Los «tres señores rigurosos» habían sido excepcionalmente rigurosos pero no para disgusto de ambos Van der Straaten, que ahora sabían con certeza que el invierno había gastado todas sus flechas y había emprendido su retirada irremediable y sin más posibilidades de resistencia. Ahora se podía salir con toda libertad, sin preocupación de mañanas de helada o incluso de quedarse sepultados bajo la nieve de la noche a la mañana. Todos se alegraban del traslado, también las niñas, pero más que ninguno Van der Straaten que, en sus propias palabras, «de todas las escenas de nacimiento sólo gustaba de presenciar la de la primavera». Antes, sin embargo, iba a celebrarse una pequeña cena de despedida en compañía exclusiva del círculo de amigos más próximo a la casa.
A éste pertenecían, más desde el lado familiar que del lado de las amistades, en primer lugar el comandante Von Gryczinski, con domicilio en la Alsenstrasse, un oficial aún joven con barba rizada al estilo inglés y ojos azules inteligentes, que hacía unos tres años había contraído matrimonio con la encantadora Jacobine de Caparoux, una hermana menor de Melanie y no tan bella como ésta aunque pelirroja, lo que en opinión de algunos restablecía el equilibrio entre las dos. Gryczinski pertenecía al Estado Mayor y, como todos los de este cuerpo, creía firmemente que no existían en todo el mundo dos colores más radicalmente distintos que el color rojo común de los militares prusianos y el rojo del Estado Mayor. Que fuera ambicioso se daba por sentado, pero en consideración al final de esta historia conviene resaltar ya aquí que a pesar de toda su ambición mantenía, en los casos no demasiado seductores, un modesto grado de respeto y no consideraba la lucha por la existencia inexcusablemente como una especie de paso del Beresina. Como su ilustre jefe[4] era un hombre de pocas palabras, pero se distinguía de él por una sonrisa constante que animaba a todo interlocutor y que, evitando sabiamente toda toma de partido inútil, dejaba brillar por igual sobre justos y pecadores.
Gryczinski, como queda apuntado, era más un miembro de la familia que un amigo de la casa. Entre éstos podía contarse como el más distinguido al barón Duquede, consejero de legación retirado. Contaba más de sesenta años, había pertenecido ya en tiempos del padre de Van der Straaten al círculo, entonces más extenso, de amigos de la casa y podía entregarse sin reserva, tanto por sus otras cualidades como por sus años, a su rasgo característico más destacado, el de contradecir, reducir y negar. Que por este rasgo hubiera recibido el mote de «Señor consejero de negación» no había mejorado, desde luego, su carácter colérico y discutidor. En realidad se indignaba por todo, especialmente por Bismarck, del que afirmaba incansablemente desde el año 66, fecha de su propio retiro, «que se le sobrestimaba». La misma indignación le animaba contra la tendencia afrancesada de los berlineses, que por culpa de la qu le veían como un francés de las colonias[5] y pronunciaban su nombre perteneciente a la vieja nobleza de la Marca[6] como se suele pronunciar el nombre del almirante francés Duquesne. «Debía usted sentirse halagado», había dicho Melanie, día desde el que reinaba un silencioso antagonismo entre los dos.
Seguía al consejero de legación en años y autoridad el consejero de policía Reiff, un caballero pequeño y rotundo con pómulos colorados y brillantes, también sibarita y narrador de historias, que mientras las damas estaban presentes en la mesa no parecía capaz de ningún exceso pero que cuando desaparecían brillaba con anécdotas que por número y contenido sólo están al alcance de un consejero policial. El mismo Van der Straaten, cuyos talentos estaban en la misma dirección, se entregaba al aplauso ruidoso e incluso atronador, o expresaba a su vecino de mesa con un guiño su admiración desprovista de toda envidia.
