquilo: él, el desdichado a quien busca. O dicho de otra manera más clara: el saboteador al que está siguiendo. Porque supongo que se tratará de algo conspirativo a muy alto nivel si se encarga de ello personalmente a un hombre como Reiff, ¿verdad, querida Riekchen? ¡Esta misma noche! Parece una balada, «ensillamos a medianoche». ¡Oh, Leonore![22] ¡Oh Reiff, Reiff! —Y siguió riendo convulsamente.
Tampoco Arnold y Elimar, con los que habían quedado en el merendero, se salvaron de la quema, hasta que por fin el reloj de pared dio las cuatro y les conminó a darse prisa. El coche esperaba ya y las damas subieron a él y tomaron asiento: la señorita Riekchen al lado de Melanie, Anastasia en la delantera. Mientras ellas saludaban con sus abanicos y sombrillas el carruaje cruzó plazas y calles, primero hacia las Frankfurter Linden y luego hacia la Puerta de Stralau.
Van der Straaten y Rubehn siguieron un cuarto de hora más tarde en un coche de punto de segunda, escogido por su «sabor genuino»; luego descendieron en las afueras de la ciudad para hacer a pie el resto del camino por los prados que bordeaban el río.
Dieron las cinco cuando nuestros caminantes alcanzaron el pueblo y divisaron en su plaza a Ehm, que había parado a un lado, a la izquierda, y acababa de poner a los caballos de Trakehnen[23], bien cuidados a todas luces, un saco lleno de forraje en el comedero. Enfrente había una pequeña casa, como la casa de golosinas del cuento, marrón y apetitosa, y tan baja que se podía poner la mano en el canalón del tejado. A esa altura correspondía la puerta, no más alta que un hombre, sobre la que podía leerse en un letrero color azul agua «Löbbekes Kaffehaus» —Café de Löbbeke. Delante de la casa se erguían tres o cuatro tilos podados, que separaban la acera del terraplén de la carretera, en donde saltaban y trinaban cientos de gorriones picoteando granos perdidos.
—Éste es el Ship-Hotel de Stralau —dijo Van der Straaten como si fuera un cicerone, y ya estaba a punto de entrar en el café cuando Ehm se acercó por el terraplén y le anunció, medio oficial, medio confidencialmente, que «las damas ya se habían adelantado hacia la pradera. Y los señores pintores también. Que ambos estaban ya esperando y bajaron el estribo y todo lo demás. Primero el señor Gabler y luego el señor Schulze. Y que habían comprado globos y pelotas de goma en el puesto de juego de los dados. Y también aros y un pequeño tambor y un montón de cosas más. Y habían llamado a un chico para que llevara los aros y los palos. Don Elimar iba por delante. Es decir, con una armónica».
—¡Por todos los santos! —exclamó Van der Straaten—, ¿un acordeón?
—No, señor consejero comercial. Más bien se parecía a un birimbao.[24]
—¡Menos mal!… Y ahora vámonos, Rubehn. Tú, Ehm, no nos esperes y diles que te sirvan, ¿me oyes?
Ehm se había quitado el sombrero. Pero en su expresión se podía leer con toda claridad: esperaré.
A la salida del pueblo se extendía un prado hermoso que llegaba hasta la tapia del cementerio. Cerca de ésta se habían instalado las tres damas, que hablaban con Gabler, mientras Elimar dejaba correr una de las pelotas de goma por su hombro y brazo como si fuera un malabarista de circo.
Van der Straaten y Rubehn oyeron desde lejos los aplausos y aplaudieron también con fuerza. Entonces los otros les vieron, Melanie se levantó y envió a su marido, a modo de saludo, una de las pelotas grandes. Pero no apuntó bien, la pelota se desvió y Rubehn la cogió. Un instante más tarde se intercambiaron saludos, y la joven dama dijo:
—Es usted muy diestro, sabe coger la pelota al vuelo.
—Ojalá fuera la suerte.
—Quizá es la suerte.
Van der Straaten, que los oyó, dijo que les prohibía sutilezas tan elaboradas, que telegrafiaría a la novia o quizá enviaría a Reiff en misión confidencial. A lo que Rubehn respondió implorándole por centésima vez que olvidara, de una vez, «esa eterna novia» que, por el momento al menos, aún se encontraba en el ámbito de los sueños. Van der Straaten, sin embargo, puso cara astuta y aseguró que «él lo sabía de buena tinta».
Volvieron al lugar de acampada, que ahora se transformó rápidamente en un campo de juego. Los aros, las pelotas volaron y como las damas gustaban de alternar los juegos se dio en menos de una hora y media un repaso a la «gallina ciega», al «ladrón de gansos» y a «las cuatro esquinas». Este último pasatiempo encontró la máxima aceptación, sobre todo por parte de Van der Straaten, que se divertía cordialmente viendo aparecer detrás de los troncos de los árboles el perfil agudo de Riekchen con sus ojos amables pero algo punzantes. Pues tenía, como todas las personas deformadas, cara de lechuza.
Y así siguieron jugando hasta que el sol les recordó que era hora de retirarse. Schulze y su armónica se pusieron otra vez a la cabeza, a su lado caminaba Gabler manejando el pequeño tambor como si fuera una pandereta. Lo golpeaba con los nudillos, lo tiraba al aire y lo volvía a recoger. A continuación venían la pareja de los Van der Straaten, luego Rubehn y la señorita Riekchen, mientras que Anastasia formaba la retaguardia, absorta y cogiendo flores. Iba dándole vueltas a dulces incógnitas y fantasías, porque durante el juego de la «gallina ciega», Elimar, al atraparla, había dejado caer palabras que no admitían más que una interpretación. A no ser que fuera un mentiroso traidor y canalla. Y él no lo era… El que era capaz de ir a la cabeza del cortejo y tocar la armónica con tan pura e infantil alegría no podía ser un traidor.
Y Anastasia se agachó de nuevo para (¡por enésima vez!) indagar las posibilidades de su suerte contando las hojas de un ranúnculo de los prados.