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Martes, 29 de julio de 2003

Aunque solo eran las cuatro de la tarde, Grand Central estaba atestada y todo el mundo corría y empujaba para tomar sus trenes e irse de la ciudad. Era como una evacuación masiva del día del fin del mundo, todos huyendo de una desdichada vida a otra. Te dabas cuenta de que detestaban sus vidas de oficina, pero no parecían impacientes por reunirse con sus mujeres y sus hijos mimados, o con nadie, si vivían solos. El viaje en tren era un pequeño paréntesis entre dos partes de sus vidas durante el que podían ser ellos mismos, sin jefe, sin esposa, sin colegas, sin hijos.

La mujer junto a la que me senté leía la Biblia. Tenía uno de esos marcadores plastificados con una imagen de Jesús sangrante y una pequeña borla rosa que usaba para seguir el texto de una línea a otra. Movía los labios y pronunciaba en voz muy baja cada palabra que leía. La yuxtaposición del Jesús sangrando por sus heridas y la bonita borla rosa me ponía nervioso. Era como poner un corazón arrancado en una caja y cubrirlo con un bonito papel de regalo. Cuando bajó en Woodlawn, besó el marcador y lo metió entre las páginas de la Biblia. A veces envidio a las personas religiosas por el consuelo de creer. Eso lo hace todo mucho más fácil.

Fui a pie desde la estación a casa de mi abuela, por las calles del barrio residencial, con antiguas y hermosas casas, grandes árboles y extensiones de césped. En una de las casas trabajaba un equipo de jardineros mexicanos y un muchacho sin duda más joven que yo empujaba un cortacésped casi tan voluminoso como él por el terreno cubierto de hierba. Me miró y sonrió cuando pasé por su lado, una sonrisa muy feliz y amistoso que revelaba sus hermosos dientes blancos, como si estuviera orgulloso de que lo vieran segando el césped. Le sonreí y él saludó agitando la mano. Es extraño entrar en contacto con alguien de ese modo y seguir caminando sin detenerte. No lo entiendo. Y es raro porque pese a que soy antisocial, cuando entro en contacto con un desconocido, aunque no sea más que intercambiar una sonrisa o estrecharle la mano, lo cual puede que no sea realmente entrar en contacto, aunque sí que lo es para mí, tengo la sensación de que no podemos seguir cada uno por su lado como si nada hubiese ocurrido. Por ejemplo, el chico mexicano que cortaba el césped en Hartsdale, ¿cómo había llegado allí, dónde vivía, qué pensaba? Es como si su vida fuera una pirámide, un iceberg, y yo solo viese la punta, la minúscula punta, pero el resto se extendiera por debajo, más y más, toda su vida bajo de él, dentro de él, todo lo que le había sucedido, todo acumulándose para converger en el momento, en el instante en que me sonrió. Pensé en la señora que se había sentado junto a mí en el tren y leía la Biblia. ¿Dónde estaba ahora? ¿En su casa? Sé que no debía haber bajado del tren en Woodlawn y seguirla hasta su casa, pero ¿y si lo hubiera hecho?, ¿y si estuviera destinada a ser o hubiera podido ser alguien importante en mi vida? Creo que eso es lo que me asusta: el carácter azaroso de todo. Que las personas que podrían ser importantes para ti pasen por tu lado y desaparezcan. O que pases por su lado y las dejes atrás. ¿Cómo podrías saberlo? ¿Debería volver sobre mis pasos y hablar con el chico mexicano? Tal vez estuviera solo como yo, quizá leyera a Denton Welch. Tenía la sensación de que al pasar de largo lo había abandonado, que me pasaba la vida, un día tras otro, abandonando a la gente.

Sé que es estúpido sentirlo así y no tratar nunca de relacionarme con la gente, pero empiezo a pensar que la vida está llena de esas trágicas incongruencias.

