Camino de casa

El rato del café transcurrió sin incidentes, y ya serían las diez cuando el criado anunció que el carruaje estaba esperando. Este aviso estaba dirigido a la pareja Gryczinski, que en noches de cena solía regresar en el coche del consejero comercial, puesto a su disposición una vez por todas para estas ocasiones. Se trajeron los abrigos y los sombreros, y la bella Jacobine, con el cuello y la cabeza envueltos en una mantilla de encaje, ocupó el centro del grupo esperando, sonriente y paciente, a los dos pintores a los que Gryczinski había ofrecido en el último momento hacer una parte de su camino a casa con ellos. La discusión sobre el tema no lograba zanjarse y se decidió ya en la portezuela del carruaje. Gabler ocupó, sin más, el asiento trasero, mientras Elimar con un enérgico pulso de gimnasta subió al pescante, por consideración, según decía, hacia los ocupantes del coche, en realidad por su propia comodidad y su curiosidad ya que anhelaba una charla con el cochero.

Éste, una pieza heredada aún de los tiempos del viejo Van der Straaten, se llamaba Emil, un nombre poco corriente entre los cocheros, pero que se había adaptado a sus circunstancias reduciéndose a un breve «Ehm». Y con toda justicia ya que había visto la luz del mundo en regiones del escritor Fritz Reuter[16] y había conservado hasta hoy, junto a su jerga berlinesa, un resto de su lenguaje patrio. Elimar, que era uno de sus preferidos, sacó en el mismo momento de acomodarse en el pescante una petaca de cuero con varios compartimentos y ofreció al viejo uno de los cigarros de la primera capa, diciendo confianzudamente:

—Para el viaje de vuelta, Ehm.

Éste se llevó la mano derecha al sombrero de cochero para darle las gracias y con ello los preliminares habían concluido.

Cuando poco después pasaron ante el reloj del Spittelmarkt y entraron en una de las calles mal adoquinadas que desembocaban en él, Elimar decidió que el momento añorado había llegado y preguntó:

—¿Ha llegado ya el nuevo caballero?

—¿El de Frankfurt? No, aún no, señor Schulze.

—Vaya, pues estará a punto…

—Naturalmente. A punto estará. Pienso que la semana que viene. Incluso han empapelado las habitaciones, Dios mío, hacen como si fuera un príncipe, el señor y no le digo la señora. La Christel opina que es judío.

—Pero rico. Y además oficial. En la Landwehr[17] o algo parecido.

—No me diga.

—Parece que además sabe cantar.

—Sí, me lo imagino.

Elimar era lo suficientemente vanidoso como para sentirse ofendido por esta última respuesta y como en ese momento el carruaje salía del Wallstrassenportal a la silenciosa y nocturna plaza de la Ópera, interrumpió la conversación con tanto mayor gusto cuanto que no deseaba que ésta fuera escuchada por los ocupantes del coche. Éstos no habían intercambiado palabra hasta ese momento, no por enfado sino por consideración a la joven dama, que, encantada de poder disfrutar del asiento trasero medio vacío, había apoyado sus pequeños pies en el cojín y se había reclinado hacia el fondo del coche. Ya al subir estaba visiblemente fatigada, dijo para disculparse algo del champán y de un dolor de cabeza, y al mismo tiempo se arrebujó en la mantilla cerrando los ojos. Cuando pasaban ya entre el Palacio y el monumento ecuestre a Federico el Grande se animó de nuevo porque pertenecía a ese grupo de leales incondicionales que ya se sentían dichosos con ver una simple sombra a través de la cortina cerrada de la ventana de esquina. Y, en efecto, la vio, y a su manera encantadora, medio infantil, medio coqueta, expresó su alegría por el hecho.

Su parloteo no había acabado cuando el carruaje paró en la Puerta de Brandeburgo. En un segundo, los dos pintores, cuyo camino seguía aquí otra dirección, descendieron de sus asientos y se despidieron dando las gracias a la amable pareja, que por su parte se dirigió por la amplia Schrägallee hacia el Monumento a la Victoria y la Alsenstrasse, situada detrás de éste.

