Los Van der Straaten solían pasar los meses de invierno en su casa de la ciudad, que aunque anticuada disponía de todas las comodidades. En cualquier caso, ofrecía una mayor comodidad para el ajetreo social de la temporada que la villa situada río abajo en el límite noroccidental del Tiergarten.
El primer baile de suscripción había tenido lugar hacía dos días y Van der Straaten y su esposa tomaban, como de costumbre, su desayuno compartido en la habitación de estar y de trabajo del primero decorada con paneles de madera. Desde la torre de San Pedro, que se erguía casi en frente de su ventana, daban en ese momento las nueve y el pequeño reloj de sobremesa francés las siguió puntualmente, aunque en su precipitación y premura se adelantaba considerablemente a las campanadas lentas y sordas que se oían fuera. Todo respiraba bienestar, sobre todo el señor de la casa, que reclinado en una mecedora y con el periódico de la mañana en la mano sorbía alternando su café con la descripción del baile de suscripción. De vez en cuando dejaba caer la mano con el periódico y soltaba una carcajada.
—¿Por qué te ríes, Ezel? —le preguntó Melanie mientras sacudía, coqueta, su zapatilla izquierda—. ¿Por qué te ríes? Apuesto el vestido que aún me vas a comprar hoy contra tu feo pañuelo rojo, que para disgustarme llevas anudado tan torcido al cuello, a que no has encontrado nada más que un par de equívocos.
—Escribe demasiado bien —respondió Van der Straaten sin recoger el guante—. Y lo que más me divierte es que ella siempre le toma en serio.
—¿Quién le toma en serio?
—¡Quién va a ser! La Marywald, tu rival. Y ahora escucha. O lee tú misma.
—No. No me apetece. No me gustan esos reportajes con escotes e iniciales.
—Y ¿por qué no? Porque no te ha tocado la vez a ti. Sí, Lanni, ese periodista te ignora orgullosamente.
—No se lo permitiría.
—¡Permitir! ¿Qué quiere decir permitir? No te entiendo. ¿O acaso crees que las antaño hijas de cónsules generales caminan por la vida como inasequibles vestales o que son sacrosantas como los embajadores o las embajadas? Te diré un refrán que con seguridad no tenéis en Ginebra…
—Y sería…
—El gato mira al emperador. Y yo te digo, Lanni, que lo que se puede mirar también se puede describir. ¿O pretendes que le rete a un duelo? ¿Pistolas y diez pasos de distancia?
Melanie rió.
—No, Ezel, me moriría si te mataran de un tiro.
—Oye, deberías considerarlo bien. Lo mejor que puede sucederle a una mujer joven como tú es la viudedad o le veuvage, como mi patrona parisina solía repetirme una y otra vez. Por cierto, mi mejor recuerdo de viaje. Debías haberla visto, a la pequeña y corpulenta Madame, toda de negro…
—No me interesa. Prefiero saber qué edad tenía.
—Cincuenta. El amor no siempre cae sobre un pétalo de rosa…
—Bueno, en ese caso que os sea perdonado a ella y a ti.
Y con estas palabras Melanie se levantó de su silla de alto respaldo, dejó a un lado el cañamazo sobre el que había estado bordando y se acercó a la gran ventana central.
Abajo se agitaba el bullicio multicolor de un día de mercado, que la joven mujer solía contemplar con gusto. Lo que más la fascinaba eran los contrastes. Cerca de la puerta de la iglesia, tras una mesa pequeña y baja, estaba sentada una viejecita que vendía miel líquida en frascos grandes y pequeños cerrados con papel recortado y un hilo de lana rojo. Junto a ella se situaba el puesto del vendedor de caza, cuyas seis liebres colgadas miraban hacia Melanie con caras tristes, mientras delante del tenderete una niña pequeña (la cara helada escondida en una capucha) corría de un lado para otro ofreciendo a los viandantes sus corderitos, como en tiempo de Navidad. Sobre la escena pendía un cielo gris, algunos copos se mecían y bailaban, y cuando descendían la corriente de aire los volvía a coger y los lanzaba de nuevo hacia arriba.
