En la mesa

—Tomemos asiento —dijo Van der Straaten—. Mi mujer me ha evitado todos los problemas de la colocación poniendo tarjetas.

Y cogiendo una la miró con sus por naturaleza buenos ojos, acostumbrados a ver obras de arte.

—Ah, muy bien. Has dado en el blanco, te felicito, Elimar. Encantador, encantador. Naturalmente es Amor, el que dispara. Que los pintores no logréis liberaros de este eterno arquero…

—Contra cuya eliminación o destitución las damas protestaríamos muy enérgicamente —dijo la hermana pelirroja.

Entretanto, todos habían ocupado sus sitios y resultó que Melanie se había apartado en su ordenación de lo habitual. Van der Straaten estaba sentado entre su cuñada y su mujer, enfrente tenía al comandante, flanqueado por Gabler y Elimar, en las cabeceras se hallaban el consejero policial Reiff y el consejero de legación Duquede.

Se acababa de tomar la sopa y servido el Montefiascone, vino famoso en la casa del consejero desde tiempos inmemoriales, cuando Van der Straaten se dirigió a su cuñado por encima de la mesa.

—Gryczinski, comandante y cuñado —comenzó en un tono ligero y superior de confianza—, de hoy en tres meses tendremos guerra. Te ruego que no digas que no, no me contradigas. Vosotros, que la tenéis que hacer, en fin de cuentas, sois por lo general los últimos en enteraros. En junio la cosa estará a punto o, al menos, tramada. Actualmente, forma parte de las llamadas peculiaridades justificadas de la política prusiana estropear las curas termales a todos los consejeros privados —entre los que hay que contar, en lo que se refiere a Karlsbad y Teplitz, también a los consejeros comerciales. La isla de Helgoland incluida. Te repito que en dos meses la cosa estará a punto y en tres tendremos la guerra. Ya se encontrará algún subterfugio, y Ems[7], si nos empeñamos, está en cualquier sitio del mundo.

Gryczinski, que retorcía con la izquierda la parte más poblada de su barba inglesa, dijo:

—Cuñado, estás demasiado influido por los rumores bursátiles, por no decir, la especulación bursátil. Te aseguro que no hay ni una nubecilla en el horizonte, y si de verdad estamos trabajando en este momento en un plan de guerra, éste se refiere, quizá, a la determinación hipotética del lugar en el que Rusia e Inglaterra chocarán para librar su gran batalla.

Las dos damas, que pertenecían al partido de la paz más decidido, la morena porque no quería perder su fortuna, la rubia porque no quería perder a su marido, y aplaudieron al orador, mientras que el consejero policial, encogiéndose visiblemente, comentó:

—Me gustaría expresar al comandante mi más respetuoso asentimiento, de todo corazón y con toda el alma.

Aquí hay que decir que le gustaba sobremanera hablar de su alma.

—Desde luego —continuó—, no hay nada más equivocado que imaginarse a su Excelencia el Príncipe, en verdad un hombre amante de la paz, como un artillero con la mecha ardiendo constantemente en la mano, dispuesto a disparar, a la buena de Dios, el monstruoso cañón de Krupp de una guerra europea. Afirmo que no hay nada más falso y errado que eso. El juego del azar es cosa de los que no poseen nada, ni fortuna ni buena fama. Y el Príncipe posee ambas cosas. Apuesto a que no quiere jugarse, una y otra vez, su doble tesoro bien acumulado, a la carta de la guerra. Ganó en el 64[8] (una pequeñez), dobló en el 66[9] y triplicó en el 70[10], pero se cuidará bien de arriesgarse a un six-le-va. Es un hombre leído y, sin duda, conoce el cuento de «El pescador y su mujer»[11].

—… cuyo picante final, nuestro querido amigo, espero que no nos escamoteará —apostilló Van der Straaten, en el que la jovialidad del ambiente festivo comenzaba a notarse.