Cuando ya se hallaban en medio de la plaza inundada de luces, la bella y joven esposa se apretujó cariñosamente contra su marido y dijo:

—Vaya cena, Otto. Te he admirado mucho.

—Es más fácil de lo que imaginas. Juego con él. Es un niño viejo.

—¡Y Melanie…! Créeme, ella sufre. Me da lástima. Te sonríes. ¿A ti no?

—Sí y no, ma chère. En la vida no se tienen posesiones sin dar nada a cambio. Ella posee una villa y una pinacoteca…

—Que no le importa nada. Tú sabes lo poco que le interesa…

—Y tiene dos niñas monísimas.

—Por lo que casi la envidio.

—¡Lo ves! —rió el comandante—. Cada cual tiene la capacidad para aprender a conformarse y a restringirse. Si yo fuera mi cuñado diría que…

Pero ella le cerró la boca con un beso, y al momento el coche se detuvo.

Los dos consejeros, el de legación y el de policía, habían subido a un coche de punto en la esquina de la Petristrasse para ir hasta la Puerta de Potsdam. Desde ahí querían hacer el resto del camino a pie para disfrutar del aire fresco de la noche. En realidad sólo se atenían a esa máxima según la cual «hay que ahorrar en lo pequeño para poder gastar en lo grande», aunque por desgracia y lamentablemente las «grandes ocasiones» o nunca les habían llegado o ellos las habían dejado pasar de largo cada vez.

Durante el camino, mientras duró el viaje en coche, no se habló ni una palabra, pero después de bajar, al hacerse necesaria la división de dos entre seis, se inició una conversación que satisfizo a todos, menos al cochero. Ambos consejeros se cuidaron muy bien de volverse hacia él, sobre todo Duquede, que era un enemigo acérrimo de los cruces de plazas con vías de tren y campanilleo de tranvías de caballos y sólo se tranquilizó cuando alcanzó felizmente la Bellevuestrasse con sus árboles a punto de florecer.

Reiff le siguió, se colocó formal y respetuosamente a la izquierda del consejero de legación y dijo de pronto y sin rodeos:

—Ha sido otra vez una escena penosa la de hoy. ¿No le parece? Y le confieso sinceramente que no comprendo a Van der Straaten. Ya ha cumplido los cincuenta, y más, y debía haber desgastado ya un poco sus cuernos. Pero no hay remedio, es y seguirá siendo un impulsivo.

—Sí —dijo Duquede, que había hecho un alto para coger aliento—, tiene algo impulsivo. Pero, mi querido amigo, ¿por qué no habría de tenerlo? Yo le valoro en un millón, sin contar sus cuadros, y no veo por qué no ha de poder hablar en su casa y en su propia mesa como mejor le parezca. Le confieso abiertamente, Reiff, que a mí me alegra cada vez que pierde así los estribos. El viejo era igual, y todavía peor, y hace cuarenta años ya se decía que «era una casa extraña, que realmente no se podía frecuentar». Pero «realmente» todos la frecuentaban. Así era y así sigue siendo.

—Sin embargo, le falta, de verdad, cultura y educación.

—Oh, por favor, Reiff, no me venga con la cultura y la educación. Son dos palabras de esas modernas que podrían haber sido puestas en circulación por el «Gran Hombre», tanto las aborrezco. Cultura y educación. Primero hay en general poco de la una y de la otra, y cuando hay algo, pues tampoco es mucho. Créame, se las sobrestima. Y sólo ocurre entre nosotros. ¿Por qué? Porque no tenemos nada mejor. El que no tiene nada, tiene cultura. Pero el que tiene tanto como Van der Straaten no necesita todas esas tonterías. Él posee una buena cabeza e ingenio, y lo que vale más, buen crédito. ¡Cultura, cultura! No me haga reír.

