Pocos días más tarde, Melanie había abandonado la casa en la ciudad y se había instalado en la villa del Tiergarten. Van der Straaten mismo no participó en el traslado y aunque amaba mucho la villa no solía establecerse en ella permanentemente hasta septiembre. Y eso sólo porque era un horticultor todavía más apasionado que coleccionista de obras de arte. Hasta esa fecha, pues, aparecía de visita cada tercer día y aseguraba a todo el que quisiera escucharle que éstos eran los plazos de la luna de miel matrimonial que aún le debían. Melanie se cuidaba bien de contradecirle, al contrario, era la amabilidad en persona y disfrutaba de la felicidad de su libertad en los demás días. Y esta felicidad era mucho mayor de lo que hubiera podido creerse por su posición, que parecía tan dominante y libre. Porque Melanie dominaba únicamente porque sabía dominarse; su deseo, su ansia constante y callada, sin embargo, era verse libre de esa constricción. Los días del verano satisfacían ese deseo. Entonces se veía libre de las muestras de amor y las torpezas de su marido, no siempre, pero casi siempre, y esa certeza le producía un infinito bienestar.
Bienestar que crecía aún más en la vida tranquila, deliciosa y casi solitaria, que podía disfrutar en la naturaleza. Melanie amaba la ciudad, la sociedad y el buen tono del gran mundo, pero cuando las golondrinas volvían a trinar y las lilas florecían se sentía atraída por la soledad del parque, que en el fondo no era soledad, pues además de la naturaleza, cuyo lenguaje entendía muy bien, tenía los libros, la música y las niñas. Las niñas a las que durante el año no veía, a veces, días enteros, y de cuyo crecer y aprender aquí fuera, en la villa, participaba intensamente. Incluso les ayudaba ella misma con los idiomas, sobre todo el francés, y hojeaba con ellas en el atlas y los libros de estampas históricas. Y a todo sabía añadirle un cuento que se grababa en la memoria de las pequeñas. Porque Melanie era inteligente y tenía el don de saber dar una imagen clara y plástica de las cosas que explicaba.
Eran días felices y tranquilos.
Sin embargo, es posible que hubieran sido días demasiado tranquilos si esa necesidad profunda de la naturaleza femenina, la necesidad de charlar, hubiera quedado insatisfecha. Pero también se había pensado en eso. Como casi todas las casas ricas también la de Van der Straaten disponía de un séquito de damas muy ancianas y medio ancianas, que recibían regalos en Navidad y a lo largo del año eran invitadas a excursiones al campo o a meriendas. Serían siete u ocho, entre las que destacaban dos por una posición más íntima, se trataba de la señorita Friederike von Sawatzki, una viejecita pequeña y deformada, y la señorita Anastasia Schmidt, de porte monumental, que tocaba el piano y cantaba. A su posición especialmente privilegiada correspondía que los segundos días de Pascua de cada año fueran preguntadas por Van der Straaten en persona si podrían decidirse a hacer compañía a su mujer, fuera, en la villa, durante los meses de verano, una pregunta que siempre era contestada con una inclinación y un amable «sí». No demasiado amable, por supuesto, ya que no debía percibirse que la pregunta era esperada.
También este año, como de costumbre, las dos damas habían sido instaladas con todos los honores, habían participado en el traslado y aparecían todas las mañanas en la logia para tomar el primer desayuno hacia las nueve con las niñas, y el segundo a las doce con Melanie.
Así también hoy.
Sería ya aproximadamente la una y el desayuno había terminado. Pero la mesa aún no estaba recogida. Una ligera corriente de aire, que se movía y crecía porque todas las puertas y ventanas estaban abiertas, levantaba el mantel con motivos rojos de la mesa, y desde el cuarto de la música, situado al fondo del pasillo, se oía una pieza de los estudios de Cramer cuyo deficiente ritmo la señorita Anastasia Schmidt se esforzaba en ordenar:
—Uno, dos, uno dos.
Pero nadie tomaba nota de esos esfuerzos, la que menos Melanie, que junto a la señorita Riekchen —como se la llamaba familiarmente— estaba sentada en una silla de jardín y de vez en cuando alzaba la vista de su labor para dejar actuar sobre su espíritu la deliciosa imagen del parque que la rodeaba, a pesar de que conocía sus más pequeños detalles.