La calle de mi abuela sobrecogía por el profundo silencio y la quietud que reinaban en ella. Vive en uno de esos barrios donde los chicos son demasiado ricos y privilegiados para hacer algo tan sencillo como jugar fuera de casa. Todos estaban en sus clases de violín o de yudo o los habían enviado a campamentos donde montaban a caballo o se iniciaban en la interpretación teatral. Los únicos objetos animados eran los aspersores, esos que producen un tableteo y lanzan brillantes chorros de agua sobre los céspedes de un verde perfecto. Las aceras eran viejas, formadas por placas de hormigón separadas, agrietadas por las raíces de los árboles y el movimiento constante de la tierra. Estaban calientes y polvorientas. Pensé en las aceras de la ciudad, en lo bastas que eran, en que nunca sentías el deseo de tenderte y apoyar la mejilla en ellas. Pero las aceras de la calle de mi abuela eran diferentes, eran como las ruinas de la antigua Roma, purificadas y ennoblecidas por el tiempo, impecables bajo el sol que las horneaba.

La puerta principal de la casa de mi abuela estaba cerrada. Llamé, pero no hubo respuesta, así que fui a la parte trasera. Sobre la mesa del porche había una taza de café y un cigarrillo a medio fumar aplastado en un cenicero asimétrico que Gillian había moldeado a una edad tierna y torpe (lo cual no quiere decir que más adelante se hubiese convertido en una ceramista de talento). Mi abuela había fumado mucho, pero ahora solo fumaba un par de cigarrillos al día, uno por la mañana, después del desayuno, y uno por la noche, después de la cena. Siempre en el porche. Había una brillante mancha de pintalabios escarlata en el borde de la taza de café y me gustó la idea de que lo primero que hiciera mi abuela por la mañana fuese pintarse los labios, aunque tal vez no viera a nadie en todo el día.

Miré la cocina a través de la puerta de tela metálica. No había nadie, pero la radio estaba encendida, así que entré en la cocina y la llamé. Sabía que si la radio estaba encendida, ella debía de encontrarse en casa, porque nunca habría salido sin apagarla. Tenía un audífono, pero raras veces lo usaba, sobre todo si estaba sola en casa.

Como no parecía estar en la planta baja, subí al piso superior. La puerta del dormitorio estaba abierta: me asomé y la vi tendida en la cama, bocabajo, los brazos y las piernas un poco dirigidos hacia los cuatro rincones, como si hubiera caído en la cama desde una gran altura. Yo sabía que mi abuela nunca dormía de esa manera y me asusté un poco. Tenía la cara vuelta hacia mí, la mitad inferior oculta a medias en la colcha, y parecía como si hubiera babeado. Pensé que estaba muerta.

Todo se detuvo un momento, como si alguien hubiera pulsado PAUSA. Y entonces la oí roncar y supe que no estaba muerta.

Entré en la habitación, me detuve cerca de la cama y le dije «Nanette», pero ella no se despertó. Vi que sus ojos se movían debajo de los párpados casi translúcidos. A veces me preocupa el aspecto de su piel, en los dorsos de las manos y los párpados, pues parece como si se hubiera desgastado hasta tener una delgadez insoportable, como una tela deteriorada por el transcurso del tiempo y la luz. Me pregunté en qué estaría soñando. Si era en algo bueno no quería despertarla. Me senté en una de las sillas de época y respaldo recto que hay a cada lado de su escritorio.

La suave luz del atardecer veraniego se filtraba entre los árboles que rodeaban la casa y penetraba en franjas doradas por la ventana del dormitorio. Oía el tableteo del aspersor en el césped y el zumbido de una abeja atrapada en la ventana que se lanzaba una y otra vez contra la tela metálica, como si tuviera todo el tiempo del mundo, como si en algún momento pudiera encontrar un agujero en la tela y huir. Pensé en lo pacientes y confiadas que son muchas formas de vida inferior, como si tuvieran fe en algo que está más allá de la comprensión humana.

Estuve allí sentado durante casi una hora. Yo mismo podría haberme dormido, pero no creo que lo hiciera, tan solo me quedé transpuesto, me olvidé de quién era y dónde estaba. Me desentendí de todo, puse del revés la red de mi yo y dejé que todos los peces desesperados se escabulleran.

