Martes, 29 de julio de 2003
Camino de la galería, hice un alto en casa para hacer pis y beber algo. Miró estaba tendido en la bañera. Suele instalarse ahí en verano, supongo que debido al frescor. Abrió los ojos y me observó como si evaluara lo que yo estaba haciendo allí. Por un momento me pregunté si era correcto hacer pis delante de un perro y entonces me percaté de lo absurda que era esa pregunta y le dirigí una mirada de desdeñosa superioridad humana. A menudo soy desagradable con Miró en privado. Le digo cosas como: «No eres más que un perro. No tienes pasaporte ni número de la Seguridad Social. Ni siquiera puedes abrir puertas. Estás por completo a mi merced». O bien: «Córtate el pelo y cálzate». Sé que no me entiende, pero debe de sospechar que no es del todo correcto lo que le digo.
Busqué en el frigorífico algo que beber, cosa que en principio parece relativamente fácil, pero que, como en mi familia nadie hace la compra, puede resultar difícil. Había un envase de zumo de naranja Tropicana en el que solo quedaban unas pocas gotas (como la norma exigía que si terminabas algo lo repusieras, había una competición muy reñida por no terminar nada), un tetrabrik de leche semidesnatada que había sobrepasado en tres días la fecha de caducidad, tres botellas de cerveza Peroni, un litro de Coca-Cola light sin cafeína que sin duda pertenecía a Rainer Maria y un poco de una repugnante leche de soja que Gillian había comprado hacía meses, cuando atravesaba una supuesta fase de intolerancia a la lactosa.
Había abierto el grifo y esperaba que el agua fría llegara desde el lejano lugar donde se encontrara al fregadero de nuestra cocina, cuando Gillian llegó a casa y entró en la cocina.
—¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntó, como si yo no viviera en la casa y no tuviera derecho a estar allí.
—No te importa, pero vengo de terapia y he hecho un alto antes de ir a la galería.
—Qué bien —dijo Gillian—. En cambio, yo he pasado la peor mañana de mi vida. —Abrió el frigorífico y miró su interior.
—¿Qué ha pasado?
—¿De veras quieres saberlo?
—Claro que sí.
—Quiero que estés seguro, porque es muy largo y da asco.
—Estoy seguro —dije.
—Bien. Primero estaba citada a mediodía con Amanda Goshen en las rebajas de los almacenes Barneys.
—¿Quién es Amanda Goshen?
—Es una conocida de Barnard. El semestre pasado estuvo en mi clase de escritura memorialística.
—¿Fuiste a una clase de escritura memorialística? ¿Barnard ofrece esa clase de cursos?
—Sí, y deja de interrumpirme. Si vas a cuestionar todo lo que digo, olvídalo.
—De acuerdo. Pero me parece un poco raro escribir tus memorias antes de que te hayas graduado.