Estaban en el lugar más bello del jardín. Porque de cien visitas que venían noventa y ocho se contentaban con contemplar y enjuiciar el parque desde aquí. Al final del paseo principal, entre los árboles que empezaban a brotar, se veía el temblor y el fulgor del río que por allí pasaba, de las superficies de yerba que se intercalaban entre la vegetación surgían aloes y arbustos, bolas de cristal y fuentes. En una de las más pequeñas el agua murmuraba, mientras que un pavo real descansaba en el borde de la más grande y parecía absorber el sol de mediodía en su plumaje. Palomas y pintadas se habían acercado hasta la misma logia, desde la que Riekchen les echaba migas de pan.
—Las acostumbras demasiado a este lugar —dijo Melanie— y tendré guerra con Van der Straaten.
—Yo me encargaré de luchar —respondió la pequeña.
—Sí, al menos puedes atreverte. Realmente, Riekchen, casi podría tener celos por lo mucho que te aprecia. Creo que eres la única persona que puede decirle todo y, que yo sepa, nunca ha sido desagradable contigo. ¿Le impresionará tu antiguo linaje aristocrático? Anda, recítame tu nombre entero y tus títulos. Me encanta oírlos y siempre los olvido.
—Aloysia Friederike Sawat von Sawatzki, llamada Sattler von der Hölle, aspirante a la casa de recogimiento[20] del convento Himmelpfort en la Uckermark.
—¡Precioso! —exclamó Melanie—. ¡Si yo me llamara así! Créeme, Riekchen, eso es lo que impresiona a Van der Straaten.
Todo había sido dicho con cordial buen humor y Riekchen había contestado en el mismo tono. Pero ahora acercó su silla a la de Melanie, cogió la mano de la joven y dijo:
—En realidad debería enfadarme porque te burlas de mí. ¡Pero quién es capaz de enfadarse contigo!
—No me burlo —respondió Melanie—. Tú misma tienes que darte cuenta de que te trata con más educación y consideración que a cualquier otra persona.
—Sí —dijo ahora la pobre señorita, y su voz tembló conmovida—. Él me trata bien porque tiene buen corazón, mejor de lo que muchos, y quizá también tú, creen. No es tan desconsiderado. Lo que pasa es que no soporta que le molesten o provoquen, me refiero a los que no deben ni pueden hacerlo. Entonces, hija, no se contiene, pero no porque no sea capaz de ello, no, sino porque no quiere. Y no necesita querer. Porque es rico, y todas las personas ricas conocen a los seres humanos desde su peor lado. Primero, todos se precipitan a servirle y luego, a denostarle. Y cosechar ingratitud es mala escuela para la delicadeza y el amor. Por eso los ricos no creen en nada noble y sincero en este mundo. Pero yo te digo —y siempre te lo diré— que tu Van der Straaten es mejor de lo que muchos creen y tú misma piensas.
Hubo una pequeña pausa, no libre de cierta turbación, por fin Melanie sonrió amablemente a la vieja señorita y dijo:
—Continúa. Me gusta oírte hablar así.
—De buen grado —dijo ésta—. Verás, ya te he dicho que me trata bien porque tiene buen corazón. Pero eso no es todo. También es tan amable conmigo porque es compasivo. Y ser compasivo es todavía más que sólo ser bondadoso, es en verdad lo mejor que los seres humanos poseen. Él también se ríe cuando oye mi larguísimo nombre, como tú, pero me gusta oírle reír así, porque discierno en su risa lo que piensa y siente.
—Y ¿qué siente?
—Siente la contradicción entre la pretensión de mi nombre y lo que soy: pobre y vieja y desamparada, una simple figurita. Y si digo figurita aún estoy embelleciendo la realidad y halagándome a mí misma.
Melanie había llevado su pañuelo de batista a los ojos y dijo:
—Tienes razón. Siempre tienes razón. Qué estará haciendo Anastasia, la clase no termina nunca. Hace sufrir demasiado a Liddi, y al final le enseña a la niña a aborrecer la música. Y entonces se acabó. Porque sin amor y sin ganas no hay nada en este mundo. Tampoco en la música… Ahí viene Teichgräber para anunciarnos una visita. Me disgusta. Preferiría seguir charlando contigo.
En ese mismo momento el viejo guarda del parque, que había buscado en vano a algún criado, se acercó a la logia y entregó una tarjeta.