Estos vecinos de mesa eran por lo general dos pintores: el paisajista Arnold Gabler, que como Reiff y el consejero de legación era una pieza heredada de tiempos del padre de Van der Straaten, y Elimar Schulze, un pintor de retratos y escenas costumbristas que había aparecido en años más recientes. Su pertenencia al círculo aquí descrito se debía sobre todo al hecho de que era sólo mitad pintor y en la otra mitad músico y entusiasta wagneriano, «credencial» por la que, como decía Van der Straaten, Melanie había perseguido y conseguido su admisión. Al comentario que con este motivo añadía su esposo, en el sentido de que «él no tenía nada que objetar contra el candidato si sencillamente se pasaba al otro bando y proclamaba abierta y sinceramente su adhesión única y exclusiva a la música», respondía el siempre bienhumorado Elimar con el ruego de que «se le eximiera de ese paso, sencillamente porque sólo resultaría lo contrario de lo deseado. Pues mientras que ahora, siendo pintor, se le tenía por músico, sin duda se le tendría por pintor siendo músico, y así ascendería de nuevo al rango relativamente superior, desde el punto de vista del señor consejero de comercio».
A este círculo de familiares y amigos pertenecían los hoy invitados para las siete de la tarde. Van der Straaten amaba las cenas a hora tardía y a veces se explayaba con argumentos convincentes sobre la tremenda diferencia que hay entre una oscuridad creada artificialmente a las cuatro de la tarde y una oscuridad surgida naturalmente a las siete. Una oscuridad artificial de las cuatro no era, según él, mejor que un vino joven, al que se ha colgado dentro de la chimenea y envuelto en telas de araña para hacerle pasar por viejo y venerable. Sin embargo, un paladar refinado desenmascara el vino joven y un sistema nervioso refinado desenmascara la oscuridad joven. Comentarios que, sobre todo en su final con el acento sobre el «sistema nervioso refinado», eran acompañados indefectiblemente por las cordiales risas de Melanie.
La casa de los Van der Straaten en la ciudad no tenía un verdadero comedor —y por ello se diferenciaba, entre otras cosas, de la villa del Tiergarten, dotada de todas las comodidades— y las dos grandes cenas y las cuatro pequeñas que se repartían a lo largo del invierno tenían que celebrarse en la primera sala de la gran galería o pinacoteca que servía de hall. Esta parte de la galería avanzaba desde el ala lateral derecha del edificio hacia su parte delantera y se hallaba directamente detrás de la habitación de Melanie, desde la cual tenía lugar la entrada en cuanto se abrían las dos grandes puertas.
Y como de costumbre, también hoy. Van der Straaten cogió el brazo de su cuñada pelirroja, Duquede el de Melanie, mientras que los cuatro caballeros restantes les siguieron de dos en dos, una forma habitual de comitiva, en la que el comandante conseguía hábilmente tanto alternar con los dos pintores como evitar al consejero policial. Porque por muy dispuesto que estuviera a soportar de día o de noche las historias de Reiff, no podía decidirse a ofrecerle el brazo como a un igual. Estaba, por el contrario, totalmente imbuido de los prejuicios de su profesión y con una pertinacia acentuada por el sentimiento personal se declaraba partidario del viejo antagonismo entre militar y policía.
Todos los comensales estaban familiarizados con la estancia y no tenían ya motivo para el asombro y la admiración. Pero el que entraba en ella por primera vez, sin duda quedaba impresionado por su belleza, que residía precisamente en que la sala dedicada a comedor no era realmente un comedor. Una araña de múltiples brazos, de bronce francés, derramaba sus luces sobre una copia, de una buena mano italiana, de Las bodas de Caná del Veronés, exquisitamente enmarcada, que los profanos solían tomar sin más por el original, mientras que a su lado colgaban dos bodegones en marcos barrocos todavía más grandes y recargados. Mostraban, aparte de algún aditamento vegetal, una langosta, un salmón y caballas azules, sobre cuya absoluta verdad natural Van der Straaten se expresó una vez con esta fórmula admirativa que quedó para siempre así acuñada: «Que le daba la sensación de que pasaba sin pañuelo por el mercado del pescado de Cölln».
Hacia la parte de atrás se encontraba el buffet, y junto a él estaba la puerta que comunicaba cómodamente con la cocina situada en la planta baja.