Martes, 29 de julio de 2003
Al día siguiente, John no fue a trabajar. Cuando llegué, a las diez, ya había dejado un mensaje diciendo que no se encontraba muy bien y se quedaría en casa. Era un día soleado, por lo que esperaba que hubiera ido a la playa, pero me preocupaba que lo ocurrido el día anterior pudiera tener alguna relación con su ausencia.
Lamentaba que mi comportamiento lo hubiera distanciado.
Mi madre tampoco se presentó aquella mañana, pero eso no tenía nada de raro. Mi madre pensaba que nada importante sucedía antes de comer, y por eso solo los subalternos, ayudantes y demás ralea trabajaban por la mañana.
A veces, cuando estoy solo en la galería, tengo miedo. Cualquiera que pasara por la calle podría entrar, y así sucedía con frecuencia, y el problema era que debías ser cordial y agradable aunque nada más verlo supieras que el visitante era un bicho raro. John me había dicho que si alguien parecía de veras peligroso debía decirle que la galería estaba a punto de cerrar, acompañarlo a la salida y cerrar la puerta con llave. Si se negaba a salir, tenía que avisar al guarda de seguridad del edificio, pero como este se pasaba la mayor parte del tiempo en la acera, fumando y diciendo cosas como: «Nena, nena, no pareces muy feliz, yo puedo hacerte muy feliz, nena» a las transeúntes, y como el ascensor (si funcionaba) tardaba una media hora en llegar a la sexta planta, sabía que estaría muerto antes de recibir ayuda.
Como no había nadie en la galería y nada que hacer, decidí llamar a la inmobiliaria de una de las casas en Indiana que había visto la noche anterior. Sabía que sería más fácil no ir a la universidad si tenía un plan alternativo, porque así podría verse como algo positivo, estaría haciendo algo en vez de no hacer nada. Entré en corredoresdefincas.com y busqué la casa en la que me había fijado. Los agentes eran una pareja casada, Jeanine y Art Breemer. Había una minúscula fotografía de ellos al lado de la foto de la casa. Jeanine estaba sentada y Art de pie detrás de ella, con las manos en sus hombros, como si la mujer pudiera elevarse si la soltaba. Parecía ser una mujer bastante rechoncha y bajita, que sonreía de una manera estudiada y un tanto maniaca y que claramente llevaba peluca. Art vestía una chaqueta verde azulada sobre un suéter blanco con cuello de cisne y parecía desanimado. El pie de foto decía: Los Breemer: dos cabezas, cuatro manos, un corazón. Aparte de ser anatómicamente incorrecto, no entendí qué tenía eso que ver con la venta de una casa.
Marqué el número, preguntándome cuál de ellos esperaba que respondiera. En realidad no deseaba hablar con ninguno.
—Acaba de contactar usted con los Breemer —dijo una voz—. Soy Jeanine, ¿en qué puedo servirle?
—Quisiera informarme sobre una casa en venta que he visto en Internet.
—¡Fantástico! ¿Qué casa le interesa? —Le dije el número—. ¿Es la de la calle Crawdaddy? ¿Sí? No me sorprende en absoluto. Esa casa es una preciosidad indescriptible. ¿Le gustaría verla? Me encantaría mostrársela.
—Sí, me gustaría verla.
—Bien, deberíamos actuar con rapidez, porque no estará mucho tiempo en el mercado. ¿Qué le parece a las dos?
—¿De hoy?
—Sí. O podría ser esta tarde, si le va mejor. Pero me gustaría enseñársela a primera hora, para que vea lo maravillosa que es la luz que tiene.
—Es que hoy no me va bien —le dije.
—Bien, ¿qué tal mañana? A cualquier hora.
—En realidad, me convendría que fuese el fin de semana.
—Perfecto. ¿Digamos el sábado a las dos de la tarde? ¿Qué le parece?
—Me parece bien.
—Estupendo. ¿Quiere darme su nombre, por favor?
—James Sveck.
