Octubre, 2003
Tengo un extraño recuerdo de mi abuela. No se lo he contado nunca a nadie, ni siquiera a ella, porque es más bien espeluznante y no estoy totalmente seguro de que sucediera. Es uno de mis recuerdos más antiguos. Yo debía de tener cuatro años, tal vez incluso menos. Estaba en casa de mi abuela, no sé por qué ni durante cuánto tiempo, pero estaba con ella, los dos solos. Era un día soleado, cálido, a comienzos del otoño, y mi abuela se había pasado la mañana sustituyendo la tela metálica del porche por paneles de cristal. Y luego, como es natural, limpió todo el cristal hasta dejarlo reluciente y el porche, al recibir la luz del sol, la refractaba como un espejo. En cualquier caso, como hacía un día tan bonito y soleado, comimos en el porche, sentados uno frente al otro, a la mesa colocada junto a las ventanas. No recuerdo qué comimos, pero sí que estábamos allí sentados a la mesa pintada de rojo, y el cuadrado brillante de sol penetraba a través del cristal e incidía en la mesa y en mí. Recuerdo que mi abuela me dijo: «¿Por qué no te apartas del sol? Así no tendrás tanto calor». Me moví en el banco, separándome del sol, hacia la parte de la mesa que estaba en la sombra, y seguí comiendo. No sé cuánto tiempo pasó, no podía ser mucho, porque aún estaba comiendo lo que fuera que comiese, cuando de repente el panel de cristal bajo el que me había sentado se desprendió de sus ranuras y cayó sobre la mesa y el banco, justo en el sitio que hasta hacía un rato había ocupado. Sin duda alguna, de haber seguido sentado allí, habría caído sobre mí, sobre mi cabeza. Recuerdo que no nos preocupamos, nos reímos y dijimos que había sido una suerte que me hubiera apartado del sol y mi abuela barrió los fragmentos de cristal y terminamos de comer. Solamente después, años después, al recordar el incidente, se me ocurrió pensar que había pasado algo extraño. Algo milagroso. No sé si el cristal desprendido me habría matado, probablemente no, pero, al rememorarlo, comprendí que mi abuela me había salvado, si no de la muerte, sí por lo menos de unas heridas terribles.
Siempre he querido preguntarle a mi abuela por ese recuerdo. ¿Se acuerda ella? ¿Sucedió de veras? ¿Alucinó o, como la criatura que era yo, supuso que el amor podía tener por resultado natural la clarividencia? Pero nunca le he preguntado por ese recuerdo. Creo que temía que, si hablaba de ello, si expresaba aquel recuerdo, pudiera desvanecerse o descomponerse, a la manera en que ciertas cosas antiguas, frágiles y preciosas, se convierten en polvo si se desentierran.
Acabé por ir a Brown y tal vez el hecho de irme de casa, de alejarme, fue lo que me hizo tomar la resolución de plantearle finalmente esas preguntas a mi abuela, pero ella murió el 13 de octubre de 2003, mes y medio después de mi ingreso en la universidad. Resultó que había tenido una serie de pequeños ataques apopléticos, el primero de los cuales probablemente ocurrió el día en que la visité y, cosa rara en ella, la encontré sesteando, pero no se lo dijo a nadie, hasta que al final sufrió una apoplejía masiva. El cartero la encontró tendida en el suelo de pizarra del vestíbulo. Al parecer, se había caído por la escalera. Así pues, jamás sabré si ese recuerdo es real, pero creo que debe de serlo, porque pervive en mi memoria y no creo que uno recuerde cosas que no han sucedido.
Como mi abuela era una descreída total respecto a los ritos funerarios, no hubo ninguna ceremonia a la que yo tuviera que asistir. De todos modos, quise volver a casa, pero mis padres me dijeron que no lo hiciera, que ella habría querido que siguiera en la universidad y todo siguiera su curso normal. Creo que en realidad pensaban que, si volvía a casa, tal vez no regresaría a Brown, porque aquel primer semestre me sentí desdichado.
La casa de mi abuela está en venta y, a veces, cuando tengo el ordenador conectado entro en corredoresdefincas.com. Ya no busco casas en el medio oeste. Echo un vistazo a la casa de mi abuela: Wyncote Lane, 16, Hartsdale. Encantadora casa antigua de estilo Tudor, conserva todas sus características originales, necesita modernización y cariñosos cuidados. Y hago la visita virtual: es como si estuvieras en el centro de cada habitación y girases lentamente y puedes dar tantas vueltas como quieras, pues la habitación seguirá girando sin cesar a tu alrededor. Los suelos y las paredes son como negativos fotográficos: cuadrados de papel de pared no desvaído donde antes colgaron cuadros, los suelos de madera todavía bruñidos y marrones en los lugares donde estuvieron las alfombras. Todas las habitaciones están vacías, todo ha desaparecido: lo único que queda de mi abuela son esos restos fantasmales.
Me dejó en herencia el contenido de la vivienda. Mis padres querían que lo vendiera a un «liquidador de fincas», alguien que lo compra todo y luego lo liquida. Esa es la palabra que emplean: liquidar. Pero me negué. Con parte del dinero que me legó mi abuela, pago los gastos de tener todo en un almacén de Long Island, con la temperatura y la humedad controladas. Pedí que se llevaran todo, incluso los números de la revista National Geographic, el pequeño cuenco de cerámica con el castillo de Heidelberg, el tocadiscos y todos los discos, incluido el de Las fuentes de Roma. Mis padres pensaron que me había vuelto loco. «Sé razonable», me dijeron, «¿por qué pagar para tener almacenados números atrasados de una revista? Quédate lo que quieras, todo lo que podrías usar, pero vende el resto. Líbrate de los trastos. Liquídalos».
Pero a mí me parece razonable. Solo tengo dieciocho años. ¿Cómo voy a saber lo que querré más adelante? ¿Cómo voy a saber qué cosas necesitaré?