Melanie leyó: «Ebenezer Rubehn (firma de Jakob Rubehn e hijos), teniente de la reserva en el 5° regimiento de Dragones…».
—Ah, bienvenido… Hágale pasar.
Y mientras el viejo se alejaba Melanie comentó con desenfado con la pequeña señorita:
—Otro teniente. ¡Encima de la reserva! Odio a estos eternos tenientes. Ya no hay hombres normales.
Habría continuado con estas observaciones si no se hubiera escuchado sobre el sendero de grava el crujir de pasos que no dejaba ninguna duda sobre el rápido acercarse de la visita. Efectivamente, al instante el personaje anunciado estaba delante de la logia y se inclinaba ante las dos damas.
Melanie se había levantado y le había salido al encuentro unos pasos:
—Me alegro de verle. Permítame que le presente a mi querida amiga e invitada… ¡Don Ebenezehr Rubehn… la señorita Friederike von Sawatzki!
Un asombro fugaz se reflejó claramente en los rasgos de Rubehn, que —si Melanie lo interpretaba atinadamente— se debía más a la pequeña y deformada señorita que a ella misma. Sin embargo, Ebenezehr era lo suficientemente hombre de mundo como para dominar de inmediato su sorpresa e, inclinándose de nuevo hacia la amiga, pidió disculpas por haber retrasado hasta hoy su visita a la villa.
Melanie no le dio mayor importancia al hecho y rogó, a su vez, que excusara la familiaridad de este recibimiento campestre y sobre todo de una mesa de desayuno todavía sin recoger.
—Aunque à la guerre comme à la guerre, expresión bélica a la que no pretendo ni en sueños anudar conversaciones serias sobre la guerra.
—De las que usted, más bien, desea estar a resguardo —exclamó riendo Rubehn—. No tema. Ya sé que las damas sólo se apasionan por el capítulo de la guerra mientras hay heridos que curar. En el momento en que el último herido abandona el hospital se acabó el entusiasmo bélico. Y así como las mujeres tienen razón en todo, también en esto. Es la cosa más triste del mundo estar obligado a escuchar una y otra vez historias heroicas corrientes, de valor dudoso y de más dudosa verdad, pero es la más hermosa ayudar y curar.
Mientras Rubehn hablaba Melanie había dejado descansar la labor en su regazo y le miraba directa y amablemente.
—Vaya, me gusta oírle decir esas cosas y se las agradezco. Sin duda el que sabe hablar con sentimiento tan cálido del servicio hospitalario, del ayudar y del curar, que tan bien nos sienta a las mujeres, ha vivido en su persona esas bondades. Y ya ve, al cabo de sólo cinco minutos me está usted contando, involuntariamente, sus secretos. No intente contradecirme, fracasaría usted en su empeño, porque ya que conoce usted tan bien los corazones femeninos conocerá naturalmente también nuestras dos cualidades más fuertes: nuestra obstinación y nuestro gusto por adivinar. Lo adivinamos todo…
—¿Siempre acertadamente?
—No siempre, pero casi siempre. Ahora cuénteme qué le parece Berlín, nuestra buena ciudad, y nuestra casa, y dígame si tiene la suficiente confianza en sí mismo como para no volverse melancólico en su mirador del patio al que, realmente, sólo faltan las rejas. No disponíamos de nada mejor. Y donde no hay nada, como dice el refrán[21]…
—Oh, señora mía, me avergüenza usted. Ahora, después de haberme instalado, comprendo cuán grande es el sacrificio que han hecho ustedes por mí. Y debo decir que si hubiera tenido un mejor conocimiento…
Pero no terminó la frase, volviéndose de pronto a la casa, desde la que (la clase de música había terminado hacía un rato) una cascada de música brillante y reconocible en los matices más finos llegaba hasta la logia. Era la Despedida de Wotan, y Rubehn quedó tan prendado que le costó un esfuerzo recobrarse y reanudar la conversación. Por fin volvió en sí y dijo, inclinándose de nuevo hacia Riekchen:
—Perdón, estimada señorita ¿Von Sawatzki, si he entendido bien?
La señorita asintió.
—Pasé un verano en Wildbad-Gastein con un joven oficial de ese nombre. Poco después de la guerra. Un joven caballero muy simpático. ¿Quizá un pariente suyo…?
