Un huésped en casa

A Van der Straaten, como ya dijimos, le gustaba moverse en el contraste de rudeza y sentimentalismo, y en general, en contrastes, y así no es de extrañar que la conversación mantenida delante del Tintoretto no resonara en su corazón durante mucho tiempo. Tampoco, desde luego, en el de su mujer. Sólo durante la conversación misma Melanie se sorprendió, no por el tono sentimental, que conocía bien, sino porque tomaba una dirección mucho más personal que en otras ocasiones. Pero ahora estaba superada. El cuadro obtuvo su lugar en la galería, ya no se veía, y Van der Straaten, cuando se lo encontraba casualmente, sonreía con resignación casi beatífica. Poseía el rasgo fatalista de los humoristas, que se duplica cuando éstos son hombres de mundo.

La temporada había sido agitada; la Pascua, aunque caía en fecha tardía, ya había pasado, y habían llegado las semanas en las que solía debatirse ritualmente la cuestión: ¿Cuándo nos mudamos al campo?

—Pronto —dijo Melanie, que ya contaba los días.

—Pero aún no han llegado los «Señores rigurosos»[3].

—Ésos no reinan por mucho tiempo.

—Admitido —rió Van der Straaten— y con tanto más gusto cuando sólo así veo garantizado mi dominio. Al menos indirectamente. Siempre es mejor reinar débilmente que no reinar en absoluto.

Estas palabras habían sido intercambiadas en uno de los últimos días de abril durante el desayuno, y sería mediodía cuando el consejero comercial, desde su despacho, envió un mensaje a la señora consejera comercial rogándole que retrasara un cuarto de hora su salida ya que tenía que comunicarle una cosa. Melanie contestó «que se alegraría de verle y que contaba con que la acompañara».

En este tipo de cortesías, entre las que, por cierto, no faltaba un ocasional tropiezo, se habían instalado desde hacía años los Van der Straaten, sobre todo él, que según afirmación propia «creía deber a la noble casa de Caparoux ciertos servicios de caballero» y contaba entre éstos en primer lugar la puntualidad y el no hacer esperar.

Así apareció pues también hoy, poco más tarde de haberse anunciado, en la habitación de su mujer.

Esta habitación correspondía en sus relaciones espaciales completamente a la de su esposo, pero era mucho más luminosa y alegre, primero porque faltaban los altos paneles de madera, y luego sobre todo porque faltaban los numerosos cuadros oscurecidos. En lugar de esos muchos sólo había uno: el retrato de Melanie de cuerpo entero, con un ondulante campo de trigo al fondo y ella misma entretenida en adornar su sombrero con unas amapolas. Las paredes, donde estaban vacías, aparecían cubiertas de seda blanca; en el fondo de los marcos de las ventanas se alzaban estrados con jacintos, y delante de una de ellas, sobre una delicada mesa de mármol, había una jaula limpísima, en la que una cacatúa gris, verdadero tirano de la casa, llevaba su existencia igualmente odiada y envidiada por la servidumbre. Melanie estaba hablando con ella cuando Ezel entró con una cierta excitación humorística y condujo a su mujer, tras una inclinación respetuosa hacia la cacatúa, a su sitio sobre el sofá. Entonces acercó un sillón y se sentó junto a ella.

La solemnidad con la que todo esto ocurría hizo reír a Melanie.

—Parece como si te prepararas a una confesión muy especial. Te lo voy a facilitar. ¿Se trata de algo antiguo? ¿Algo de tu oscuro pasado…?

—No, Lanni, es algo actual.

—Bueno, en ese caso esperaré y no me dejaré arrastrar a un perdón general. Y ahora, dime, ¿qué es?

—Una bagatela.

—Lo que tu confusión desmiente.

—Una bagatela, de todos modos. Vamos a recibir una visita o más bien un huésped, o si me permites la expresión, un huésped duradero. En una palabra, porque tiene que salir inevitablemente: un nuevo inquilino.

Melanie, que hasta ese momento desmigaba un bizcocho de chocolate que había quedado en el plato, puso ahora el índice sobre la mano de Van der Straaten y dijo:

—¿Y a eso le llamas tú una bagatela? Sabes muy bien que es una cosa muy seria. No tengo el privilegio de ser nativa de esta vuestra ciudad, pero ya he vivido bastante tiempo en vuestro exquisito círculo como para saber lo que significa una «visita duradera». El mismo término, que no se encuentra en ningún otro sitio, da miedo. Y qué es una visita duradera frente a un nuevo compañero de casa… ¿Es una dama?

—No, un caballero.

—Un caballero. Por favor, Ezel…

—Un meritorio, hijo mayor de una firma amiga mía de Frankfurt. Ha estado en París y Londres, naturalmente, y viene de Nueva York para fundar aquí una filial. Antes, sin embargo, quiere conocer en nuestra casa las costumbres del país, o digamos conocer de nuevo, porque las ha medio olvidado fuera. Es un acto de confianza especial. Además, estoy en deuda con el padre y te ruego que me evites un apuro. Opino que podemos darle las dos habitaciones vacías del pasillo izquierdo.

—Y le obligamos a mirar todo el verano sobre las baldosas de nuestro patio y los tiestos de geranios de Christel.

—No es cuestión de dar más de lo que se tiene. Y él mismo será el último en esperarlo. Todas las personas que han viajado mucho por el mundo suelen ser indiferentes a estas cuestiones. Nuestro patio no ofrece mucho, desde luego; ¿pero tendría mejor vista en la parte de la calle? Un trocito de la verja de la iglesia con arbusto de lilas incluido y, en los días de mercado, el puesto de las liebres.