Y entonces oí a mi abuela.

—James…

La miré. La habitación estaba en penumbra, pero le veía la cara, todavía contra la colcha. Tenía los ojos abiertos y me miraba.

—Hola —le dije.

Me miró un momento sin ninguna expresión, como si yo siempre estuviera allí cuando se despertaba de una siesta. Entonces se sentó en la cama, se dio unos toques en el pelo y se pasó el dorso de la mano por la boca para quitarse la baba. La tosquedad de ese gesto era impropia de ella.

—¿Qué hora es? —me preguntó.

—No lo sé.

Miró a su alrededor, como para orientarse. Se levantó y dio una suave palmada.

—Bueno, estoy segura de que debe de ser la hora de tomar un trago. ¿Por qué no bajas y me preparas uno mientras me arreglo un poco? No hay nada más feo que una anciana que acaba de dormir la siesta.

En la sala, le preparé la bebida, whisky de centeno con agua y cubitos de hielo y vertí una lata de frutos secos surtidos en un pequeño cuenco de cerámica en cuyo interior había un castillo de Heidelberg pintado (conocía ese detalle porque debajo de la imagen decía Castillo de Heidelberg, 1928). Puse el disco Las fuentes de Roma, que mi abuela considera «una encantadora música de cóctel» en su viejo estéreo, tomé asiento y la esperé.

Al cabo de unos minutos la oí bajar la escalera. Entró en la sala de estar y vi que se había cambiado de vestido. Ahora llevaba uno de color crema y manga corta, con grandes hortensias rosas y azules estampadas. Se había arreglado el pelo y la cara y se había pintado los labios de un color que armonizaba con las flores rosadas del vestido. Vio la bebida que le aguardaba en la mesita baja y dijo: «Qué buena pinta». Tomó asiento y añadió: «Y veo que te has preparado uno para ti, qué espabilado eres». Levantó el vaso y dijo: «Estamos vivos». Es un brindis que mi abuela hace a menudo, pero significa cosas distintas en distintas ocasiones. Unas veces significa Bien, por lo menos no estamos muertos y otras ¡Qué maravilloso es que estemos vivos! No estoy seguro de lo que quería decir esa noche, así que mi incliné adelante y choqué mi vaso con el suyo.

—Sí, estamos vivos —le dije.

Ella tomó un sorbo.

—Y está tan bueno como parece.

Bebí a mi vez, sin fruición. La verdad es que no me gusta mucho beber alcohol, pues hace que me sienta triste y cansado. O más triste y cansado de lo que suelo estar. Siempre espero tener esa sensación agradable y divertida que supuestamente produce la embriaguez, pero nunca la noto, así que había aguado mi whisky mucho más que el suyo.

—Bueno —dijo entonces. Abrió una caja de posavasos de plata y sacó dos. Puso uno delante de cada vaso y colocó el vaso en el suyo—. Bueno, ¿a qué debo este gran placer?

—¿Qué placer?

—El placer de tu visita.

—¿No puedo venir a visitarte sin ningún motivo especial?

—Sí, claro que puedes.

—La verdad… —le dije, y me interrumpí.

No acertaba a continuar. Era agotador tratar de contarle a alguien tu problema. Recordé al jardinero mexicano que me había sonreído y mi idea de la pirámide debajo de él y eso era lo que sentía, que nadie podía entender quién eras en un momento determinado a menos que entendiera la pirámide que hay debajo de ti y, si bien era probable que mi abuela me conociera mejor que nadie, incluida mi madre, me seguía resultando imposible decirle cuál era mi problema, así que incliné la cabeza y me callé.

La mayoría de la gente habría dicho algo, me habría acuciado para que continuara, pero mi abuela no dijo nada. Tomó otro sorbo de whisky, dejó el vaso en el posavasos y lo movió unos centímetros, como si hubiera estado en el lugar erróneo. Y entonces se quedó mirándolo, como si el posavasos pudiera volver por sí solo a su posición anterior. Al cabo de un momento extendió un brazo y me puso la mano en la rodilla.