—No sé, Duquede, si tiene usted razón. Ah, si todo hubiera quedado como estaba. Aquella vida de soltero. Pero se casó con una joven, bella e inteligente…

—Bueno, bueno, Reiff. No se me ponga extravagante. No es para tanto como usted cree; ella es una extranjera, de la Suiza francesa, y los berlineses suelen perder la cabeza por todo lo extranjero. No falla. Sin duda tiene un cierto chic ginebrino. Pero a la larga, ¿qué significa? Todo lo que los de Ginebra tienen es, en fin de cuentas, de segunda mano. Y dice usted que es inteligente. ¿Qué quiere usted decir con inteligente? Por favor. Él es mucho más inteligente. O ¿acaso cree usted que es cuestión de un vocablo francés más o menos, o de saber citar El rey de los elfos[18]? Reconozco que tiene detallitos de buena educación y, en ocasiones, sabe darse cierta importancia. Pero en el fondo, nada, paparruchas, que se sobrestiman colosalmente.

—No sé si tiene usted razón —repitió el consejero policial—. Al fin y al cabo ella es de buena familia.

Duquede soltó una carcajada.

—No, Reiff, eso precisamente no. Y le diré que sobre esa cuestión no admito bromas. Caparoux. Suena a algo, lo admito. Pero al fin y al cabo, ¿qué significa? ¿Capa roja o Caperucita? Eso es un nombre de cuento, no un nombre aristocrático. Lo he investigado. Entre nosotros, Reiff, no existen los de Caparoux.

—¡Piense usted en el comandante! Tiene toda clase de prejuicios y difícilmente permitiría que se le reprochase un matrimonio desigual.

—Yo le conozco mejor. Es un ambicioso. O digamos que pertenece al Estado Mayor. Odio a toda esa sociedad, y créame Reiff, sé por qué. Nuestros hombres del Estado Mayor están sobrestimados, colosalmente sobrestimados.

—No sé si tiene usted razón —insistió por tercera vez el consejero policial—. Recuerde lo que pasó con Stoffel[19]. Y luego sucedió como él había predicho. Pero sólo quiero hablar de Gryczinski. ¡Qué encantador estuvo hoy! Qué encantador y qué elegante.

—Bah, elegante. Yo también me precio de saber lo que es elegante. Y le digo, Reiff, que la elegancia es otra cosa. ¡Elegante! Listo, eso es lo que es, y nada más. O ¿cree usted que se ha casado con la pelirroja de los eternos ojos enamorados porque se llama Caparoux, o si usted prefiere, de Caparoux? Se ha casado con ella porque es la hermana de su hermana. ¡Dios mío, que un consejero policial tenga que recibir estas aclaraciones!

El consejero policial, cuyas debilidades se situaban del lado erótico, sacó de estas palabras insinuantes la conclusión de que entre el comandante y Melanie existía una relación amorosa y consternado echó una mirada de lado al enjuto y larguirucho Duquede.

Éste rió y dijo:

—Por ahí no, Reiff, por ahí no. Los ambiciosos sólo hacen la corte. Nada más. Hoy en día hay personas (y también esto se lo debemos agradecer a nuestro arquitecto imperial, que deja caer a los obreros sólidos o los empuja a un lado), hay, como digo, personas para las que todo es un simple medio para un fin. También el amor. A estas personas pertenece nuestro amigo, el comandante. Yo no debía haber dicho que se ha casado con la pequeña porque es hermana de su hermana, sino porque es cuñada de su cuñado. Él necesita a ese cuñado, y le aseguro, Reiff, porque conozco el tono y la corriente allá arriba, que pocas cosas le recomiendan a uno tanto ante esa gente como eso. Un cuñado consejero comercial vale tanto como un suegro consejero comercial, o al menos se sitúa justo detrás. En todo caso, los consejeros comerciales son como fondos consolidados, que se pueden retirar en cualquier momento. Siempre hay cobertura.

—Quiere usted decir que…

—No quiero decir nada, Reiff… Es una simple opinión.

Y con esto habían llegado hasta la Bendlerstrasse, donde se separaron. Reiff se dirigió hacia el puente Von der Heydt, mientras Duquede siguió su camino en línea recta.

Residía cerca de la Hofjägerallee, en un número muy alto, pero en una casa muy distinguida.