—Es un placer conocerle, señor Sveck. ¿Tiene alguna pregunta sobre la casa a la que pudiera responderle ahora?
—Bueno, siento curiosidad por el nombre del pueblo. ¿Por qué se llama Edge?[2]
—Ah, ¿no es usted de Edge?
—No.
—¿De dónde es?
—Soy de Nueva York.
—Vaya… ¿De qué parte de Nueva York? Mi hermana vive en Skaneateles.
—Soy de la ciudad de Nueva York.
—Caramba… ¡La ciudad de Nueva York! ¿Y le interesa una casa aquí, en Edge?
—Así es. Tengo intención de mudarme.
—No es mala elección, desde luego. No sé cómo hay quien vive todavía en Nueva York. Creo que Edge le encantará. Ha sido elegido el decimosexto mejor pueblo de Indiana, ¿sabe? Ha superado a Carlisle, Muggerstown y muchos de esos otros pueblos engreídos.
—¿Y por qué se llama Edge?
—Oh, no se preocupe por eso —respondió, y soltó una risita.
Me pareció una respuesta rara, incluso por parte de Jeanine.
—No estoy preocupado… Solo lo preguntaba.
—Ah, estupendo —dijo—, porque no hay ninguna necesidad de preocuparse. ¿Quién dijo aquello de «¿Qué hay en un nombre? Una rosa es una rosa es una rosa»?
—Hummm… Eso lo dijo Shakespeare —respondí—. Y Gertrude Stein.
—¡Oh, es usted muy bueno! —exclamó ella—. Antes sabía todo eso, todas esas cosas poéticas. ¿Conoce ese poema, el Hiawatha? Yo era capaz de recitarlo de memoria. «En las orillas de Gitchygoomie… por donde erraba el búfalo… vivía una muchacha llamada Pocahontas…». Bueno, me he olvidado del resto, pero lo sabía todo. Es un poema encantador. ¿Lo conoce?
—No, no lo conozco.
—Pues buscaré mi viejo libro de poemas y se lo leeré cuando nos veamos. Sé que le encantará. Está lleno de rimas.
—Eso es muy tranquilizador —dije—, pero sigo un tanto intrigado por el nombre.
—Bueno, ya se lo he dicho, no es nada preocupante. Este es un lugar totalmente seguro. Más seguro que la ciudad de Nueva York, no le quepa duda. Creo que debería venir aquí y echar un vistazo a esa casa. Estoy segura de que le va a encantar.
—Es que siento curiosidad por el motivo de que el pueblo se llame Edge. Me gustaría saberlo antes de viajar allí.
—La verdad es que no tengo la menor idea. Cada pueblo ha de tener un nombre. ¿Por qué Nueva York se llama Nueva York?
—Bueno, los británicos le pusieron el nombre de una de sus ciudades, York. Antes los holandeses ya la habían llamado Nueva Amsterdam.
—Un buen ejemplo de que toda regla tiene su excepción. Pero no creo que lleguemos a ninguna parte dando vueltas a esa minucia. Mire, venga a ver la casa y, si no se enamora de ella, me comeré mi sombrero.[3]
Aunque sabía que esa era una frase hecha, por un momento imaginé a Jeanine Breemer comiéndose un sombrero. Por alguna razón imaginé uno de esos gorros impermeables transparentes para protegerse de la lluvia que se doblan y forman un paquetito. Mi abuela siempre llevaba uno en el bolso y, cuando yo era pequeño, me gustaba sacarlo, abrirlo y tratar de volver a doblarlo (nunca lo lograba).
—Creo que seguiré buscando —le dije a Jeanine.
—Oh, es una lástima que deje pasar esta oportunidad, pero supongo que debe hacer lo que crea conveniente. ¿Ha hecho la visita virtual?
—Sí.
—La mayor parte de los daños son superficiales —dijo ella.
—¿Qué daños?
—Bueno, no me refería a daños. Solo quería decir que tendrá que pintar y empapelar. Es asombroso lo que puede hacer una mano de pintura.
