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Lunes, 28 de julio de 2003

Cuando llegué a casa, un hombre estaba sentado en el sofá de la sala y lloraba. Se inclinaba adelante, con la cabeza apoyada en las manos, cubriéndose la cara; pero supe que lloraba por el sonido que emitía. Por un momento pensé que debía de ser mi padre, porque no se me ocurría qué otro hombre podría estar llorando en nuestro piso, pero cuando cerré la puerta aquel hombre me miró. Y era el señor Rogers. Siguió encorvado, volvió a ponerse las manos en la cara y lloró tal vez durante medio minuto más. Entonces dejó de hacerlo bruscamente, como si estuviera conectado a un temporizador y lo hubieran detenido. Se irguió en su asiento y me miró de nuevo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunté y, aunque no me había propuesto tal cosa, pareció que estaba interrogándolo.

—Tu madre me pidió que viniera a recoger mis cosas —respondió—. Y a dejar mis llaves. —Levantó un llavero y lo hizo tintinear.

—Ah. Pues ahora no está en casa.

—Lo sé. Por eso he venido. Me ha pedido que viniera durante su ausencia. Dijo que no quiere volver a verme nunca más.

Pensé que yo no estaba en condiciones de refutar o corroborar esas palabras, por lo que no dije nada, pero el señor Rogers me miraba como si esperase una respuesta.

—Bien, ¿necesitas mi ayuda? —le pregunté.

—No, a menos que quieras prestarme un hombro sobre el que llorar.

Supuse que lo decía en broma, pero parecía tan sincero que no estuve seguro. Intenté sonreírle, dándole a entender que me apenaba y lo encontraba divertido al mismo tiempo. Mi expresión debía de ser extraña, porque me dijo:

—No es necesario que me mires así, James.

—Perdona —le dije, y me dirigí al pasillo.

—¿Qué te ha dicho ella? —le oí decirme.

—¿Qué?

—¿Qué te ha contado tu madre?

—¿Sobre qué?

—¿Qué te ha dicho sobre lo que nos ocurrió en Las Vegas?

Giré sobre mis talones y lo miré.

—Me dijo que le habías robado las tarjetas de crédito mientras dormía y las habías usado para perder unos tres mil dólares.

El señor Rogers no dijo nada y me miró como si creyera que yo iba a continuar. Supongo que esperó hasta que estuvo claro que no iba a decir nada más.

—Legalmente, una vez casados, las tarjetas eran de titularidad común. ¿Te dijo algo más?

—No. ¿Es que hiciste algo más?

—Hice muchas cosas —respondió—. Si pasas unos días en Las Vegas con alguien, haces muchas cosas.

Esa era exactamente la clase de afirmación idiota que el señor Rogers tendía a hacer y que, cuando lo conocí, hizo que me formara una mala opinión de él.

—Quiero decir si hiciste algo más que pudiera haber molestado a mi madre.

—Al parecer, todo lo que hago le molesta a tu madre. Ojalá hubiera llegado a esa conclusión antes de casarse conmigo.

—Pero en ese caso dudo de que se hubiera casado contigo.

—Ese fue mi razonamiento.

—Tal vez si le hubieras robado el dinero antes de casaros, no habría tomado esa decisión.

—No se lo robé —dijo el señor Rogers—. Como te he explicado, el dinero era de los dos. Y, en cualquier caso, lo tomé prestado. Tenía intención de devolverlo. La verdad es que planeaba ganar mucho dinero y devolverle más del que había invertido.

—No creo que fuese un plan muy bueno, la verdad —le dije.

—Lo sé. —Se recostó en el sofá y entonces se llevó el brazo a la espalda y sacó uno de los huesos de cuero crudo de Miró, que a este le gusta esconder entre los cojines. El señor Rogers lo miró de un modo inquisitivo y lo tiró al suelo. Se restregó las manos y exhaló un suspiro—. Eso es lo triste del asunto. Sabía que era un mal plan. Incluso mientras lo estaba poniendo en práctica, lo sabía. Me dije que sería estupendo, que ganaría mucho dinero, sería feliz y ella también, la llevaría a ver a esos domadores de leones amariconados, tomaríamos champán y comeríamos huevas de pescado, pero, claro, sabía que era un error, un terrible error. Y de todos modos lo hice. Es lo terrible de tener una adicción. Incluso cuando estás haciendo eso que tanto te gusta, sabes que está mal, sabes que eres débil y sabes que probablemente te estás arruinando la vida.