—Hoy en día nunca eres demasiado joven para escribir tus memorias —dijo Gillian—. Así que cállate. Bueno, primero camino por la calle Bank y paso por delante del edificio que tiene ese ridículo seto de ligustro en miniatura. Deslizo la mano por la parte superior, como si le diera unas palmaditas en la cabeza al pasar. Una señora se me acerca por detrás y me dice que no toque el ligustro. No puedo creer que esa señora me esté diciendo que no toque el ligustro. «No debe de estar en sus cabales», me digo. Así que me quedo mirándola y le pregunto que qué quiere decir. Y ella me responde que ese es su ligustro, que es propiedad privada y no quiere que lo maltrate. Que no lo maltrate, me dice. Te juro que apenas lo tocaba, solo deslizaba la mano por la parte superior, me hacía cosquillas en la palma. Y como no puedo creer que esa mujer me grite por maltratar su ligustro, cojo un puñado, lo arranco, se lo tiro encima y le digo: «Jodeos tú y tu ligustro», y sigo mi camino. Y ella echa a correr detrás de mí, diciendo a gritos que va a llamar a la poli. Y entretanto, algo debía de haber en el jodido ligustro porque tengo un rasguño en la palma y me sangra. Solo un poco pero de todos modos… Mira. —Cerró la puerta del frigorífico y me mostró la palma, en la que realmente había un corte—. Bueno, puedes imaginarte mi estado de ánimo después de eso. Llego a Barneys y espero a Amanda fuera. Hace sol y calor y me apoyo en la pared del edificio. Llevo puesto este top y me bajo las tiras para que no me queden las marcas. Se me acerca un señor mayor y me saluda de una manera muy amistosa, como si me conociera. Pienso que es el señor Berkowitz y le saludo también de una manera muy amistosa, pero entonces me doy cuenta de que no es el señor Berkowitz sino un viejo verde que se le parece. Y comprendo que me toma por una furcia porque me pregunta si me gustaría quedar con él. A tomar algo, vale. Quiere llevarme a tomar algo, hacerme ciertas cosas y darme dinero por ello. Así que le digo: «No, no quiero ir a tomar algo» y él me dice: «¿Por qué no?, parece que estás buscando a alguien para ir a tomar algo» y le digo: «No estoy buscando a nadie, solo estoy esperando a una persona» y él me dice: «Me encantaría veros a ti y a esa persona en plan cariñoso», recuerda que es un viejo clavado al señor Berkowitz y le digo que se vaya a tomar por saco y él me llama zorra y se dispone a marcharse, pero se vuelve y me escupe, aunque no sabe hacerlo bien y la saliva le cae en la pechera de la camisa, así que vuelve a llamarme zorra y se va. Bueno, ya debían de ser las doce y cuarto y todavía estaba esperando a Amanda. Espero otros cinco minutos y entonces suena el móvil y, claro, es Amanda, y me dice que no podemos vernos porque, adivínalo, ha vendido sus memorias a Harper Collins por seiscientos mil dólares y va a comer con su editor al grill del Four Seasons y me dice que si veo unas sandalias Giuseppe Zanotti verde jade se las compre, que me las pagará. De acuerdo, así que llego a la conclusión de que no puedo ir a las rebajas de Barneys, vuelvo a casa andando, y como son diez manzanas pienso en tomarme un café con hielo pero me digo que hay una botella de Smartwater en el frigorífico y que eso es mucho más sano, sobre todo si ya te has tomado tres cafés, y cuando llego a casa, la botella de Smartwater ha desaparecido. ¿Te la has bebido tú?
—No.
—Entonces debe de haber sido mamá.
—¿Crees que mentía?
—¿Quién? ¿Mamá?
—No. Amanda Goshen.
—¿Sobre la comida en The Four Seasons?
—No, sobre la venta de sus memorias por seiscientos mil dólares. Bueno, sobre la venta de sus memorias y punto.
—No, estoy segura de que es verdad. Sus memorias eran las mejores, tenían de todo: incesto, locura, drogadicción, bulimia, alopecia, lo que quisieras. El material perfecto para unas memorias. Qué suerte.
—¿Qué es alopecia?
—Perder pelo. Estaba calva. —Abrió el frigorífico y miró de nuevo el interior, como si la botella de Smartwater pudiera haber aparecido por arte de magia, pero no estaba, y lo cerró—. Ah, por cierto, antes de que se me olvide. Esta mañana te ha llamado Jordan Powell.
—¿Quién es Jordan Powell?
—Tu compañero de habitación.
Al principio no tenía ni idea de quién era el tal Powell y entonces recordé que hacía unos días me había llegado de Brown un sobre grande que tiré sin abrir, porque pensé que abrir y leer correo de Brown no haría más que reforzar mi conexión con la universidad, como cuando abres una caja de galletas y estás obligado a comprarla.
—¿Cómo dices que se llama?
—Jordan Powell. O Howell. No, Powell, creo. Lo anoté en alguna parte. Pasará por Nueva York camino del Vineyard y esperaba verte. Le dije que le llamarías esta noche.