—Creo que voy a olvidarme de esa casa, pero se lo agradezco.
—¿En serio? ¿Ni siquiera vendrá a echarle un vistazo?
—Es un viaje demasiado largo para una casa en la que no estoy realmente interesado.
—¿Le ha hablado alguien del centro de tratamiento? Mire, no es nada seguro que lo trasladen a la calle Crawdaddy.
—¿Qué es un centro de tratamiento?
—El lugar al que la gente lleva sus residuos.
—¿Quiere decir un vertedero? —le pregunté.
—Cielos, no. Será mucho más que un simple vertedero. Habrá un centro de reciclaje y un Kit and Kabooble.
—¿Qué es un Kit and Kabooble?
—Es un cobertizo al que llevas cosas. Si tienes, por ejemplo, una licuadora o una tostadora o algo por el estilo y ya no lo quieres pero todavía funciona o está averiado y crees que alguien podría arreglarlo o tal vez usar sus piezas o bien usarlo para otra cosa, bueno, lo llevas al Kit and Kabooble en vez de tirarlo al vertedero y otra persona podrá llevárselo. Es una idea estupenda. Hay gente que se ha equipado la casa entera con material del Kit and Kabooble. Sería muy útil para usted cuando se instale en su nueva casa… ¡Podría coger los mejores objetos antes que cualquiera!
—Parece estupendo, pero no creo que quiera vivir al lado de un vertedero.
—Oh, no estaría al lado, sino enfrente. Y van a levantar un muro de embellecimiento a su alrededor, por lo que ni siquiera lo verá. Por lo menos no desde la planta baja, que es donde pasará la mayor parte del tiempo, porque el piso de arriba no tiene calefacción.
—¿Qué es un muro de embellecimiento? —le pregunté.
—Es una pared muy alta, de madera, supongo, o tal vez de hormigón, pero muy bonita, tal vez con flores o algo pintado en la superficie. Dejaron a los escolares pintar el muro de embellecimiento que oculta la carretera 36 y es precioso. Cuando paso por delante en el coche siempre me alegra. Ah, y también habrá arbustos, creo que por norma debe haber un arbusto cada tres metros, así que todo eso acabará por aumentar el valor de su propiedad.
—Bien, ha sido muy agradable hablar con usted y le agradezco su ayuda, pero ya no estoy interesado, de veras.
Le dije adiós y me apresuré a colgar. Esperé un momento, pensando que tal vez ella me llamaría. No quería que Jeanine Breemer me acosara. Y entonces lo sentí por ella. Los únicos agentes inmobiliarios que había conocido eran mujeres como Poppy Langworthy, una amiga de mi madre que vendía varios pisos al año por valor de muchos millones de dólares con el sencillo procedimiento de enseñárselos a personas capaces de comprar pisos valorados en muchos millones de dólares, de las que Nueva York parecía tener unas existencias inagotables. Me pregunté cuándo habría hecho Janine la última venta. Parecía un poco desesperada. No me gusta nada hablar con personas que trabajan a comisión. Durante años no supe que existían esa clase de empleos, pero cuando tenía diez años, fui con mi padre a un concesionario de BMW en Nueva Jersey a comprar un coche nuevo, cuando mi padre le dijo al vendedor que nos había atendido que iba a mirar en otros sitios este se mostró tan agresivo que prácticamente se abalanzó sobre nosotros cuando nos íbamos. Recuerdo que le pregunté a mi padre qué le pasaba a aquel hombre y respondió que no le pasaba nada, que actuaba así porque era un tiburón y me dijo que en ciertos empleos tenías que ser un tiburón, que todo el mundo lo comprendía y por ello resultaba aceptable. Le pregunté a mi padre si él era un tiburón y dijo que no, él era más bien como un buitre, dejaba que otros animales hicieran la carnicería y él se alimentaba de los restos. Esas revelaciones me turbaron mucho y quise preguntarle si había trabajos para corderos y conejos, pero algo en mi interior me dijo que no debía hacerle esa pregunta. Pensé que tal vez me volvería más agresivo a medida que me hiciera mayor, pero no ha sido así, de modo que es un problema que todavía tengo sin resolver. Creía que en el mundo del arte la gente tendería a lo corderil, pero no es el caso. John es claramente un tiburón, a su manera genial y despreocupada; y mi madre, en ocasiones, puede recordar poderosamente a un buitre. Así pues, esa era otra razón apremiante para marcharme de Nueva York y encontrar un medio de vida que no requiriese un salvaje comportamiento instintivo.