Ese discurso me tomó por sorpresa y no estuve seguro de cómo debía responder. El señor Rogers volvió a apoyar la cabeza en las manos, pero no emitió ningún sonido.

—¿Te refieres a caviar? —le pregunté al cabo de un momento.

No sé por qué lo hice. Tenía la sensación de que debía decirle algo y eso fue lo único que se me ocurrió. Él me miró.

—¿Qué?

—Has dicho que comerías huevas de pescado.

—Las huevas de pescado son caviar.

—Lo sé, pero la mayoría de la gente las llama caviar.

—Pues yo las llamo huevas de pescado —dijo—. ¿Cuál es el problema?

—Ninguno.

—¿Crees que eres mejor que yo porque dices caviar? —El señor Rogers me dirigió una de esas miradas que se suelen describir como «fulminantes»—. Nunca te he gustado, ¿verdad? Eres un cabroncete arrogante, un hijo de puta que no tiene ni puñetera idea de nada. —Se levantó del sofá con una exagerada lentitud, como si su situación fuese demasiado abrumadora para él, y cogió la maleta que estaba en el suelo. La puso suavemente sobre el sofá y la examinó con detenimiento, como si pudiera ser una maleta equivocada. Entonces le dio unos golpecitos afectuosos, como si fuese su verdadero amor y la estuviese rescatando del atroz ambiente de nuestro piso. Me miró—. He dejado en el dormitorio el Nordic Track, esa mierda para esquiar. Puedo volver y llevármelo o puedes quedarte con él. O dejarlo en la calle. Tíralo por la ventana. Haz lo que te parezca.

En los primeros y eufóricos días del idilio entre el señor Rogers y mi madre, esa época en que la gente, al parecer, cree en la posibilidad de los milagros, él había comprado un simulador de esquí Nordic Track y lo había instalado en el dormitorio de mi madre, donde se proponía esquiar veinte minutos cada noche antes de acostarse, a fin de recuperar la (supuesta) plenitud de su cuerpo.

—No te preocupes —le dije—. Yo me encargaré.

—Supongo que este es para mí el final del camino —dijo el señor Rogers—. Por lo menos el de este camino en concreto.

Pensé en decirle que los trámites del divorcio y el proceso penal que mi madre pudiera iniciar contra él prologarían el camino, pero no lo hice, porque tenía un aspecto muy penoso, de pie, con su maleta, como el dibujo de Willy Loman en la portada de La muerte de un viajante.

—Bueno, adiós —le dije.

—Sí, eso es. Bueno, adiós.

Se me acercó y durante un instante terrible temí que fuera a abrazarme, pero extendió el brazo y me dio las llaves. Entonces se volvió y fue hacia la puerta, que yo no había cerrado al entrar.

Esperé, atento al sonido de sus pisadas escaleras abajo y el golpeteo de la maleta en cada escalón y, entonces, cuando estuve seguro de que se había ido, cerré la puerta con llave y eché el pestillo. Tenía la extraña sensación de que había alguien más en el piso. Debía de ser por la impresión recibida al abrir la puerta y ver al señor Rogers sentado en el sofá, pero temía que todas las demás habitaciones estuvieran ocupadas por desconocidos, así que recorrí el piso, examinando habitación por habitación. Naturalmente, no había nadie más que Miró, que dormitaba en la cama de mi madre. Levantó la cabeza, me miró con desinterés, exhaló un suspiro crítico y volvió a ponerse cómodo. Observé que en el suelo, al lado de la cama, había un papel doblado y supuse que Miró lo había hecho caer. Lo recogí y desdoblé. Se trataba de una nota que el señor Rogers dirigía a mi madre:

Querida Marjorie:

Estoy muy triste y decepcionado. Siento haberme fallado a mí mismo, pero lamento mil veces más haberte fallado a ti. No sabes cuánto lo lamento: haberle fallado a la persona que me devolvió la vida. Espero que sepas que siempre te querré. Soy un estúpido y es muy poco lo que sé de la capacidad de perdonar, pero si fueras capaz de perdonarme sé que jamás volvería a decepcionarte. Por favor, dame esa oportunidad. Tu marido que te ama,

Barry

Pensé que tal vez debería tirar la nota. Sabía que disgustaría a mi madre y, como no iba a volver con el señor Rogers, ¿qué sentido tenía que la leyera? Ya la había disgustado una vez, ¿para qué darle otra oportunidad? Entonces recordé que en Tess, la de los Urberville, Angel Clare no encuentra la nota que Tess desliza por debajo de la puerta porque el papel se mete debajo de la alfombra y que ese es el motivo principal de que sucedan muchas cosas atroces y ella acabe muerta, por lo que decidí no inmiscuirme en el curso natural de los acontecimientos.

Me preparé un bocadillo de huevo frito, me comí el único yogur con sabor a fresa que quedaba en el frigorífico y fui a mi dormitorio. Me senté ante el ordenador y busqué casas en Indiana, viviendas de tres dormitorios y dos baños construidas antes de 1950 y disponibles por menos de doscientos mil dólares. Había muchas, algunas muy bonitas, hechas de piedra, de auténticas piedras que no son idénticas, con porches cubiertos y pilas para pájaros en el jardín delantero, esos jardines con grandes y viejos árboles que se elevan por encima de la casa, unos árboles que tal vez caerían sobre la casa si los alcanzara un rayo, aunque probablemente eso nunca ocurrirá.

Poco después de las once oí que mi madre y Gillian volvían a casa. Habían ido a ver Larga jornada hacia la noche, un regalo a Gillian por su vigesimoprimer aniversario. Ninguna de las dos parecía pensar que ver una tragedia de cuatro horas de duración sobre la familia más dramática y disfuncional que ha existido jamás era una extraña manera de celebrar un cumpleaños, pero tal es la dinámica de mi familia. La puerta de mi habitación estaba cerrada y mi madre llamó suavemente.

—¿Qué? —pregunté.

—¿Estás despierto?

—No.

—¿Has sacado a Miró?

—No.

—¿Lo sacarás antes de acostarte?

—Sí.

—Buenas noches —me dijo. Parecía cansada.

—¿Qué tal la obra? —le pregunté.

—Muy buena —respondió—, pero larga. Estoy agotada. Buenas noches.

—El señor Rogers ha estado aquí.

—Ah. Le dije que viniera a recoger sus cosas. ¿Lo has visto?

—Sí, estaba aquí cuando entré.

—Vaya, si ha sido incómodo para ti, lo siento.

—No te preocupes.

—Bueno, no volverás a verlo.

No dije nada, porque pensé «¿Y cómo lo sabes?». Podría verlo mañana en la calle. Tal vez leerás su nota, lo llamarás y vendrá aquí esta noche.

—Que duermas bien.

—Lo mismo digo.

Unos minutos después Gillian llamó a mi puerta.

—¿Puedo entrar?

Tras los intercambios con John, el señor Rogers y mi madre, no tenía ganas de hablar con nadie más aquella noche.

—No, vete —le dije, lo cual, claro, no impidió que entrara.

Tras mirar a su alrededor, se sentó en mi cama, como si solo hubiera querido entrar en la habitación, no hablar conmigo.

—¿Qué quieres? —le pregunté al cabo de un momento.

—Mamá me ha pedido que hable contigo.

—¿De qué?

—¿De qué crees? De esa tontería de que no vas a la universidad y te mudas al medio oeste.

—No es una tontería.

—Sí, James, lo es. Me ha encargado que venga a decirte que es una tontería. Es una tontería, James.

—No me importa. Lo que para unos es una tontería para otros está lleno de sentido.

—Eres muy listo, James. Deberías escribir un librito de aforismos.

—Que te den —le dije.

Gillian guardó silencio durante un rato.

—En serio, James —dijo finalmente—. Me gustaría que superases todo esto y fueras a la universidad.

—¿Por qué te importa que vaya a la universidad o no?