—¿Tienes algún problema? —me preguntó.

—Sí.

—Vaya por Dios. —Esperó a que dijera algo y, como no lo hacía, se echó atrás en su asiento—. ¿Te gustaría hablarme de ello?

—Sí, pero no creo que pueda. No estoy seguro de qué es. No se trata de una sola cosa sino de todo.

—De todo —dijo ella, en un tono de confirmación más que interrogativo.

—Sí, eso parece.

—Bien, tal vez haya algo, una parte del todo, de lo que puedas hablarme. ¿Qué es lo que te ha hecho venir a verme?

—No tenía ningún otro sitio a donde ir, ni al que quisiera ir. —Me di cuenta de que eso sonaba muy mal, como si hubiera ido a verla como un último recurso. Pero en cierto modo eso era cierto. Me sentía fatal.

—Bueno, siempre puedes venir aquí —dijo mi abuela—. Si quieres, escuchamos música. ¿Tienes hambre? ¿Te apetecen unos frutos secos? —Tomó el cuenco y me lo ofreció.

—No, gracias.

Puso el cuenco sobre la mesa y corrigió su posición, como había hecho con la bebida. Mi abuela dedica buena parte de su vida a hacer ajustes, a mover objetos unos centímetros a un lado u otro, como si existiera un lugar perfecto para todo.

Escuchamos la música durante uno o dos minutos y entonces me dijo bruscamente:

—No quiero que lo malinterpretes. Normalmente no duermo la siesta. Nunca la hago, ¿sabes? Mi padre no toleraba las siestas. Pensaba que eran perjudiciales para uno mismo y para el comercio. Eran malas para la nación. Tenía muchos negocios en el extranjero y las oficinas en Italia y España cerraban a mediodía. Todo el mundo se iba a casa y dormía la siesta. O hacían algo mucho peor, incluso más maligno que la siesta, estoy segura de que sospechaba eso, y le enfurecía. Era un auténtico cascarrabias y no confiaba en la gente que disfrutaba demasiado de la vida. Él consideraba que la vida no era para eso. Recuerdo que cierta vez volví de una fiesta y me puse a hablar por los codos de lo que había comido, creo que era langosta Newburg o algo exótico por el estilo, y él me dijo que era una descortesía hablar así de la comida, que no era tan buena como yo decía y que si era tan buena, algo raro debía de tener. En casa siempre comíamos con mucha sencillez. Él no probaba nada que tuviera nombre extranjero. Y no ponía adobos ni salsas a la carne porque eso le parecía decadente. Imagina… ¡salsas decadentes! También intentaba que no tomáramos salsas, pero mi madre no lo consentía. Él dejaba que fuese blanda con nosotros, pero fingía que le disgustaba. Tal vez no le disgustase.

»Así que normalmente no duermo la siesta. Todavía me siento culpable cuando lo hago. Pero esta tarde estaba sentada en el porche, leyendo una revista, y debí de quedarme dormida, porque al despertar me sentí muy rara. No sabía dónde estaba. Al cabo de un momento, me centré, pero seguía sintiéndome cansada. Entonces pensé que me iría bien echarme unos minutos y subí al dormitorio. Eso fue a las tres de la tarde y ahora… —consultó su reloj—, ahora son las seis y media. Debo de estar envejeciendo.

—¿Cómo te sientes ahora? ¿Aún estás cansada?

—No —respondió, pero en tono de fatiga. Y su aspecto también denotaba cansancio. Como si supiera lo que estaba pensando siguió diciendo—: Estoy sana como una manzana, de veras, rebosante de salud. —Hizo una pausa y me sonrió. Observé que su sonrisa rosada no armonizaba del todo con sus labios. Siguió hablando de lo bien que se encontraba, pero yo no la escuchaba. Y entonces me di cuenta de que se había interrumpido, así que la miré. Ella me miró a su vez un momento y entonces dijo—: Oh, James, ¿por qué no me cuentas tu problema?