Una mujer había entrado en la galería mientras hablaba con Jeanine Breemer y estaba mirando con detenimiento cada uno de los cubos de basura. Tenía un cuadernillo en el que copiaba la información de las etiquetas en las paredes que identificaban cada pieza.
#21. Encolado de aluminio, papel, objetos encontrados, piel de conejo fragmentada, rotulador, cera de abeja, cabello humano. 60x75cm.
Al cabo de un rato se acercó a mi mesa, caminando con un desenfado increíble, como si se dirigiera a otro lugar y la mesa de la recepción le cortara el paso.
—Hola —me dijo.
Le devolví el saludo.
—¿Tiene un catálogo? —me preguntó.
Le dije que no.
—¿No hay catálogo?
—Así es. No hay catálogo.
—¿Y por qué no?
—El artista no cree en los catálogos. Cree que la obra debe hablar por sí misma.
—¿Ah, sí? Qué original: los cubos de basura pueden hablar solos.
—Sí.
—¿Le hablan a usted?
Tenía que responder afirmativamente, por supuesto. Es lo que ocurre cuando te dedicas a determinadas profesiones: te ves obligado a afirmar que los cubos de basura pueden hablarte.
—¿Qué le dicen? —me preguntó.
—Pues verá… —respondí, tratando de ganar tiempo—. Como son obras de arte distintas, cada una dice una cosa diferente.
—¿Qué dice esa de ahí? —Señaló uno de los cubos más cercanos.
Como si fuese dolorosamente obvio, me apresuré a responder:
—Dice que todo es basura y, en especial, el arte. Y, como es natural, si el arte es basura, también lo es todo lo demás. Hasta las cosas que consideramos sagradas son basura. Todo es desechable. Nada concreto es precioso. La religión es algo sucio.
Ella dio un paso atrás, como si yo pudiera ser tan lunático como parecía.
—Es increíble que un cubo de basura pueda decir tanto —observó.
—Tenga en cuenta que es una obra muy potente —dije.
—Desde luego, eso me da mucho en qué pensar. Soy Janice Orlofsky. Trabajo para la revista Artforum. —Me tendió la mano.
Se la estreché y le dije:
—Yo soy Bryce Canyon.
—Tiene usted una gran pasión por el arte, ¿no es cierto, Bryce?
—Supongo que sí.
En aquel momento apareció mi madre con un atuendo especialmente raro: gafas oscuras, un mono con muchas cremalleras y bolsillos y unos zapatos nuevos que en realidad no eran más que unas pocas tiras de cuero sobre un alto tacón de aguja. Se la veía un tanto incapacitada por los zapatos y las gafas y avanzó tambaleante por la galería, tropezando con algunos cubos de basura. Pasó por nuestro lado sin saludar y se metió en su despacho.
Traté de pensar un chiste al estilo de «¿qué obtienes del cruce entre Helen Keller y un piloto de caza anoréxico?», pero antes de poder hacerlo Janice me preguntó:
—¿No era esa señora Marjorie Dunfour?
El instinto me impulsaba a decir que no, pues estaba seguro de que si mi madre fuese una propietaria de galería de arte como Dios manda habría reconocido a Janice Orlofsky de Artforum y se habría detenido a hablar con ella, pero me sentía tan confuso por todo lo que había sucedido aquella mañana o lo que había sucedido en las últimas veinticuatro horas (o cuanto había sucedido en mi vida) que lo más fácil parecía ser decir la verdad y respondí que sí.
