Miércoles, 30 de julio de 2003
A la mañana siguiente me desperté hacia las nueve. Por un momento no estuve seguro de dónde estaba, hasta que reconocí las cortinas y lo recordé.
Encontré a mi abuela en la cocina. Tenía un enorme montón de calabacines sobre el mostrador y estaba cortando briosamente los largos tubos verdes en rodajas.
—Vaya —le dije—. Lo siento por esos calabacines.
—Pues yo no —dijo ella—. Los detesto, pero la señora Takahashi no deja de dármelos. Siempre me ha parecido que su inglés es muy bueno, pero parece ser que no entiende el significado de «Gracias, pero no quiero más calabacines». Así que estoy haciendo pan de calabacín. Sé que eso suena fatal, pero es perfectamente comestible. ¿Te apetecen unos huevos? Dejaré encantada lo que estoy haciendo durante un rato y te haré unos huevos.
—No, gracias —dije—. Voy a volver a la ciudad.
—¿Sin desayunar? ¿No vas a tomar café?
—Lo tomaré por el camino —respondí. Estaba deseoso de volver a casa porque no quería que mi madre perdiera la chaveta y llamara a la policía. Después de lo ocurrido en el distrito de Columbia, le había prometido que nunca volvería a desaparecer de esa manera—. Me he alegrado mucho de verte —le dije—. Te llamaré pronto.
—También yo me he alegrado de verte. —Dejó el cuchillo y se secó las manos con el delantal—. Siento que anoche estuviera rara. Esta mañana me encuentro mucho mejor.
—No estuviste rara en absoluto. Me diste muchos buenos consejos.
—Sobre eso tengo serias dudas —dijo—. Anda, vete. Si te das prisa, podrás coger el tren de las 9.57. —Me dio un beso y me empujó hacia la puerta.
El tren iba bastante vacío. No había más que un grupo de mamás del equipo de fútbol del instituto de Bronxville[5] que se dirigían a la ciudad para gastar dinero. Todas tenían un parecido inquietante, como si fuesen el mismo modelo de coche pero de años diferentes. Una llevaba un vestido de tirantes blanco con rayas rosas, otra un vestido de tirantes rosa con topos verdes. Todas calzaban sandalias y llevaban gafas de diseño en lo alto de las cabezas peinadas de modo similar. Ese espectáculo me pareció un tanto deprimente, porque siempre había pensado que los adultos no estaban tan determinados por una conformidad ciega, como parecía suceder a tantos de mis coetáneos o, por lo menos, había confiado en que así fuera. Siempre he esperado con ilusión hacerme adulto, porque pensaba que el mundo adulto era… bueno… adulto, que los adultos no eran exclusivistas ni desagradables, que la idea de ir a la última o de ser sofisticado o popular dejaría de marcar la vida social, pero empezaba a darme cuenta de que el mundo de los adultos era tan absurdamente brutal y peligroso en lo social como lo era el reino de la infancia. Me daba cuenta de que, por debajo de su pátina de confianza en sí mismas y de privilegio, aquellas señoras estaban nerviosas, casi asustadas, pues sabían que ya estaban fuera de lugar en la ciudad, porque en cuanto se casaron con el asesor de inversiones de turno y se trasladaron a Bronxville, habían dejado de ser neoyorquinas. Así de cruel es la ciudad.
Y entonces pensé que si me trasladaba a Indiana (aunque después de mi conversación con Jeanine Breemer estaba pensándome mejor lo de Indiana), yo estaría exiliado de una manera similar. Podría volver a la ciudad, pero estaría tan desplazado como aquellas mamás de Bronxville. Incluso si fuese a Brown y volviera a casa a menudo, experimentaría esa sensación. En la ciudad de Nueva York todo cambia con mucha rapidez y lo puedes comprobar si te alejas una semana de la ciudad: el restaurante griego se convierte en un restaurante etíope, la panadería se transforma en un salón de manicura más. Y yo sería una de esas personas que salen del metro y miran confusas a su alrededor, pues ya no saben dónde está el este ni el oeste, el norte ni el centro de la ciudad. Echaría a andar en la dirección errónea y tendría que hacer un alto para orientarme, como un turista.