No sabía por dónde empezar. Tal vez se debiese al whisky de centeno, que ya había apurado, pero de repente me sentía reconfortado y feliz. Seguía creyendo que todo estaba mal, pero no me importaba. Como si me contemplase a mí mismo desde la luna y viese lo minúsculo que era y lo minúsculos y estúpidos que eran mis problemas. Me habían despedido, había actuado como un idiota, me había enemistado con John, era un solitario y un perdedor y no quería ir a la universidad, pero nada de eso importaba. No estaba en un avión secuestrado volando hacia el World Trade Center.

—Hoy me han despedido —le dije a mi abuela.

—¿Despedido?

—Sí, mi madre me ha despedido de mi trabajo en la galería.

—¿Y por qué ha hecho eso?

Le conté lo que había pasado con John. Mi abuela fue tomando sorbos mientras le hablaba y, cuando hube terminado, me tendió el vaso y dijo:

—Creo que los dos necesitamos otro trago antes de continuar. Ve a prepararlos y yo daré la vuelta al disco.

Hice lo que me pedía y al cabo de unos minutos nos sentamos de nuevo uno frente al otro, con bebidas nuevas, mientras sonaba la cara B de Las fuentes de Roma.

—¿Sabes? —me dijo ella, tras haber tomado un sorbo y emitir un sonido de aprobación—. Creo que lo que me cuentas es alentador. Has actuado de una manera estúpida y causado un estropicio, pero aun así me parece alentador.

—¿Por qué? —le pregunté.

—¿Por qué? Porque querías algo y has tratado de conseguirlo. Has actuado. Estúpidamente, es cierto, pero en definitiva tú has actuado y eso es lo importante. Y a menudo uno actúa como un estúpido en cuestiones de amor. Yo misma actué así. —Hizo una pausa, como si recordara algo concreto.

Yo estaba estupefacto. Había dicho «amor», había mencionado el amor como si fuese un elemento de la historia. Por un momento pensé que la había oído mal. Jamás había hablado con mi abuela de si era gay o heterosexual ni de cualquier cosa remotamente relacionada con eso. Era como si ella viviera en aquel otro mundo, el mundo de Hartsdale, el mundo de los hombres que ni siquiera ponían salsas a la carne, un mundo donde esas cosas no existen. ¿Creía acaso que estaba enamorado de John?

—¿Me estás escuchando, James? —la oí decirme.

—Sí.

—Pues parecía que no… Bien, en cualquier caso no creo que haya nada de lo que debas preocuparte. Poco importa que tu madre te haya despedido de su propia empresa, pues eso es como si te hubiera enviado a tu cuarto por travieso, nada más que eso. Y si ese John es un ser humano, comprenderá que lo que hiciste, aunque fuese estúpido, es halagador y romántico… romántico de una manera tonta y necia, pero tenías que empezar de algún modo.

—¿No crees que me odiará para siempre?

—No, por Dios. Una semana o dos, tal vez, pero no para siempre. Si tiene un poco de sentido del humor, quizá con el tiempo incluso se sienta halagado, que es como debería sentirse. Podrías enviarle una nota, una disculpa, y dejarlo así. Todo lo que uno puede hacer en esta clase de situaciones es disculparse y así pasar la pelota al tejado del otro, por decirlo de algún modo. —Se levantó—. Tengo costillas de cordero, de la carnicería buena. Y calabacines de la huerta de los Takahashi. Supongo que pasarás aquí la noche, ¿verdad?

—Sí, si no te importa.

—Pues claro que no me importa. Me encanta. ¿Deberías telefonear a tu madre? ¿Sabe que estás aquí?

Le mentí y le dije que sí. Sabía que estaba mal no informar a mi madre de dónde estaba, pero pensé que, como me había despedido, no tenía derecho a saberlo.