Janice abrió su cuadernillo y anotó algo (probablemente algo cruel y condenatorio acerca de mi madre), se lo guardó en el bolso, un curioso bolso en forma de fiambrera que estuvo en boga a comienzos de los años setenta, giró sobre sus talones y se marchó, echando por el camino alguna cosa a uno de los cubos de basura. (La receta de una «limpia y suave depilación con azúcar», un método casero pero que comercializa la cadena de farmacias Duane Reade. Luego publicó una reseña de la exposición en Artforum [vol. XLII, nº 2]: «Artista desconocido, medios diversos». Galería Dunfour & Asociados, 16 de julio-31 de agosto, 2003. ¿Cuándo la basura es solo basura? Cuando hiede).
Aquella tarde, en la consulta de la doctora Adler, intenté buscar el modo de hablarle de lo sucedido la noche anterior con John y, mientras trataba de pensar, al parecer sin resultado, la doctora me dijo:
—¿Sabes? Hasta ahora no hemos hablado del 11 de septiembre.
Era extraño y desconcertante que dijera eso. Como he mencionado, la doctora Adler hablaba poco durante nuestras sesiones y casi nunca planteaba un tema o incitaba al diálogo. La miré para ver si se daba cuenta de que estaba actuando de una manera rara en ella, pero, naturalmente, no se daba cuenta y se limitaba a sonreírme con su sonrisa genérica y carente de significado, la cabeza un poco inclinada, a la espera de que le respondiera.
—Hay muchos días de los que no hemos hablado.
Ella no dijo nada y, cuando tuve claro que no iba a añadir nada más, dijo:
—¿Prefieres que no hablemos del 11 de septiembre?
—Supongo que se refiere al 11 de septiembre de 2001 —respondí.
—Sí, así es.
—Me gustaría saber cuánto tiempo tardó la gente en empezar a referirse al 6 de diciembre como Día de Pearl Harbor. ¿O acaso lo hicieron de inmediato? ¿Sería al día o a la semana siguientes cuando empezaron a preguntar: «¿Dónde estabas el Día de Pearl Harbor?» en vez de preguntar: «¿Dónde estabas el 6 de diciembre?»?
—Creo que el Día de Pearl Harbor es el 7 de diciembre —dijo ella, y sonrió tímidamente, incapaz de enmascarar su satisfacción al corregirme.
—Como sea —dije.
—Bien, ¿cómo te gustaría referirte al 11 de septiembre?
—Preferiría no referirme a ese día.
—¿Por qué razón?
—Me parece injusto tener que explicar por qué no quiero referirme a algo que usted ha sacado a relucir y a lo que, como acabo de decirle, no quiero nombrar.
Ella no me respondió con una de sus incitaciones a que me dejara de tonterías porque no pensaba seguirme el juego. Ignóralo y se irá, le decía mi madre a Gillian cuando éramos pequeños y yo le daba la lata. Ignóralo, lo único que quiere es que le hagas caso. Vista en retrospectiva, esa actitud parece un tanto cruel: reconocer y rechazar al mismo tiempo el deseo de atención por parte de alguien, sobre todo de un niño. Lo único que quiere es que le hagas caso, como si fuese malo querer que estén por ti, como si eso fuese equiparable a querer dinero o poder o fama. Tal vez ese sea el motivo por el que ahora prefiera que me ignoren: me distorsionaron de alguna manera irreversible. Pensé que la terapia es una manera ineficaz de enderezar las maneras irreversibles en que nos han distorsionado, como tratar inútilmente de desenredar una gran maraña de nudos que es imposible desenredar.
—La verdad es que no tengo nada que decir sobre el 11 de septiembre —añadí.
—¿Nada?
—Eso es. Me fastidia mucho la manera en que la gente habla de ello, todo el mundo diciendo dónde estaba, qué vieron, a quién conocían, como si eso tuviera alguna importancia. O te dicen que en Ohio la gente hace terapia contra el dolor, como si les hubiera ocurrido a ellos.