—Muy bien, Ezel. Faisons le jeu. Espero que no haya nada malo detrás de todo esto, una conspiración, planes que me ocultas. Porque eres una naturaleza retorcida. Y ahora, si no va en contra de tus secretos, me gustaría al menos saber, por fin, el nombre de nuestro nuevo inquilino.

—Ebenezer Rubehn…

—Ebenezer Rubehn —repitió Melanie lentamente y acentuando cada sílaba—. Te confieso que me hubiera gustado más algo cristiano-germánico. Mucho más. ¡Como si no tuviéramos bastante con tu Ezequiel! Y ahora ¡Ebenezer Rubehn! Por favor, ¿qué significa ese acento grave, ese tono sobre la última sílaba? ¡Sospechoso, sospechoso en extremo!

—Has de saber que se escribe con una h intercalada.

—¡Con una h! ¿No pretenderás que acepte esa h como genuina y original? Subterfugios, intentos de negar la realidad, disimulación intencionada, detrás de la cual veo, no obstante, a todos los doce hijos de Jacob. Y él mismo como adlátere.

—Pues te equivocas, Lanni. ¿Qué me dices de Rubens? ¿Me refiero al gran Pedro Pablo? Me dirás que tenía una s. Pero lo mismo vale una s que una h. En fin: nuestro invitado está bautizado. Si por un obispo, lo ignoro; no lo sé y no lo deseo, porque quiero aventajarle en algo. Pero hablando en serio, eres injusta con él. No sólo es cristiano, es también protestante, tanto como tú y yo. Y si aún dudas, déjate convencer por los hechos.

Y aquí Van der Straaten intentó extraer de un pequeño sobre amarillo, que llevaba preparado, una fotografía de tarjeta de visita. Pero Melanie no lo permitió y dijo con regocijo creciente:

—¿No dijiste Nueva York? ¿No dijiste Londres? Me esperaba un gentleman, un hombre de mundo, y ahora nos envía su efigie como si se tratara de una cita amorosa. Krugs Garten y en el fondo una fiesta de compromiso.

—Pues es inocente a pesar de todo, créeme. Yo quería ir sobre seguro, por ti, y escribí al viejo Goeschen, de Goeschen Goldschmidt y Compañía; un anciano caballero discreto. Y de allí viene la foto. Yo soy el culpable, no él, te lo aseguro, y si me permites la palabra, incluso por mi honor.

Melanie cogió el sobre y echó una mirada rápida a la foto. Su expresión cambió de pronto y dijo:

—Ah, me gusta. Tiene algo distinguido: ¡de oficial de paisano o de agregado de embajada! Eso me gusta. Además lleva una cintita. ¿Es la Legión de Honor?

—No; puedes buscar más cerca. Estaba en el quinto regimiento de Dragones y recibió la condecoración por Chartres y Poupry.

—¿Es una batalla de tu invención?

—No. Esos nombres existen. Y como suiza libre debías saber que las lenguas extranjeras no siempre tienen en consideración los sonidos que están mal vistos en otra. Sí, Lanni, a veces soy mejor que mi fama.

—Y ¿cuándo podemos esperar a nuestro nuevo amigo de casa?

—Huésped —corrigió Van der Straaten—. No es necesario hacerle ascender precipitadamente por consideración a su rango militar. Por cierto que está comprometido, o casi.

—Qué lástima.

—¿Lástima? ¿Por qué?

—Pues porque los que están comprometidos son generalmente aburridos. Si están juntos son cariñosos, opresivamente cariñosos para su entorno, y si están separados, se escriben cartas o se preparan emocionalmente para ello. Y el novio es siempre el peor de los dos. Y si a una se le ocurre enamorarse de él significa, nada más y nada menos, trastornar dos vidas.

—¿Dos?

—Sí, la del novio y la de la novia.

—Yo hubiera contado tres —rió Van der Straaten—. Pero así sois las mujeres. Apuesto a que has olvidado piadosamente al tercero. Los maridos no cuentan, por lo visto. Y si se asombran por ello hacen el ridículo. Yo por mi parte me guardaré mucho de pretender blanquear al moro de la historia universal que sois vosotras. A propósito, ¿conoces ese cuadro titulado El baño de la mora?

—Oh, Ezel, ya sabes que no conozco ningún cuadro. Y aún menos los antiguos.

—¡La dulce simplicidad de la casa de Caparoux! —exclamó jubiloso Van der Straaten, que nunca era más feliz que cuando Melanie reconocía una debilidad o, astutamente, hacía como si la reconociera—. ¡Cuadro antiguo! No es más antiguo que yo.

—Bueno, pues es lo suficientemente antiguo.

—¡Bravo! Así me gustas. Juguetona y traviesa. Y ahora, dime, ¿qué hacemos, adónde dirigimos nuestra góndola?

—Por favor, Ezel, nada de expresiones berlinesas. Ayer mismo me prometiste que…

—Y pienso cumplirlo. Pero cuando me siento bien vuelvo a caer en ello. Ahora vamos a Haas a mirar una alfombra… «Lo suficientemente antiguo»… Maravilloso, maravilloso.

—Y dime, papaíto, ¿cómo se llama la mujer más bella del país?

—Melanie.

—¿Y la mujer más cariñosa, más inteligente y mejor?

—Melanie, Melanie.

—Bien, bien… Y ahora que te vaya bien, ¡gran conocedor del ser humano!