—Pues no voy a hacerlo —repliqué—. No hay ninguna razón para llamarlo, no será mi compañero de habitación porque no voy a ir a Brown. ¿Qué impresión te ha dado?
—La de alguien que te dice: «Estoy de paso en Nueva York camino del Vineyard», pero por lo demás me ha parecido bien.
Me serví un vaso de agua que no estaba nada fría y me lo bebí.
—¿Vas a salir? —me preguntó Gillian.
—Sí. Vuelvo al trabajo.
—¿Podrías pasar por Starbucks y traerme un café con hielo, por favor?
—¿Qué? ¿Y te lo traigo dentro de cuatro horas?
—No. Vas a Starbucks, pides el café, lo traes aquí y entonces te vas a trabajar.
—Y ya que estoy en ello, podría recogerte la ropa en la lavandería.
—No te morirás por traerme un café con hielo.
—No, pero que algo no te mate no es un motivo muy convincente para hacerlo.
Cuando regresé a la galería no me sorprendió que estuviera vacía y el despacho de mi madre cerrado. Me senté a mi mesa. Eran las dos y media, así que debía estar allí sentado otras dos horas y media. La galería de arte de mi madre estaba en un edificio de galerías rodeado de otros edificios de galerías y pensé que en la mayor parte de ellas había alguien como yo, solo y sentado en un ambiente refrigerado y sin nada más que hacer que dar la impresión de que está ocupado y entonces caí en la cuenta de que probablemente eso no solo ocurría en las galerías y que en toda la ciudad millares de despachos debían de estar sumidos en aquel veraniego estupor de sobremesa. La vida sigue su curso normal, pero no es así, es como si todo el mundo fingiera, como si fueran los protagonistas de una película sobre su vida y estuvieran un poco al margen. Y entonces, en septiembre, todo vuelve a la normalidad.
Me levanté, miré por la ventana y no vi a nadie en la calle ni nada inquietante en ella. En la ciudad de Nueva York se dan esos momentos extraños en los que parece que todo el mundo ha desaparecido. A veces, el domingo por la mañana, salgo temprano y no hay nadie en la calle, solo quietud y silencio, o me despierto en plena noche, miro por la ventana y no hay luces en ninguna parte, en ninguno de los edificios que nos rodean, y me pregunto si es posible que todo el mundo esté dormido. ¿Está durmiendo la ciudad que nunca duerme? Entonces apareció un hombre en la calle, un anciano que paseaba a un basset. Él caminaba muy despacio, pero el perro era todavía más lento. Parecía como si no se movieran. Me recordaban esos aspersores que siguen a una manguera extendida en el suelo, enrollándola mientras avanzan. Me pasaría horas mirando, tratando de verlos moverse. Comprendí que un niño que se pasó horas contemplando un aspersor que parecía no moverse por el césped estaba destinado a convertirse en una persona perturbada como yo.
—James.
Al moverme vi a mi madre en la recepción. Me miraba de una manera extraña, como si no me hubiera visto en mucho tiempo.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.
—Mirando por la ventana.
—Ah. —Parecía reflexionar sobre ello, como si fuese una actividad sospechosa de la que no hubiera oído nunca hablar. Tamborileó con las uñas en el mostrador de mármol—. Me gustaría hablar contigo —dijo finalmente—. ¿Quieres venir a mi despacho?
Me pareció extraño, puesto que no había nadie más en la galería y no necesitábamos encerrarnos en su despacho para tener intimidad. «Vale», le dije, y la seguí hasta su despacho. Ella se sentó a su mesa y yo lo hice en una de las dos butacas de Le Corbusier que estaban delante. Era un poco raro que estuviera sentada a su mesa. Tenía un aire muy formal y burocrático que no le cuadraba.
Movió unos objetos en su mesa y entonces se detuvo bruscamente y enlazó las manos delante de ella, como una locutora tras una pausa publicitaria. Y me miró como si estuviera mirando una cámara. Su rostro tenía una expresión tranquila y jovial.