Pero el consejero policial, con una inclinación hacia las damas que garantizaba su discreción, dejó caer el tema del cuento y su frase final de dudoso gusto, y dijo:

—El que quiere ganar todo lo pierde todo. La suerte es todavía más caprichosa que las damas. Sí, mis queridas damas, más caprichosa que las damas. Porque el capricho —y yo vivo en un matrimonio feliz— es uno de los privilegios y encantos de su sexo. El Príncipe ha tenido suerte, pero precisamente porque la ha tenido…

—… se cuidará de ponerla a prueba —concluyó con énfasis irónico el consejero de legación—. Pero ¿y si lo hace, a pesar de todo? El Príncipe ha tenido suerte, nos asegura nuestro amigo Reiff con cara inocente de consejero policial. ¡Suerte! Desde luego. Y no una suerte normal y corriente, sino una suerte fabulosa nunca vista. Una suerte que en su grandeza colosal devora y traga al hombre mismo. Y tan poco inclinado como estoy a envidiarle esa suerte, no soy envidioso, me irrita que a esa suerte se una ahora el culto al héroe. Se le sobrestima, como digo. Créanme, tiene algo de plagiario. Se podrán encontrar explicaciones, incluso disculpas, pero algo está claro: se le sobrestima. Sí, amigos míos, tenemos el culto al héroe, y tendremos el culto al dios. Ya hay estatuas y monumentos, los templos vendrán pronto. Y en uno de esos templos se hallará su efigie con la diosa Fortuna a sus pies. Pero no se llamará el templo de la Fortuna, sino el templo de la suerte. Sí, el templo de la suerte, porque en él se juega, y nuestro prudente amigo Reiff ha estado muy acertado con su six-le-va, que vendrá, tarde o temprano, antes de lo que él se imagina. Ya digo, todo juego y suerte, y además una enorme falta de iluminación, de reflexión y, sobre todo, de ideas grandes y creadoras.

—Pero mi querido consejero de legación —le interrumpió aquí Van der Straaten—, también disponemos de algunos pequeños logros: el desahucio de Austria, la construcción del Imperio alemán…

—… el aplastamiento de Francia y el destronamiento del Papa, ¡bah!, Van der Straaten, conozco esa letanía. ¿A quién se lo tenemos que agradecer, si es que hay algo que agradecer? ¿A quién? Pues a un partido que es su adversario, adversario suyo y mío, un partido al que él ha usurpado su grito de batalla. Ya dije que tiene algo de plagiario, se ha apropiado sencillamente de las ideas de otros, buenas y malas, y las ha hecho realidad con los copiosos medios a su disposición. Eso está al alcance de cualquiera, de cualquiera de nosotros: Gabler, Elimar, tú, yo, Reiff…

—Por favor…

—Las ha hecho realidad —repitió Duquede—. Un negocio de venta y cambio que me repugna mientras no se apoye en las ideas propias. Pero los actos sin ideas o con ideas robadas o prestadas tienen algo tosco y brutal, algo como de Gengis Khan. Y repito, odio esos actos. Y los odio, sobre todo, cuando confunden los conceptos y mezclan los opuestos, y cuando tenemos que ver que, detrás de las venerables formas de nuestro principio conservador del estado, detrás de la máscara del conservadurismo, se esconde un radicalismo revolucionario. Te digo, Van der Straaten, que navega bajo bandera falsa. Y uno de sus métodos preferidos es el cambio constante de bandera. Pero yo le he pillado y sé cuál es su verdadera bandera…

—¿Cuál?

—La negra.

—¿La bandera de los piratas?

—Sí. Y más tarde o más temprano se darán cuenta todos ustedes. Te digo, Van der Straaten, y le digo a usted, Elimar, y a usted, Reiff, y por mí puede escribirlo mañana en su libro negro, porque soy un hidalgo de la vieja Marca y he abandonado hace tiempo el servicio de ese hombre ambicioso que me repele, se lo digo a todos, viejos y jóvenes: anden con cuidado. Les prevengo de los engaños, pero sobre todo de sobrestimar a ese falso caballero andante, ese templario de la suerte, en el que la plebe necia cree porque ha echado del país a los jesuitas. ¿Qué ha sucedido en realidad? Nos hemos librado de los malos, pero el malo se ha quedado entre nosotros.