—¿Crees que a la gente no le afectó lo ocurrido?
—Sí, claro, tal vez les afectara, pero no iban en uno de los aviones ni saltaron desde uno de los edificios y por eso creo que deberían callarse.
—La verdad es que no acabo de entenderte —dijo ella.
—Pues bueno, no me entienda.
—Pero quisiera comprender tu razonamiento. Qué es lo que piensas. Fuiste al colegio Stuyvesant, ¿no es cierto?
—Creo que ya sabe que fui al colegio Stuyvesant.
—Sí, James, pero a veces una puede hacer preguntas cuya respuesta ya conoce. Se trata de una práctica comúnmente aceptada.
—Preferiría que me preguntara lo que desee preguntarme en vez de trampear conmigo.
—Trampear… es una palabra interesante.
—La verdad es que no sé cómo una palabra puede ser más interesante que otra.
Ella hizo una pausa antes de replicar:
—Fuiste al colegio Stuyvesant, un centro que está muy cerca de la Zona Cero. Así pues, supongo que tu experiencia de aquel día fue especialmente intensa.
—Sé que va a pensar de mí que soy agresivo adrede, pero realmente detesto ese término.
—¿Qué término?
—Zona Cero.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Me parece un eufemismo, algo que podrían decir en una película de James Bond. Y se ha convertido en un destino. La gente dice: «Vamos a la Zona Cero» como dice: «Vamos al Rockefeller Center» o «Vamos al estadio de los Yankees».
—¿Cómo te gustaría referirte a ese lugar?
—No lo sé. El solar del World Trade Center. El sitio donde estuvo el World Trade Center. «Vamos al solar donde estuvo el World Trade Center antes de que los terroristas estrellaran un avión contra él y lo derrumbaran».
—De acuerdo. Puesto que Stuyvesant está muy cerca del solar donde estuvo el World Trade Center, imagino que tu experiencia de ese día fue intensa.
—Creo que ese día fue intenso para todo el mundo.
Ella sacudió la cabeza con el semblante entristecido.
—Estoy de acuerdo contigo, pero no me refiero a eso. Estabas al otro lado de la calle donde se encontraban las torres. Supongo que viste cuanto sucedió. No creo que todo el mundo tuviera esa experiencia.
Era cierto que lo habíamos visto todo desde las ventanas del aula. No le respondí enseguida.
Pensé en algo que había leído en el periódico uno o dos meses después del 11 de septiembre de 2001. Se refería a una mujer a la que nadie sabía desaparecida. Nadie la había echado de menos. Nadie informó de su desaparición. Ni familiares ni amigos. Sus vecinos no se dieron cuenta. Se trataba de una persona muy reservada y llevaba una vida tan solitaria que su ausencia no afectó a nadie. Tan solo su manicura cayó en la cuenta. Iba todas las semanas a arreglarse las uñas y, como no aparecía y no era posible localizarla, la manicura avisó a la policía. Irrumpieron en su piso. Encontraron un pájaro, un loro o algo por el estilo, muerto en su jaula, y, naturalmente, ni rastro de ella, solo el periódico del 11 de septiembre todavía abierto sobre la mesa de la cocina. Y lo había abierto más de un mes antes de que alguien pensara en la posibilidad de su desaparición y, de no haber sido por la manicura, nadie lo habría sabido jamás.
—Estaba pensando en la mujer que murió el 11 de septiembre y de la que nadie supo que había desaparecido —le dije a la doctora—. ¿Leyó la noticia?
—Creo que no.
Le conté la historia de aquella mujer y ella me dijo que había oído hablar de varias personas así, personas que habían muerto pero cuya desaparición nadie había notado, por lo menos de inmediato. Me preguntó por qué creía que estaba pensando en aquella mujer.