—Muy bien —dijo mi abuela—. ¿Están entonces resueltos todos nuestros problemas? —Esta frase es similar a «¡qué maravilloso es que estemos vivos!», un latiguillo de mi abuela. Cree que es muy importante que tengas resueltos todos tus problemas antes de sentarte a comer o de ir a la cama.

—Bueno, está el problema de la universidad —respondí.

—Creía que ese problema lo habíamos resuelto la semana pasada.

—Pues no fue así.

—A ver, recuérdamelo. ¿Cuál era el problema?

—Que no quiero ir a la universidad.

—Bien, eso parece tener fácil solución… No vayas a la universidad.

—No creo que pueda no ir —dije.

—¿No crees que puedas no ir a la universidad? No estoy segura de entenderte.

—Podría no ir, desde luego. El problema está en qué hago si no voy a la universidad.

—Bueno, eso constituye un problema totalmente distinto —dijo mi abuela.

—Sí, supongo que sí. Quería emplear el dinero de la universidad en la compra de una casa en el medio oeste y mudarme allá, pero ahora no estoy tan seguro.

—Qué aburrido parece eso. Recuérdame por qué no quieres ir a la universidad.

—Ya te lo dije. No quiero pasar varios años en ese ambiente con esa clase de gente.

—¿Qué clase de gente?

—La clase de gente que va a la universidad. La gente de mi edad.

—Bueno, supongo que habrá universidades para adultos. O tal vez podrías ir a una universidad a distancia. Aunque supongo que a una universidad a distancia no se va… Y esa es la cuestión. Podrías… estudiar por correspondencia. ¿No te dejarían hacer eso en Brown?

—Lo dudo.

—Recuerdo que vi un anuncio de un curso por correspondencia para estudiar peluquería canina. Creo que lo vi en el Ladies’ Home Journal. ¿Te interesaría algo así?

—La verdad es que no me importaría ser peluquero de perros. Me gustan los perros. Pero no creo que a mis padres les gustara.

—Mira, James, no puedes pasarte la vida complaciendo a tus padres. Y a tu madre no tienes que complacerla, ¿verdad? Al fin y al cabo, te ha despedido.

—Sí, eso es cierto.

—¿Qué te parece si cenamos y luego resolvemos esto? No puedo pensar bien con el estómago vacío. ¿Tienes hambre?

—Sí.

Caí en la cuenta de que no había comido nada en todo el día. Me había propuesto hacerlo cuando volviera a casa tras la visita a la doctora Adler, pero me lo impidieron el frigorífico vacío y Gillian.

Después de cenar, jugamos al Scrabble (ganó mi abuela) y entonces, mientras yo lavaba los platos, ella se fumó un cigarrillo en el porche trasero. Mi abuela tiene lavavajillas, pero nunca la he visto usarlo. Creo que no confía en el aparato, que ella misma ha de lavar los platos para considerarlos limpios. Cuando terminé con los platos, me senté a la mesa y miré el jardín desde la ventana. Mi abuela estaba en el centro del césped, fumando. Me daba la espalda, por lo que no podía verle la cara. Parecía como si estuviera observando algo en el jardín de los vecinos o quizá pudiera estar viendo el interior de la casa a través de sus ventanas iluminadas. Recordé el momento en que yo había contemplado a esa espeluznante familia a través de la ventana la noche que me escapé del teatro y me sentí un poco desorientado, como cuando miras dos espejos uno frente al otro y el mundo se abre y se derrumba por ambos lados. Yo miraba a mi abuela a través de una ventana y ella tal vez estuviera mirando a sus vecinos a través de sus ventanas y quizá estos estuvieran mirando a través de las ventanas de su fachada a alguien en la casa al otro lado de la calle y así sucesivamente hasta dar la vuelta al mundo. Mientras miraba, mi abuela levantó el brazo, se llevó el cigarrillo a la boca, inhaló y liberó el humo en una larga exhalación. Cuando hubo terminado, aplastó el cigarrillo en el cenicero que sostenía con la otra mano, el cenicero asimétrico que moldeara Gillian. Esperé a que se volviera y regresara a la casa, pero siguió allí de pie, como paralizada por lo que estaba viendo. Subí al piso superior a poner las sábanas en la cama del cuarto de invitados.