Gryczinski había escuchado con una elegante sonrisa; Van der Straaten, por otro lado, que aunque era un admirador de Bismarck no conocía mayor placer en su calidad de berlinés adicto a la diatriba que las masacres de los grandes y la nivelación universal, siempre y cuando él quedara como única prominencia sobresaliente, hizo un gesto hacia Duquede y ordenó a uno de los criados servir nuevamente del último plato al consejero de legación, que se había abstenido.

—Prueba una cebolla española, Duquede. Toma. Es algo para ti. Picante, picante. No me interesa mucho España, pero la envidio por dos cosas: sus cebollas y su Murillo.

—Me sorprende —dijo Gabler—. Y sobre todo me sorprende tu admiración por Murillo, es decir, tu admiración por la Virgen, que así declaras involuntariamente.

—No involuntariamente, Arnold, no Involuntariamente. Yo distingo, como deberías saber, entre Vírgenes cálidas y Vírgenes frías. Las frías me desagradan, pero amo las cálidas. À la bonne heure! Me embriagan, las siento en las puntas de los dedos como si fuera vino del Rin del año 11. Entre las ardientes y chispeantes cuento todas las Inmaculadas y Concepciones españolas, en las que la Madre de Dios se posa sobre un gajo de luna y en torno a su manto oscuro relucen nubes doradas y cabezas de angelotes. Sí, Reiff, existen cosas así. Y la Virgen mira encendida, o digamos, ferviente, hacia el cielo como si el alma quisiera echar a volar en una estufa incubadora de santidad.

—En una estufa incubadora de santidad —repitió el consejero policial, cuyos ojos empezaron a centellear furtiva y secretamente—. ¡En una estufa incubadora! Eso es magnífico, maravilloso, y una imagen que cada uno de nosotros puede interpretar y desarrollar según sus capacidades y conocimiento.

Las dos jóvenes mujeres, sorprendidas de ver a su amigo, generalmente discreto, balancearse sobre este filo de cuchillo, se miraron, y Melanie, reconociendo rápidamente que en cualquier momento podía producirse una de esas catástrofes que con frecuencia se producían en las cenas del consejero comercial, intentó despegar del delicado tema de Murillo, lo que dada la terquedad de Van der Straaten, sólo podía suceder gracias a una hábil diversión. Y ésta se produjo, al menos momentáneamente, al declarar ella con aparente inocencia:

—Van der Straaten se reirá de mí si pretendo opinar en cuestiones de cuadros y pintores. Pero tengo que confesar que, si aceptamos su arriesgada catalogación de las Vírgenes, yo me decidiría sin pensarlo por el grupo intermedio, que él no ha tenido en cuenta, es decir por las Vírgenes templadas. Las de Ticiano me parecen poseer esa benefactora temperatura media. Yo le adoro.

—Yo también, Melanie. Buena chica, buena chica. Siempre digo que me vas a resultar un profesor de historia del arte. ¿Verdad, Arnold, que siempre lo digo? Júralo. No tenemos aquí una Biblia para jurar sobre ella, pero tenemos a Reiff, y un consejero policial es tan bueno como el Evangelio. Te ríes, cuñado; naturalmente; vosotros no lo notáis, pero nosotros sí. Por cierto, la copa de Reiff está vacía. Y la de Elimar también. Vamos Friedrich, viejo bacalao, deja de meditar sobre el amor. Allons, enfants. ¿Dónde está el Mouet? Rápido, rápido. Por los huesos del inmortal Roller[12], no me gusta ver espumear mi champán en los últimos cinco minutos, en miserable exhibición. Encima en estas malditas copas altas que uno de estos días haré añicos. Son copas de consejero de cuentas y no de consejero comercial. Por cierto, no tienes razón con Ticiano. Bueno, a medias. Ticiano sabe hacer muchas cosas, pero no entiende de Vírgenes. Entiende de Venus. Ése es su tema. Carne y más carne. Y siempre, por algún sitio, acecha el pequeño y simpático arquero. Perdona, Elimar, no soy partidario de amorcillos amontonados en las tarjetas de mesa, pero me gusta el amor singular, especialmente el del tálamo rojo con la cortina de damasco verde recogida. Sí, queridos amigos, ése es su sitio, y siempre es encantador, ya esté a los pies o cerca de la cabeza de Venus, ya asome detrás del lecho o de la cortina, ya esté tensando su arco o acabe de disparar su flecha. ¿Qué es preferible? Delicada cuestión, Reiff. Pienso que cuando lo tensa… Y esa mano izquierda que reposa con el eterno pañuelo de encaje, ¡soberbia! Sí, Melanie celebraré tu conversión el día en que admitas: suum cuique, a Ticiano, la Venus; a Murillo, la Virgen.