Melanie sintió algo como añoranza contemplando esta danza de copos, como si tuviera que ser bonito ascender así y caer para ascender nuevamente, y ya estaba a punto de volverse hacia la habitación para burlarse ligeramente de sí misma y de sus accesos de melancolía, como gustaba hacer, cuando vio aparecer desde la Brüderstrasse uno de esos vehículos alargados sobre ruedas bajas que los habitantes de la capital llaman «carreta». El ejemplar que acababa de parar era un espécimen típico de su género porque no le faltaba nada. En la parte de atrás los dos maderos que servían para descargar, erguidos en ángulo recto como estaba prescrito; delante, el cochero con barba y delantal de cuero, y en medio corría de un lado a otro un pequeño bastardo de Spitz y ratonero ladrando a todo el que hiciera el más mínimo gesto de acercarse a cinco pasos del carro. En realidad, apenas si tenía derecho a estas expresiones de vigilancia exagerada pues en toda la longitud del carro no había más que un paquete, que el cochero ahora cogía entre sus dos manazas y lo introducía en el portal de la casa como si se tratara de una caja de cartón.
Entretanto, Van der Straaten había terminado su lectura y se había acercado al pupitre donde solía escribir, situado junto a la ventana de la esquina.
—Qué bella es esta gente —dijo Melanie—. Tan fuerte. ¡Y esa fabulosa barba! Así me imagino a Sansón.
—Yo no —respondió secamente Van der Straaten.
—O a Wieland[1], el herrero.
—Eso quizá. Y tarde o temprano ese tema estará maduro. Porque apuesto diez contra uno a que el «Maestro»[2] le tiene ya bajo el martillo para una obra futura. O digamos, sobre el yunque. Suena más elegante.
—Te ruego Ezel… Sabes que…
Pero antes de que terminara de hablar golpearon a la puerta y uno de los jóvenes oficinistas apareció en el umbral para entregar a su jefe, con una inclinación simultánea hacia Melanie, una carta de porte en la que estaba consignado en grandes letras y en lengua italiana: «Para entregar en mano al destinatario».
Van der Straaten leyó y reaccionó rápidamente.
—¡Ah, de Salviati!… Estupendo… excelente… ¡Que suban inmediatamente la caja!… Y tú te quedas, Melanie… Ha cumplido su palabra… Me alegra, me alegra de verdad. Y a ti también te alegrará. Algo veneciano, Lanni… Te gustó tanto Venecia.
Y mientras seguía perorando con estas frases entrecortadas sacó de un cajón de su mesa de despacho una palanqueta y se puso a manejarla con tanta familiaridad y destreza, cuando trajeron la caja, como si se tratara de un sacacorchos o cualquier otro instrumento de uso cotidiano. Sin esfuerzo levantó la tapa y colocó el cuadro que estaba atornillado a ella sobre un soporte parecido a un caballete, que momentos antes había movido desde una de las esquinas de la habitación hasta la ventana. Entretanto, el joven oficinista se había retirado y Van der Straaten, conduciendo a Melanie con cierta ceremonia ante el cuadro, dijo:
—Y bien, Lanni, ¿qué te parece?… Te ayudaré un poco… Es un Tintoretto.
—¿Una copia?
—Por supuesto —tartamudeó Van der Straaten algo apurado—. Los originales no están a la venta. Además, sobrepasarían mis posibilidades. Pero, a pesar de todo, creo que…
Melanie había escrutado las figuras centrales del cuadro con su monóculo y dijo:
—Ah, L’Adultera… Ahora lo reconozco. ¡Pero que escogieras precisamente esto! En el fondo es un cuadro peligroso, casi tan peligroso como esa frase… ¿Cómo era?
—«El que entre vosotros esté sin pecado…»
—Exacto. No puedo remediarlo, tiene un algo tan incitante. Y este pícaro de Tintoretto lo ha tomado por completo en ese sentido. ¡Mira!… Ella ha llorado… Sin duda… Pero ¿por qué? Porque le han repetido hasta la saciedad lo mala que es. Y ahora lo cree o, al menos, quiere creerlo. Sin embargo, su corazón se resiste y no puede aceptarlo… Y qué quieres que te diga, a mí me parece conmovedora. Hay tanta inocencia en su culpa… Y todo está como predestinado.
Mientras hablaba así, Melanie se había puesto seria y se había alejado del cuadro. Ahora preguntó:
—¿Tienes ya un sitio para él?
—Sí, aquí —e indicó un lugar en la pared junto a su pupitre.
—Creí que lo colgarías en la galería —prosiguió Melanie— y a decir verdad va a quedar un poco raro en ese pilar. Provocará…
—Continúa, no te interrumpas…
—Provocará la broma y la malicia, ya oigo cotillear a Reiff y a Duquede, quizá a tu costa, sin duda a la mía.
Van der Straaten había apoyado los brazos sobre el pupitre y sonreía.