—Acabo de hablar con John —me dijo.
—Ah.
—Me ha contado lo que ocurrió anoche. Está muy enfadado y no le culpo.
—¿Qué te ha dicho?
—Me ha contado lo que has hecho, que te inventaste un perfil en algún sitio web y te pusiste en contacto con él.
—La verdad es que fue él quien se puso en contacto conmigo —puntualicé.
—No se puso en contacto contigo, James, porque el perfil no era el tuyo. Y quiero que te calles y me escuches. —Su expresión tranquila y jovial se desvaneció: su mirada furibunda daba miedo.
Le dije que de acuerdo.
—John está muy desconcertado por lo que has hecho. No quiere volver a la galería mientras estés aquí. Ha amenazado seriamente con marcharse. Por suerte, le he convencido de que no lo haga.
—Qué bien.
—Sí, qué bien —dijo ella—. Sin duda sabes lo difíciles que se me pondrían las cosas si John se marchara. Sería el final de la galería. Ni puedo sustituirlo ni puedo dirigir la galería yo sola. Y tal vez pienses que todo esto es un juego, James, la galería, mi vida, la de John y la tuya, pero no es así. Nada de esto es un juego. Bueno, tal vez tu vida lo sea, pero eso has de decidirlo tú. ¿Crees que tu vida es un juego?
—No —respondí.
—Pues eso es lo que pareces creer. ¿Sabes lo que es el acoso sexual?
—Sí, claro que lo sé.
—Entonces, ¿por qué has hecho eso? ¿No se te ha ocurrido pensar que estaba mal? ¿Que es un acto ilegal? ¿Que no puedes poner a tus compañeros de trabajo en situaciones sexuales incómodas?
—No es eso lo que pensé que estaba haciendo —repliqué.
—¿Pues qué creías que estabas haciendo?
—No era más que una especie de broma.
—¿Una broma? ¿Crees que engañar a alguien y ponerle en una situación incómoda es una broma?
—No sabía que era eso lo que estaba haciendo. Por supuesto, no lo habría hecho de haberlo pensado.
—¿Entonces qué creías que estabas haciendo? ¿En qué podías haber pensado?
—No lo sé. Supongo que no pensaba nada.
—Bien, tal vez será mejor que empieces a pensar —dijo mi madre—. Y tal vez podrías empezar pensando en alguien más que en ti mismo.
—Lo siento. Le he pedido disculpas a John. Le he dicho que lo sentía. ¿No te lo ha dicho él?
—Sí, pero a veces eso no es suficiente.
—¿Qué más puedo hacer?
—Muy poco —dijo mi madre—. Por lo menos ahora. Así que me ha tocado a mí hacer algo.
—¿Y qué has hecho?
—Le he dicho a John que no trabajarías más aquí.
—¿Vas a despedirme?
—Supongo que sí, aunque no me gusta verlo de esa manera.
—Ya. ¿Y de qué manera quieres verlo?
—Creo que no deberías hablarme en ese tono, James. Sobre todo en este momento. He actuado como lo he hecho por lo que hiciste. Creo que deberías pensar en ti mismo y no preocuparte por mí. Piensa en lo que hiciste.
—No entiendo por qué es tan grave.
—Tal vez ese sea el motivo de que necesites pensar en ello, porque te aseguro que lo es.
—¿Por qué? John es amigo mío.
—No es amigo tuyo, James. No era amigo tuyo antes de esto y, desde luego, no lo es ahora. Y si crees que era amigo tuyo, todavía peor. Hacerle semejante cosa a alguien que tenías por amigo.
Sabía que mi madre estaba equivocada y que John era amigo mío o lo había sido. Tal vez él no supiera que era amigo mío y tal vez yo no lo fuese para él, pero era amigo mío. Y ahora no quería volver a verme y probablemente me odiaba. Me daba cuenta de que es muy difícil agradar al prójimo, no digamos amarlo, porque eso te lleva a hacer cosas equivocadas, cosas que te distancian.