Todo ello me hizo pensar que tal vez debería quedarme en Nueva York e ir a una universidad de aquí y olvidarme del medio oeste y de Providence, Rhode Island. Recuerdo que una vez, en segundo, el profesor desenrolló el mapa mural de Estados Unidos y nos pidió que nombráramos los estados más grandes y los más pequeños. Alaska fue fácil de ubicar, pero nadie se fijó en Rhode Island porque era tan pequeño que apenas podías verlo, tan minúsculo que su nombre estaba escrito en el Océano Atlántico, con una flecha que señalaba al oeste. ¿Cómo podía mudarme de la ciudad más grande del país al estado más pequeño? Y no sabía cómo podría ir a la universidad en Nueva York, porque había presentado mi solicitud a Columbia y me habían rechazado (si bien decían que no habían podido «encontrarme una plaza») y no quería formar parte del imperio del mal que es la Universidad de Nueva York aunque me pagaran por ello. (Esta universidad ha arruinado la mayor parte del Village, incluida la zona para perros de Washington Square. El enorme edificio que han levantado arroja su sombra sobre el parque, de modo que el espacio para los perros está perpetuamente a oscuras).
A veces se apodera de mí ese estado de ánimo en el que cuanto veo o pienso me deprime. Todo parece una prueba de que el mundo es una mierda y va a peor. Recordé haberlo sentido en Washington, cuando traté de dar un giro positivo a las cosas desperdigadas a lo largo de la autopista, e intenté hacer lo mismo en el tren, pero fue imposible, porque estábamos pasando por una parte particularmente fea (y deprimente) del Bronx.
Entonces dejamos atrás el Bronx y avanzamos traqueteando por el puente de caballete que enlaza Manhattan con el resto del mundo y lo vi por la ventanilla: las torres de vidrio reflejaban el sol matinal, una especie de brillante calima que empezaba a difuminar los nítidos contornos. Y me dije: «Mira eso, mira Nueva York, amas esta ciudad, es tu lugar preferido», pero en lo único que podía pensar era en lo que me esperaba allí: mi madre, que estaría furiosa por mi nueva desaparición después de haberle prometido no volver a hacerlo, y John. Cada vez que empezaba a sentirme un poco mejor y pensaba que tal vez las cosas no estaban tan mal, recordaba a John diciéndome que estaba muy mal de la cabeza y lo imaginaba sentado en el banco del parque, con las manos en la cabeza, gimiendo No hay nada que desee más que eso, y volvía a sentirme fatal.
Deseé que Grand Central fuese una estación y no una terminal, como Penn Station (aunque la mayoría de la gente se refiere incorrectamente a Grand Central como Grand Central Station), de modo que el tren pasara por allí y siguiera su camino hacia otro lugar o continuase en movimiento y no llegara nunca, no se detuviera jamás. Pasaría el resto de mi vida en tránsito, a salvo en un tren, con el mundo intolerablemente desventurado pasando a toda velocidad al otro lado de la ventanilla.
Todo parecía muy tranquilo cuando entré en el piso, incluso daba la impresión de que no había nadie en casa. Me quedé un momento quieto en la sala de estar, tratando de discernir la presencia de alguien. Me pregunté si estarían buscándome o en la comisaría. Entonces oí el agudo sonido del molinillo eléctrico de café en la cocina y avancé por el pasillo. Gillian estaba junto a la encimera, en camiseta, moliendo café. El ruido del aparato ahogó el de mi entrada, por lo que cuando ella se dio la vuelta y me vio allí se sobresaltó.
—¡Jesús! —exclamó—. ¿De dónde has salido? Hacerme eso es horrible.
—¿Estás preparando café? —le pregunté.
—No, estoy haciendo un experimento científico —respondió Gillian—. Pues claro que estoy preparando café. ¿Eres idiota?
—Bueno, ponme una taza de café, por favor. —Me senté a la mesa—. ¿Dónde está mamá?
—No lo sé. —Vertió agua en la cafetera y la encendió—. En la cama, creo. O tal vez haya salido. Acabo de levantarme y estoy de muy mal humor, por lo que me gustaría que me dejaras en paz.
—¿Por qué estás de mal humor?
Ella dio media vuelta y me miró.