—Sonríes, aunque en general ríes, más de lo que conviene y más ruidosamente de lo que es bueno. Dime, ¿qué tienes en contra de mí? Sé muy bien que no eres tan inofensivo como pretendes. Y también sé que hay temperamentos singulares. Una vez leí algo sobre un príncipe ruso, creo que se llamaba Suboff. En realidad eran dos, dos hermanos. Estaban jugando a las cartas y fueron a asesinar al zar Pablo, y luego siguieron jugando a las cartas. ¡Ahora pienso que tú también serías capaz de algo así! ¡Y con buena conciencia y buen sueño!
—¡Por eso, entonces, lo de rey Ezel! —rió Van der Straaten.
—Oh no, no por eso. Cuando te di ese nombre aún era una niña. Y no te conocía. Ahora te conozco, aunque no sé si en ti se esconde algo muy bueno o muy malo… Anda, vamos. Nuestro café se ha enfriado.
Y abandonó su puesto en la ventana, se sentó de nuevo en su silla de respaldo alto y cogiendo la aguja y el cañamazo dio unas rápidas puntadas. Sin apartar los ojos de él, pues quería saber lo que sucedía en su alma.
—Nunca te he torturado con mis celos, Lanni.
—Y yo nunca te he dado motivo para ello.
—No. Pero hoy colorado y mañana muerto. Es decir, todo cambia en la vida. Y mira, cuando estuvimos el último verano en Venecia y vi este cuadro tuve una iluminación. Y por eso pedí a Salviati que lo hiciera copiar para mí. Lo quiero tener ante los ojos, como memento mori, como los capuchinos, que normalmente no son de mi gusto. Porque también en su miedo se diferencian los hombres, Lanni. Hay unos que siguen el ejemplo del avestruz y meten la cabeza en la arena y no quieren saber nada. Y otros prefieren tener su destino siempre presente y familiarizarse con él. Saben exactamente que morirán este o ese día, y mandan hacer un ataúd y lo contemplan afanosamente. La constante presencia de la muerte acaba despojándola de sus horrores. Y mira, Lanni, así lo quiero hacer yo también, y el cuadro me ayudará a ello… Porque es una cuestión hereditaria en nuestra familia… y tan cierto como estas agujas del reloj…
—Pero, Ezel —le interrumpió Melanie—, ¿qué te ocurre? ¿Adónde quieres ir a parar? ¡Te lo ruego! Si ves las cosas así no entiendo cómo no me mandas emparedar hoy o mañana.
—Ya he pensado en esa posibilidad. Y reconozco que «Melanie, la monja» no suena nada mal, se podría hacer una balada sobre ese tema. Pero no serviría de nada, no te imaginas lo que los enamorados logran conseguir con buena voluntad. Y siempre tienen buena voluntad.
—Oh, lo creo a pies juntillas.
—¡Lo ves! —exclamó riendo Van der Straaten, al que el giro humorístico volvía a poner de buen talante—. Así me gusta oírte hablar. Y como premio: el cuadro no irá en el pilar angular, sino a la galería. No pases cuidado. Y para no ocultarte nada, tengo sobre el asunto mis ideas cambiantes y contradictorias; a veces pienso: quizá muera antes. Sería lo mejor. Tiempo ganado, todo ganado. No es nada nuevo. Pero las frases más triviales son las más acertadas.
—Entonces, ¡no te olvides tampoco de esa que dice que no hay que pintar al diablo sobre la pared!
Él asintió.
—Tienes razón. Y no vamos a hacerlo; por el contrario, vamos a olvidar este momento. Por completo. Y cuando te lo recuerde alguna vez, que sea en el espíritu de la paz y como signo de concordia. No te rías. Vendrá lo que tenga que venir. ¿Cómo decías hace un rato? Que en la culpa de esa mujer había tanta inocencia…
—… y que estaba predestinado, dije. ¡Predestinado! Pero hoy está determinado que salgamos a la calle, y eso es lo que importa. Porque yo necesito el vestido mucho, mucho más que tú necesitas el Tintoretto. ¡En el fondo soy una tonta y una niña por tomar todo tan en serio y creerte cada palabra! Tú querías ese cuadro, c’est tout. Y ahora que te vaya bien, mi príncipe danés, mi soñador. Ser o no ser… ¡variaciones de Ezequiel van der Straaten!
Y se levantó riendo y subió por la pequeña escalera calada que conducía de la habitación de Van der Straaten a los dormitorios del segundo piso.