—John era amigo mío —insistí.
—Bien, tal vez lo fuese —dijo mi madre—, pero no creo que siga siéndolo.
Esto último lo dijo en un tono petulante y satisfecho que me sulfuró. Como si por haber cometido una estupidez al esforzarme por intimar con alguien mereciera ser condenado al ostracismo y ridiculizado. Me enfadó que mi propia madre se alegrara de mi infortunio. Sabía que ella probablemente creía que era bueno para mí, una de esas llamadas experiencias educativas. El problema es que nunca aprendo nada de las experiencias educativas. De hecho, me esfuerzo especialmente por no aprender de las experiencias educativas, signifiquen lo que signifiquen, porque no se me ocurre nada más espantoso que ser una persona de carácter formado por experiencias educativas.
—Escucha, James —dijo mi madre—. Quería hablarte de algo y no acababa de encontrar la manera de enfocarlo, pero después de lo que pasó anoche…
—¿Qué?
—Verás, me pregunto si tal vez… ¿Eres gay?
—¿Por qué todo el mundo me pregunta si soy gay?
—¿Quién más te lo ha preguntado?
—Papá.
—¿Ah, sí? ¿Y qué le has dicho?
—¿Por qué quieres saber lo que le he dicho?
—No lo sé —respondió mi madre—. Supongo que es solo otra manera de hacerte la pregunta.
—¿Por qué me preguntas eso? ¿Se lo has preguntado a Gillian?
—No —respondió mi madre.
—¿Por qué no?
—Porque no creo que Gillian sea lesbiana.
—¿Entonces crees que soy gay?
—No lo sé… Sí, admito que esa idea me ha pasado por la cabeza.
—¿Pero por qué quieres saberlo?
—¿Por qué quiero saberlo? Eres mi hijo, James. Me importas, quiero ayudarte.
—¿Crees que los homosexuales necesitan ayuda?
—James, ¡oh, James! No sé qué hacer. No sé cómo ayudarte. Estoy muy preocupada por ti y quiero ayudarte, pero no sé cómo hacerlo.
No dije nada. Mi madre se echó a llorar.
Yo sabía que quería ayudarme. Sabía que era mi madre y me quería, yo no tenía intención de ser mezquino o no creía que quisiera serlo, pero había algo más dentro de mí, algo duro y testarudo que sí era mezquino. Me molestaba su creencia de que, si yo era gay, podía ayudarme, como si se tratara de darme una tirita o algo por el estilo. Y, además, ser gay es de lo más in estos días, así que, ¿por qué habría de necesitar ayuda? ¿Y qué ayuda podría prestarme mi madre, cuyo tercer matrimonio solo había durado unos pocos días? Yo sabía que era gay, pero nunca había hecho nada propio de un gay y no sabía si alguna vez lo haría. No podía imaginarlo, no podía imaginarme haciendo nada íntimo y sexual con otra persona, apenas podía hablar con la gente, así que ¿cómo iba a tener relaciones sexuales? Solo era teórica, potencialmente homosexual.
Oímos la campanilla indicadora de que alguien había entrado en la galería.
—Creo que deberíamos hablar más sobre esto —me dijo mi madre—. Podemos hacerlo en casa. Y creo que deberías tener una charla con tu padre. Ahora, como ha entrado alguien, puedes volver al trabajo.
—¿Qué? —le pregunté.
Me parecía increíble que mi madre pudiera llamarme a su despacho, despedirme, darme a entender que era un perdedor, un ser socialmente retrasado, de conducta sexual desviada y decirme briosamente que volviera al trabajo. Eso se contradecía demasiado con mi idea de quién era ella y de lo que sentía por mí. Y entonces comprendí que no soportaría oírle repetir lo que acababa de decirme, así que me levanté y salí de su despacho antes de que ella tuviera ocasión de repetirlo.