—¿Por qué estoy de mal humor? Porque la gente como tú, bueno, concretamente tú, me hace preguntas como: «¿Por qué estás de mal humor?», cuando les he pedido que me dejen en paz.
Volvió a concentrarse en la preparación del café. Permanecí un rato en silencio y entonces le dije:
—¿Sabes? Te estás volviendo muy desagradable.
Ella no respondió y siguió contemplando la cafetera como si fuese un experimento científico. Cuando el café estuvo listo, lo vertió en dos tazas. Sacó leche del frigorífico, puso un poco en cada taza y añadió a una de ellas una cucharadita de azúcar. Trajo las dos tazas a la mesa y colocó la endulzada delante de mí. Eso me asombró, porque era totalmente impropio de Gillian que adaptara el café (o cualquier otra cosa) a mis gustos.
Me tomé un sorbo.
—Gracias, está muy bueno —le dije.
Ella se tomó su café y puso las manos alrededor de la taza como si las tuviera frías y necesitase calentarlas.
—Lo siento —me dijo al cabo de un momento.
—No importa, estoy acostumbrado —dije yo.
—No —dijo ella—. Puedo ser muy desagradable. Soy espantosa.
—No eres espantosa.
—Sí, lo soy. Soy espantosa y no voy a discutir contigo por ello.
—Está bien, pero no creo que seas espantosa.
Gillian no respondió. Su cara tenía un extraño temblor, como si en cualquier momento pudiera echarse a llorar. Tomamos el café en silencio durante uno o dos minutos y entonces Gillian dijo de repente:
—Estoy de mal humor porque Rainer Maria me ha plantado.
—¿Te ha plantado? —pregunté, sorprendido—. ¿Qué ha pasado?
—Su mujer ha conseguido un fantástico trabajo en Berkeley y a él también le han ofrecido un empleo, así que se marchan, hacen borrón y cuenta nueva, cada uno vuelve a comprometerse con el otro, reafirman sus promesas y muchas otras cosas que resulta demasiado repugnante mencionar.
—Entonces no es que te haya plantado, puede que te deje, pero no te ha plantado. Hay una gran diferencia.
—Sí, de eso es de lo que él intentó convencerme, pero no logro ver la diferencia. Es una cuestión semántica. Supongo que es el precio que hay que pagar por querer a un teórico del lenguaje.
—Pues lo siento —le dije—. R. M. me gusta. Lo echaré de menos.
—Yo también —dijo Gillian, en un tono que me desconcertó porque no tenía nada de irónico.
—Bueno, tal vez haya sido lo mejor. Quiero decir que era un tipo majo y todo eso, pero estaba casado y era mucho mayor que tú. Puede que ahora encuentres a uno más apropiado.
—«Uno más apropiado»: pareces un psicólogo, James. Y no eres la persona más indicada para dar consejos. ¿Qué sabes del amor?
—Nada —dije.
—Eso corrobora lo que te digo.
—He cambiado de idea —le dije—. Sí eres espantosa.
Por suerte, los sonidos que hacía mi madre viniendo por el pasillo interrumpieron la conversación que se estaba agriando con rapidez.
—No digas nada de esto —me dijo Gillian—. Ella no lo sabe.
—¿Qué es lo que no sé? —preguntó mi madre.
Estaba en el umbral, llevaba puesto el albornoz y tenía el pelo revuelto tras haber dormido. Parecía un poco en las nubes, pero eso no es nada raro, pues mi madre a menudo empieza (y termina) la jornada en las nubes. Ninguno de los dos respondió a su pregunta y ella pareció olvidar haberla formulado. Se quedó allí, mirándonos como si fuéramos objetos curiosos. Entonces me dijo: «James», se acercó a mí y me dio unas palmaditas en lo alto de la cabeza. A continuación dijo: «Café», fue a la encimera y se sirvió una taza, tras lo cual se sentó a la mesa con nosotros. Esperé a que prosiguiera con su juego de nombres y dijera: «Mesa» o «Gillian», pero se limitó a tomar el café, ensimismada.
Me dije que, dado su atontamiento, era mejor que tomara la iniciativa.
—Lo siento —le dije.
Ella me miró.
—¿Lo sientes?
—Sí, lo siento. Te prometo que no volveré a hacerlo.