—Temo, Van der Straaten que tendrás que esperar mucho tiempo, y más aún para mi conversión a Murillo. Porque esas nubes de vapor amarillo entre las que la fe ferviente asciende en éxtasis espiritual-carnal me resultan desagradables. Esa fe ha traspasado los límites de lo cautivador y en su lugar encuentro algo hechicero.

Gryczinski asintió levemente en dirección de su cuñada, Elimar alzó entonces la copa y pidió la venia para, tras las palabras recién escuchadas de una verdadera dama alemana («¡Francesa!», gritó Van der Straaten interrumpiéndole), brindar por la salud de la bella y amable anfitriona. Las copas chocaron y en su acorde armónico se oyó, para los que escuchaban con más atención, una cierta vibración, una disonancia, y antes de que la sonrisa general se esfumara (la del consejero policial fue la más persistente), Van der Straaten rompió las barreras hasta ahora dificultosamente mantenidas y se presentó, una vez más, tal como realmente era. Dijo que él no estaba en condiciones de unirse a su amigo Elimar Schulze (acentuando irónicamente el nombre y el apellido) en su adhesión, sin duda valiosa para la «señora consejera comercial». Porque aunque, sin duda, existía una oposición entre cautivación y hechizo, en la vida había cosas que pasaban por ser hechizo, siendo cautivación, y todavía más cosas que siendo hechizo pasaban por ser cautivación. Y que le permitieran decir que él era partidario de la claridad y del reconocer palo, y no de hoy así y mañana de la otra manera. Pero que lo que más le molestaba era el doble rasero.

Aquí se detuvo un instante, incluso parecía dispuesto a no insistir más allá de estas generalidades. Pero la joven Gryczinska, que como todas las cuñadas podía permitirse alguna libertad, le miró con audacia renovada y le instó a abandonar sus frases oraculares y pasar a enunciados más concretos.

—Por supuesto, querida —dijo Van der Straaten con creciente agitación—. Cómo no, mi pelirroja. Obedezco tus órdenes y voy a abandonar el ámbito oracular y miraculoso y soplaré en la trompeta para que despertéis de vuestro sopor o vuestro crepúsculo de los dioses, como si pasaran a toda velocidad los bomberos.

—Ah —dijo Melanie, que empezaba, a su vez, a perder la calma—. Ésa es la cuestión.

—Sí, mi dulce ángel, ésa. Os colocáis orgullosa y cómoda en la alturas del arte y paseáis como la más pura Casta diva por el firmamento como si vivierais de ozono y virtud. Pero ¿quién es vuestro ídolo? El Caballero de Bayreuth, un hechicero como no hay otro. Y a este hombre del Tannhäuser y del Monte de Venus entregáis el bien de vuestra alma como si fuerais por lo menos la Voggenhuber, y cantáis y tocáis sus piezas de día y de noche. O tres veces al día, como pone en vuestras cajas de píldoras. Y vuestro Elimar siempre dispuesto a acompañaros. Su eterna chaqueta de terciopelo no le va a salvar. Ni a él ni a vosotros. ¿O es que vais a presentarme todo eso como un embrujo celestial? Yo os digo que es charlatanería. Pretendéis convertir el encanto de Murillo en hechizo, y el hechizo wagneriano en encanto. Y yo os digo que es al contrario, y si no es al contrario, al menos os ruego que no hagáis diferencias. Porque, al fin y al cabo, da lo mismo, y si me permitís la expresión, tanto vale una chaqueta como…

La típica expresión berlinesa[13] extraída del lenguaje comparativo indumentario con la que Van der Straaten pretendía terminar su frase fue pronunciada de hecho, pero se perdió en el tumulto que el comandante supo organizar con un ataque hábilmente combinado de golpecitos en la copa y correr de su silla. Al mismo tiempo dijo:

—Mis queridos amigos, la palabra «hechicero» ha caído. ¡Una excelente palabra! Propongo un brindis por todos esos Tannhäuser, y que cada uno se imagine lo que quiera. Yo bebo a la salud del hechicero. ¿Qué son las palabras? Ruido y humo. Brindemos. ¡Que viva!