Quienquiera que hubiese entrado en la galería ya se había ido y me senté a mi mesa en la recepción, pero pensé que quien está despedido no vuelve al trabajo, aunque estar sentado allí sin hacer nada, que era probablemente lo que haría durante el resto de la tarde, no podía considerarse trabajo, pero de todos modos… Tomé la decisión de marcharme. Que entrase alguien y robara todos los cubos de basura si se le antojaba. Que mi madre respondiera al teléfono si por casualidad sonaba. Me puse de pie y miré la mesa, buscando qué podría llevarme a casa. En las películas, cuando despiden a uno, siempre mete sus cosas en una caja de cartón y se la lleva con aire entristecido. Normalmente hay una planta alta y débil, una taza de café con la inscripción EL MEJOR (llénese el espacio en blanco) DEL MUNDO y una foto enmarcada de unos feos seres queridos. Sobre mi mesa no hay nada de eso. Es cierto que solo trabajaba en la galería desde hacía unos meses, pero no dejaba de ser deprimente pensar que mi paso por allí no había dejado el menor rastro.
Salí de la galería, recorrí el pasillo y esperé el ascensor, que naturalmente estaba en algún punto del espacio, y como quería irme de allí, bajé corriendo los cinco tramos de escalera y llegué a la calle.
Me apoyé en la fachada del edificio, porque jadeaba después de haber bajado corriendo las escaleras y tenía que recuperar el aliento. El anciano del basset caminaba hacia mí. Parecía haber pasado mucho tiempo desde que los había visto caminando por el otro lado de la calle y pensé que el tiempo había avanzado de manera diferente en la galería y en la calle. A menudo experimento esa sensación, una especie de desfase horario tan solo pasando del interior al exterior o de una habitación a otra.
Me quedé allí y miré al hombre y al perro que pasaban por mi lado. No quería pensar en lo que había ocurrido arriba y procuraba no pensar. Probablemente ese era el motivo de que me sintiera tan aturdido. Cada vez que notaba la formación de un pensamiento, me decía: «No pienses eso, no pienses eso, no pienses eso». Aquello era como liquidar a un montón de moscas con un matamoscas. No sé cuánto tiempo permanecí allí. El suficiente para ver que el hombre y el perro llegaban al final de la manzana y desaparecían al doblar la esquina. Y entonces comprendí que no debía quedarme ante el edificio, porque podía salir mi madre y no quería verla. Me encaminé al paseo a lo largo del Hudson y me senté en un banco. El tiempo era muy caluroso y desagradable. A veces puedes sentarte en el paseo, mirar al otro lado del río, olvidarte de la ciudad que está a tus espaldas y de la ruinosa y fea ribera de Nueva Jersey frente a ti y concentrarte en el río, la luz en el agua, los barcos que pasan o el modo, si hay marea alta, en que la corriente parece deslizarse en ambas direcciones a la vez, el agua marina hacia arriba y la dulce hacia abajo, pero aquella no era una de esas ocasiones. No podía desentenderme de la ciudad que estaba detrás y el río no parecía fluir en ninguna dirección, tan solo parecía estancado y derrotado. Me levanté, pero no sabía dónde ir. No quería ir a casa porque sabía que a Gillian le parecería divertidísimo que mi propia madre me hubiera despedido. Y tampoco quería ver a mi padre, sobre todo ahora que le habían modificado los ojos. Ya había visto a la doctora Adler, me había portado como un estúpido con ella y no volvería a verla hasta el jueves. Y entonces pensé que me gustaría ver a John, que él era la única persona cuerda y normal que conocía, pero entonces recordé que no podía ver a John por lo que había hecho la noche anterior, que había echado a perder mi relación con la única persona que me gustaba, que probablemente no volvería a verlo nunca y que él jamás pensaría en mí o, si lo hiciera, sería para hablar a la gente de aquel muchacho raro y patético que lo había acosado.