—¡Espero que no vuelvas a hacerlo jamás! Y la verdad es que deberías pedirle disculpas a John, no a mí.
—A él ya se las pedí, pero no estoy hablando de eso. Lamento haber desaparecido.
—Ah. ¿Habías desaparecido?
—Sí —respondí—. Anoche no volví a casa. ¿Ni siquiera te has dado cuenta de que no estaba?
—Pues no —respondió mi madre—. No me he dado cuenta. Pasé una velada muy desagradable con Barry y no podía pensar en otra cosa.
—Por no mencionar que estabas un poco bebida —terció Gillian.
Mi madre la miró furibunda, pero al parecer ese gesto le dolió, porque hizo una mueca y se masajeó la frente.
—No puedo creer que no os hayáis dado cuenta de mi ausencia —les dije.
—Vive la vida, James —dijo Gillian—. Tienes dieciocho años. ¿Todavía quieres que mami te arrope en la cama?
—No. Solo he pensado que alguien podría haberse dado cuenta de que no he vuelto a casa.
—Al final nos habríamos dado cuenta —dijo mi madre—. La próxima vez solo tienes que estar fuera un poco más. ¿Dónde estuviste anoche?
—En casa de Nanette.
—¿Ah, sí? —dijo mi madre—. ¿Y qué tal está?
—Está bien. La verdad es que parecía un poco cansada. Cuando llegué estaba durmiendo la siesta.
—Debes de estar de broma —dijo mi madre—. Tu abuela no dormiría la siesta aunque la obligaras a punta de pistola.
—Como te lo digo. Dormía a pierna suelta.
—No te creo —insistió mi madre—. Odio la siesta. Cree que es una señal de debilidad de carácter.
—En realidad era su padre el que creía eso —comenté.
—¿Su padre? ¿Cómo lo sabes?
—Ella me lo ha contado. Me ha estado hablando de él. A juzgar por sus palabras, parecía un tirano.
—Y lo era —dijo mi madre—. Bueno, supongo que la manzana no cae muy lejos del árbol. De tal palo, tal astilla.
—Sí, y a veces eso se hereda de una generación a otra.
Vi que, por un momento, mi madre no lo entendía, pero entonces lo captó. Me miró con una expresión de asombro, dolida.
—¿Crees que soy una tirana?
—Creo que tiendes hacia la tiranía —respondí—. Y preferiría que no hablaras mal de Nanette. Es mi abuela y la quiero. Quisiera que dejaras de decir continuamente cosas desagradables de ella.
Su expresión de asombro y dolor se hizo más marcada, como si fuese una actriz de cine y el director le dijera: «¡Más, más, vamos, pon más sentimiento!».
—Perdona —le dije—. No sé por qué he dicho eso.
Ella me cogió la mano.
—No, soy yo quien te pide perdón, James —dijo—. Lo siento, lo siento de veras. No volveré a hacerlo, te lo prometo.
—Gracias.
—Qué escena tan conmovedora —dijo Gillian—. Parece uno de esos telefilms para adolescentes.
Mi madre empezó a dirigirle otra mirada furibunda, pero se contuvo a tiempo. Se volvió hacia mí.
—Bueno, James, lo único que puedo decir es que si anoche me hubiera dado cuenta de tu ausencia, me habría alterado y enfadado mucho. Nos prometiste a tu padre y a mí que nunca volverías a hacerlo.
—Sé que no es asunto mío —intervino Gillian—, pero ya es casi mediodía. ¿No debería ir a la galería por lo menos uno de vosotros?
—Ya no trabajo en la galería —le dije.
—¿Lo has dejado?
—No, me han despedido.
—¿Quién?
—¿Quién va a ser? Mamá.
Gillian miró a mi madre.
—¿Has despedido a James? ¿Por qué?
—He despedido a James por motivos que son y deben seguir siendo confidenciales, pero lo he indultado.
—¿Cómo? —le pregunté.
—Ya no estás despedido —respondió mi madre—. Ayer por la tarde, después de que te marcharas, me llamó John. Había estado reflexionando y creía que se había excedido. Todavía está muy alterado y enfadado por lo ocurrido, lo mismo que yo, pero parece ser que está dispuesto a seguir trabajando contigo. Considérate afortunado, James.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Gillian—. ¿Qué le ha hecho James a John?