—Un primo —dijo la señorita Riekchen—. Hay muy pocos de mi nombre, y todos estamos relacionados. Me alegro de saber por su boca algo de él. Fue herido en los últimos momentos de la guerra, casi el último día. Cerca de Pontarlier. Y de gravedad. Hace tiempo que no sabía nada de él. ¿Se recuperó bien?
—Creo poder afirmar que por completo. Ha reanudado el servicio en su regimiento, de lo que pude cerciorarme hace poco, por una feliz coincidencia… Pero, estimada señorita, tendremos que abandonar este tema. Ya sonríe la señora y admira la habilidad con la que pretendo desembocar en la aventura bélica y todas sus consecuencias amparándome en su señor primo. ¿Me permite que le proponga que a cambio prestemos oído a esa maravillosa música, que…? ¡Oh, qué lástima, se ha interrumpido!…
Rubehn enmudeció, y sólo cuando el silencio continuó dentro de la casa, exclamó con un énfasis raro en él pero en este instante absolutamente sincero:
—¡Ah, querida señora, en qué jardín embrujado vivís! Un pavo real que toma el sol, y palomas tan mansas e innumerables como si esta logia fuera la plaza de San Marcos o la isla de Chipre en persona. Y esa fuente cantarina, y para colmo esa canción… En verdad, si el aplauso, aun el más espontáneo, no fuera inconsiderado e impertinente…
Aquí se interrumpió porque desde el pasillo se oyeron pasos y Melanie, volviéndose dijo:
—¡Anastasia! Vienes en el momento adecuado, para recibir personalmente el agradecimiento y la admiración de nuestro querido invitado y nuevo compañero doméstico. Permítame que les presente: don Ebenezer Rubehn, la señorita Anastasia Schmidt… Y aquí mi hija Lydia —añadió Melanie, mostrando a la preciosa niña que se había parado en la puerta, junto a la profesora de música, y contemplaba al extraño con severidad y casi hostilidad.
Rubehn se percató de la mirada. Pero se trataba de una niña y por eso se dirigió, sin más, de nuevo a Anastasia para hacerle alabanzas sobre su manera de tocar y sobre su gusto.
Anastasia esbozó una reverencia, mientras Melanie, a la que no se le había escapado ni una palabra, continuó con cierta excitación:
—¡Oh! ¿Es posible? ¿Podemos contarle entre los nuestros? ¡Anastasia, sería magnífico! Ha de saber usted, señor Rubehn, que aquí formamos dos bandos, y que la casa Van der Straaten, que va a ser también la suya de ahora en adelante, se divide en Montescos amantes de la pintura y Capuletos locos por la música. Yo soy por completo Capuleto, y Julieta. Pero sin final trágico. Y para mayor claridad añadiré que nosotras, Anastasia y yo, pertenecemos a esa pequeña congregación cuyo nombre y cuyo centro no necesito citar. Me gustaría saber ahora mismo una cosa. Y lo considero como mi derecho femenino a la curiosidad. ¿A cuál de sus obras concedería usted el premio máximo? ¿En cuál de ellas le parece más extraordinario o más original?
—En Los maestros cantores.
—Aceptado. Y ahora que estamos de acuerdo, la próxima vez podremos hacer explotar a Van der Straaten, a Gabler y, sobre todo, al flaco y aburrido consejero de legación, al larguirucho Duquede. Ascenderá como un cohete, ¿verdad Anastasia?
Rubehn había cogido su sombrero. Pero Melanie, extraordinariamente regocijada y animada por el encuentro, continuó con creciente euforia:
—Son todavía nombres solamente. Una semana o dos, y estará usted familiarizado con nuestro pequeño mundo. Espero que no posponga la ocasión de hacerlo. Hoy nuestra logia ha servido para representar nuestra casa. Recuerde que también tenemos un piano de cola, y pruébelo usted pronto y a menudo si le conviene. Au revoir.
Él besó la mano de la bella dama y con una mesurada reverencia hacia Riekchen y Anastasia abandonó a las señoras. A Lydia la ignoró.
Pero ella no le ignoró a él.
—Le sigues con la mirada —dijo Melanie—. ¿Te ha gustado?
—No.
Todas rieron. Lydia volvió a la casa, y en sus grandes ojos brillaba una lágrima.