Al cabo de unos minutos oí que mi abuela entraba y hacía algo en la cocina (probablemente limpiaba de nuevo la encimera que yo ya había limpiado) y entonces subió. Yo estaba sentado en una de las camas gemelas del cuarto de invitados, leyendo un número de la revista National Geographic que había sacado del rimero que estaba sobre la mesilla de noche. Era de 1964 y en la cubierta un caballo blanco se alzaba sobre las patas traseras. El titular decía: «Típico de Viena: Los sementales blancos que bailan».

Mi abuela se detuvo en el umbral.

—Gracias por limpiar la cocina —me dijo.

—De nada —dije—. Gracias por la estupenda cena.

—Ya sé que no hemos resuelto el problema de la universidad, pero… Bueno, no creo que yo pueda serte de mucha ayuda. No entiendo muy bien cómo funciona hoy todo eso, pero estoy segura de que tienes opciones, James. Estoy segura de que todo se arreglará solo.

—Sí, supongo que sí.

—Y si la universidad no te conviene, si de veras no te gusta por ser como temes que es, bueno… el haber estudiado en ella no habrá sido una pérdida de tiempo. Tener malas experiencias a veces es una ayuda, te aclara más lo que deberías hacer. Sé que esto parece demasiado optimista, pero es cierto. Quienes solo han tenido buenas experiencias no son muy interesantes. Puede que estén contentos y sean felices de alguna manera, pero son superficiales. Ahora te parecerá un contratiempo, algo que te complica la vida, pero… es demasiado sencillo vivir sin complicaciones. No es que la felicidad sea necesariamente simple, pero no creo que tú vayas a tener una vida fácil y será mejor para ti. Lo difícil es no dejarte abrumar por las malas rachas. No debes permitir que te derroten. Tienes que verlas como un regalo… un regalo cruel, pero regalo a fin de cuentas.

»Sé que divago, no voy a seguir. Hoy, desde que me he despertado de la siesta me siento rara, pero hay otra cosa que quiero decirte, algo que deseo que sepas ahora. Es sobre mi testamento, James. Te dejo todo lo que contiene la casa. El edificio se venderá, pero todo lo demás será tuyo. Y deseo que hagas lo que quieras con todo, quedártelo, venderlo, regalarlo, quemarlo en una pira o cualquier combinación de esas posibilidades. Y también te dejaré algún dinero, claro, pero hablar de eso es demasiado deprimente.

No le dije nada. No sabía qué decirle. Estaba mirando una página de ilustraciones en la National Geographic, fotos de sementales blancos haciendo diversos números.

—Solo quería que lo supieras —dijo mi abuela—. Quería decirte que para mí es importante que decidas tú lo que va a ser de mis cosas.

—Me las quedaré —dije—. Me quedaré todo. —Levanté la revista—. Me quedaré esto.

—No —dijo mi abuela—. Eso no es lo que quiero. No son más que cosas, no significan nada. Quédate solo con lo que desees. —Se acercó a mí, me dio un beso y me acarició el pelo—. Y ahora voy a acostarme. No sé cómo puedo estar cansada después de una siesta tan larga, pero lo estoy. Y tú también pareces fatigado.

—Sí, lo estoy.

—Ha sido un largo día.

—Sí.

—Que duermas bien.

—Tú también. Buenas noches.

Me dio las buenas noches y salió del cuarto. Estuve un rato sentado en la cama, hojeando la revista, pero sin fijarme en nada. Estaba pensando en todo lo que contenía la casa de mi abuela y en lo mucho que yo amaba todo aquello. De una manera estúpida, tenía la sensación de que si conservaba todas aquellas cosas, mi vida no sería desdichada.

Pero sabía que carecían de ese poder, que no tenían ningún poder en absoluto. No eran más que cosas. Objetos.