Y con esfuerzo bienintencionado, en el que ahora faltaba cualquier tono tembloroso, se le secundó, especialmente desde el lado de los dos pintores, y no hubo nadie que no pensara que se había evitado felizmente un peligro. Pero se equivocaban. Van der Straaten, absolutamente incorrecto, no soportaba —quizá porque notaba ese fallo— nada tan mal como que se le insinuara su grosería: en esos casos perdía por completo los estribos, y el orgullo del hombre rico, acostumbrado a subvencionar a todo ser viviente, se le subía a la cabeza y rompía allí como oleaje contra una roca. Eso pasó también en esta ocasión. Se puso en pie y dijo:

—Los cortes son una cosa estupenda. Yo por ejemplo corto cupones. Una tarea inferior que, sin embargo, da derecho a estar asegurado contra los cortes de la palabra y del discurso, especialmente contra los que pretenden reconvenir y educar. Yo estoy educado.

Van der Straaten había hablado con voz inestable por la irritación, pero mirando con los ojos muy fijos al comandante. Éste, como completo hombre de mundo que era, sonrió sin darse por aludido y únicamente hizo un pequeño guiño a las dos damas para que se tranquilizaran. Luego cogió de nuevo la copa, dio a su rostro, sin mayor esfuerzo, una expresión amable y dijo a Van der Straaten:

—Hemos hablado mucho de cortar, cortemos también este incidente. Soy de la firme convicción…

En este mismo momento saltó el corcho de una de las botellas puestas a enfriar en el cubo del vino y Gryczinski, captando rápidamente la ventaja que podía ganar gracias a este incidente, se interrumpió en medio de la frase y dijo, mientras llenaba con una ligera inclinación la copa de su cuñado:

—«¡Que sus primeras campanadas sean por la paz!»[14]

Van der Straaten habría sido el último en resistirse a esta invitación.

—Mi querido Gryczinski —exclamó con repentino sentimentalismo—, nos entendemos, siempre nos hemos entendido. Deja que estreche tu mano. Friedrich, rápido, tráenos el Lacrimae Christi. Lo mejor en él es naturalmente el nombre. Pero es el que tiene. Cada uno tiene lo que le corresponde, uno esto, el otro aquello.

—¡Y que lo digas! —rió Gabler.

—Oh, Arnold, te equivocas. Aquel bendito tenía razón. El oro es una quimera[15]. Y Elimar me lo confirmaría si no se tratara de una ópera superada. Lamentablemente, porque me encantan las monjas que bailan. Pero aquí viene la botella. Deja el polvo y las telarañas. Ha de conservar intacta toda su santidad. Lacrimae Christi. ¡Qué bien suena!

La alegría inicial volvió a la cena, o al menos parecía que volvía, y cuando Van der Straaten continuó explayándose en verdaderas monstruosidades sobre las lágrimas de Cristo, la sangre del Salvador y el vino de la concordia, Melanie se atrevió, por fin, a hacer un comentario:

—Ezel, olvidas que el consejero policial es católico.

—Oh, desde luego —dijo Reiff como si hubiera sido sorprendido en algo prohibido.

Van der Straaten, sin embargo, juró por lo más alto y sagrado que un servicio de seguridad cumplido fielmente durante cuarenta años decidía sobre cualquier aspecto confesional, negativo o positivo, y merecía ser considerado ante el trono del Juez eterno. Y cuando a renglón seguido se volvieron a llenar y vaciar las copas, Melanie corrió su silla y todos se levantaron de la mesa para tomar café en el salón contiguo.