Esa pregunta me puso muy triste. Triste y con una sensación de derrota, porque no tenía duda de que ella sabía por qué pensaba en aquella mujer. Pensaba en mi propia tendencia a la soledad y en que podría acabar como aquella mujer, tal vez con un pájaro o un perro, probablemente un perro, porque sé que los pájaros son buenas mascotas pero creo que hay algo repulsivo en ellos, a solas con una vida que no entraría en contacto con otras ni se les superpondría, una especie de vida herméticamente sellada. La doctora Adler sabía que eso era lo que pensaba y quería que lo dijera, que me «expresara», porque creía que, al articular esos pensamientos, podría trascenderlos o librarme de ellos, pero lo que no sabía era que la historia de la mujer desaparecida de aquel modo no me entristecía, no consideraba trágico que hubiera abandonado el mundo sin llamar la atención. Me parecía hermoso. Morir así, desaparecer sin rastro, hundirte sin turbar la superficie del agua, sin que ni siquiera saliera a la superficie una burbuja reveladora, como abandonar sigilosamente una fiesta de modo que nadie repare en que te has ido.
—¿Qué te ha hecho pensar en esa mujer? —me preguntó de nuevo la doctora Adler.
—No lo sé. Se me ha pasado por la cabeza.
La mirada que me dirigió la doctora Adler decía: «Sí, pero ¿por qué se te ha pasado eso por la cabeza?». Y tuve la sensación de que era correcto pensar en la señora del loro y no pensar en por qué razón pensaba en ella si sabía por qué razón pensaba en ella; y quería decirle a la doctora Adler que al pedir una explicación de esas cosas se estaba perdiendo otros aspectos. Me dije: «Basta con que haya pensado eso, no es necesario que lo diga. No tengo necesidad de compartirlo. La mayoría de la gente cree que las cosas no son reales si no se expresan verbalmente, y que es el acto de expresarlas y no el de pensarlas lo que las legitima. Supongo que por ese motivo uno siempre quiere que otro le diga “te quiero”. Yo pienso lo contrario, que los pensamientos son más reales cuando se piensan, que expresarlos los distorsiona o diluye, que es mejor que permanezcan en la oscura capilla de aeropuerto de tu mente, donde el clima está controlado, que si los sueltas y les da el aire y la luz se alterarán, como una película fotográfica expuesta por accidente». Por ello, en vez de responder a su pregunta, le dije:
—Ayer hice algo que estuvo muy mal.
Ella pareció un poco alarmada, pero lo superó enseguida.
—¿Sí? ¿Qué hiciste?
Le conté lo que le había hecho a John y cómo había reaccionado él.
Ella guardó silencio durante un momento. Comprendí que aún pensaba en la mujer del loro y el 11 de septiembre, que trataba de imaginar la relación que había entre eso y John y se preguntaba cómo debería planteármelo. Esa era la otra cosa que empezaba a irritarme de la terapia: la suposición de que todo estaba relacionado y, cuantas más relaciones pudieras establecer, tanto mejor. Me recordaba aquellos rompecabezas que hacíamos en primaria, en los que trazabas líneas entre figuras iguales en diferentes columnas y finalmente tenías demasiadas líneas y todo estaba conectado en una gran maraña.
—¿Por qué crees que hiciste eso? —me preguntó la doctora.
—Creo que quería demostrar que podía ser esa otra persona, alguien capaz de atraer a John. Y pensé que si podía concebir a esa persona y convencer a John de que existía, entonces, de alguna manera, yo podría ser esa persona o aspirar a serlo. Sé que parece estúpido, pero a mí me parecía inteligente. No me di cuenta de que estaba engañando a John.
—Así pues, ¿te interesa John?
—¿Si me interesa? ¿Qué quiere decir?
—Creo que sabes lo que quiero decir.
No dije nada. Pensé que preferiría no haber sacado aquello a relucir y estar hablando todavía de la señora desaparecida.
—¿Qué querías que pasara anoche con John? —me preguntó ella.
—No lo sé —respondí—. No sé qué es lo que pasa cuando dos personas tienen mutuo interés… ¿o se dice que se interesan una por la otra? Nunca estoy seguro de cómo es mejor decirlo.
—No creo que importe.