—No es asunto tuyo, Gillian. Esto solo concierne a John, a James y a mí.
—¿Qué le has hecho a John? —me preguntó Gillian.
—Lo he acosado sexualmente —respondí— o por lo menos eso es lo que se afirma que he hecho.
—Se afirma que has hecho eso porque es cierto, James, y cuanto antes lo comprendas, mejor.
—Dime, ¿qué le hiciste? —insistió en saber Gillian.
—Lo siento, pero no quiero seguir con esta conversación —dijo mi madre—. Preferiría que hablarais de ello en otra parte y en otra ocasión.
—Esto es ridículo —replicó Gillian—. ¿Nos estás diciendo de qué podemos hablar o dejar de hablar en nuestra propia casa?
—Sí —dijo mi madre—. Eso es exactamente lo que estoy haciendo, pero como nunca me habéis escuchado ni habéis hecho nada de lo que os he pedido, no puedo esperar que cambiéis ahora. Vuestros caracteres están ya formados. Mi trabajo con vosotros ha terminado. Voy a ducharme.
Sonó el teléfono y Gillian respondió.
—Ah, hola, Jordan —dijo—. ¿Cómo estás? ¿Te lo pasas bien en la ciudad? Oh, estupendo. ¿De veras? Vaya, qué divertido. Lo vi el martes por la noche. Sí, asombroso. ¿No es increíble? Eso sí que es sobreactuar… ¿Y viste cómo arañaba las paredes? Estás de broma… ¡Dos noches seguidas! ¿Cómo conseguiste las entradas? No, aún no la ha visto, pero estoy segura de que le encantará. Está aquí. Espera un momento. —Cubrió el micrófono con la mano y se volvió hacia mí—. Es Jordan —me dijo.
—¿Jordan? —le pregunté—. ¿Quién es Jordan?
—Tu compañero de habitación. Te dije que telefoneó ayer. Quiere hablar contigo. —Me tendió el aparato.
—¿Tu compañero de habitación? —preguntó mi madre—. ¿En Brown?
—Sí —respondió Gillian—. Jordan Powell. O Howell. Es encantador. Ayer llamó a James y le dije que él le llamaría anoche, pero fue a casa de la abuela y supongo que se le olvidó.
—Te dije que no lo llamaría —protesté—. No es mi compañero de habitación. No iré a Brown.
—Por favor, no empieces de nuevo con esa tontería.
—No es ninguna tontería y no puedo empezar de nuevo porque nunca he terminado.
—Un momento, Jordan, James se pondrá enseguida —dijo Gillian. Rodeó la mesa y me tendió el teléfono—. No seas gilipollas, James. Te ha llamado dos veces. Se muestra amistoso. Quiere llevarte a ver Larga jornada hacia la noche.
—¿Esta noche? —pregunté.
—Sí —contestó Gillian—. Esta mañana se ha levantado a las cinco para esperar en la cola de devoluciones. Habla con él.
Me tendió el teléfono como si me arrojara el guante, pero no lo cogí. Mi madre empezó a decir algo y se interrumpió. Las dos me miraban, mi madre implorante y Gillian desafiante. Y entonces Gillian hizo algo extraño: dijo: «Por favor, James», en voz queda, un tono que nunca le había oído hasta entonces, y con mucha suavidad depositó el teléfono sobre la mesa delante de mí. Volvió a su asiento.
Una voz débil y lejana salía del auricular. Decía: «¿Oye? ¿Oye?».
Hubo un extraño momento de silencio en la cocina, durante el que pareció que el tiempo estuviera desconectado del espacio y entonces se oyó de nuevo la vocecilla. Esa vez sonaba decepcionada, casi quejumbrosa, como si temiera que la abandonaran.
Yo no sabía qué hacer. ¿Qué podía decir si me ponía? ¿Cómo podía hablar con Gillian y mi madre allí sentadas, escuchando? Pero entonces comprendí que aquel terrible momento se prolongaría indefinidamente a menos que hiciera algo y lo único que se me ocurrió hacer fue coger el teléfono y lo único que pude decir fue: «Hola».