—Claro que importa. Una manera debe de ser correcta y la otra no. Y si no te esmeras por decirlo bien, estás causando…
—¿Causando qué?
—Una decepción al mundo. Las pequeñas cosas, como usar correctamente el lenguaje, son lo que hace funcionar al mundo. Funcionar correctamente, quiero decir. Si no hacemos caso de esas pequeñas cosas, el caos se impondrá. Esa clase de errores son pequeñas grietas en la presa y usted cree que no importan, pero se acumulan, sus errores y los de todos los demás, y entonces sí que importan.
—Pero a veces no hay reglas claras y creo que en este caso da lo mismo decirlo de una manera que de otra.
—¿Cómo sabe que da lo mismo? —pregunté, pensando que lo decía para salir del paso.
—El inglés es mi segunda lengua. Cuando estudias una nueva lengua, aprendes esa clase de cosas.
No había sabido que el inglés era la segunda lengua de la doctora Adler. Supuse que debía de ser alemana, pero no tenía ningún acento, por lo menos ninguno que yo pudiera distinguir. Quienes hablan más de una lengua siempre me dan una lección de humildad. Parece que con dos o más vocabularios no solo puedes decir muchas más cosas y hablar con muchas más personas sino que también puedes pensar más. A menudo tengo la sensación de que quiero pensar algo pero no puedo encontrar el lenguaje que coincida con el pensamiento, por lo que se queda reducido a una sensación, a un pensamiento no formado. A veces me parece que estoy pensando en sueco sin conocer esa lengua.
—Has mencionado tu experiencia con John y entonces has cambiado de tema —dijo la doctora Adler—. ¿Por qué crees que has hecho eso?
—¿He cambiado de tema?
—Me parece que sí. Te has puesto a hablar de la lengua, del uso de las palabras.
—Bueno, todo está relacionado —respondí, solo porque no me gustaba que me acusara de haber cambiado de tema, cosa que no había hecho adrede. Desde luego, eso tiene poca importancia en la consulta de un loquero, porque no le interesan realmente las cosas que haces adrede.
—¿Cómo se relacionan?
¿Cómo puede equipararse engañar a John Webster y hacer el ridículo en el Museo Frick con el uso apropiado de las palabras? Parecía una de esas preguntas imposibles de las pruebas de aptitud universitaria, en las que ni siquiera sabes qué te están preguntando, así que no digamos responderlo. Pero, de repente, lo comprendí.
—Ambas cosas se refieren a la manera correcta o apropiada de hacer algo. Hay una manera correcta y adecuada de usar las palabras y hay una manera correcta y adecuada de mostrarse con los demás. Yo me he portado mal con John y lo lamento, por lo que trato de compensarlo mediante la obsesión con el lenguaje, que es más fácil de controlar que el comportamiento.
Me sentía muy impresionado por esa respuesta, pero la doctora Adler me miraba fijamente, como si todavía estuviese esperando que le respondiera. Parecía un poco absorta y me pregunté si me había oído siquiera. Sabía por experiencia que esa era una táctica que empleaba para hacerme continuar, pero me parecía que, habiendo respondido ya a su pregunta, me merecía alguna respuesta.
—¿Qué opina de eso? —le planteé.
Ella no dijo nada y se limitó a encogerse ligeramente de hombros, como si no tuviera una opinión muy formada. Entonces se irguió un poco en su asiento.
—Creo que eres muy listo —me dijo, pero de su tono se desprendía que era yo quien me consideraba muy inteligente.
Me había herido con su mezquindad y no le contesté. Pensé en la expresión «Es demasiado listo». Cuando estudiaba el segundo curso, mi profesor anotó en mi boletín de calificaciones: A veces James es demasiado listo. Me pareció una especie de acertijo, como el de blanco, negro y rojo por todas partes,[4] y le pregunté a mi madre qué significaba. «Significa que hablas demasiado», me respondió.
—Bien —dijo la doctora Adler, tras un momento de silencio—. Se nos ha terminado el tiempo.