—La verdad es que no me importa, pero mamá me ha dicho que si podía convencerte para que vayas, conseguirá que papá me compre un Austin Mini Cooper descapotable como regalo de graduación. Así que, ya ves, si cooperas y dejas de ser tan tonto, todos seremos felices: mamá, papá y yo.

—¿Y yo qué?

—También serás feliz. O por lo menos no lo serás menos que ahora. Y si he de serte sincera, James, creo que serías más feliz. Que odiaras el instituto no significa que vayas a detestar también la universidad.

—No odiaba el instituto.

—Bueno, quizá me engañaras. ¿Es que me perdí algo? No recuerdo que te eligieran Míster Simpatía.

—El hecho de que no me acostase con cualquiera en el instituto no significa que lo detestara.

—Por eso era yo tan popular, pero no estamos hablando de mí, James, sino de ti. No sé qué es lo que te asusta.

—No me asusta nada.

—¿Cuál es entonces el problema?

—No voy a la universidad porque esté asustado sino porque no quiero ir.

—Sí, pero, ¿por qué no quieres ir? Si no se trata de temor, ¿cuál es el motivo?

—El motivo es que no quiero que te regalen un Mini Cooper descapotable.

—Muy divertido, James.

—Es cierto. La razón de que no vaya a la universidad es que no quiero participar en un mundo que conlleva unas maquinaciones tan desvergonzadas.

—Mira, James, siento darte la noticia, pero hay un único mundo y está lleno de desvergonzados maquinadores.

—Lo sé, no soy tonto.

—¿Qué te pasa entonces? O eres tonto o estás asustado.

—Sí, y tú o eres una pirada o un marimacho.

—Insultos, James, el último recurso de las mentes pequeñas.

—Bueno, tú me has dicho que soy tonto o estoy asustado.

—Eso son adjetivos, describen cosas; nada que ver con sustantivos, que nombran cosas. Como marimacho, que, por cierto, es una palabra inaceptable y repugnante porque solo se aplica a las mujeres.

—Bueno, se aplica a ti —dije.

—Creo que no estamos haciendo ningún progreso —dijo Gillian.

—¿Entonces por qué no te largas y me dejas en paz?

—Eso no sería propio de mí, James. Creo que los dos sabemos que soy más tozuda que tú y, además, me parece que quiero el Mini Cooper con más fuerza de la que tiene tu deseo de no ir a la universidad, por lo que si el cerebro no te hubiera dejado de funcionar, tomarías la decisión de ir a la universidad y ahorrarnos a todos mucho tiempo y problemas.

—Mira, aunque decidiera ir a la universidad, cosa que no va a suceder, le dejaría a mamá bien claro que la decisión ha sido exclusivamente mía y que tú no has influido para nada en ella, de modo que no te comprarían ese estúpido coche.

Gillian no protestó. Se puso de pie y empezó a dar vueltas por mi habitación, mirando los objetos y tocándolos.

—No te lo creerás, pero cuando fui a la universidad estaba asustada. Creo que la mayoría de la gente lo está, por mucha confianza que tengan en sí mismos o muy populares que sean. En cierto sentido empiezas una nueva vida y eso es algo que asusta. Y al principio la detestaba. ¿Te acuerdas de aquella horrible compañera de clase que tenía, Julianna Schumski, que se parecía a Bozo el Payaso y no paraba de tirarse pedos? Y todo el mundo parecía retrasado mental o extraterrestre. Aquello era espantoso. ¿Pero pienso que ojalá no hubiera ido nunca a la universidad? Pues no.

—Es curioso, pero tu discursito no me conmueve lo más mínimo.

—A ver qué te parece esto entonces: vas a la universidad, yo consigo el Mini Cooper y después abandonas los estudios y te vas a vivir a un iglú si te apetece.

—A ver qué te parece esto: cállate y déjame en paz.

—Eres agotador, James. Tal vez sería mejor para todos que te fueras a vivir a un iglú. —Abrió la puerta, pero no salió, sino que se detuvo en el umbral—. ¿Ha llamado Rainer Maria?

—No lo sé —respondí—. El teléfono ha sonado varias veces, pero no lo he cogido.

—¿Por qué no?

—Porque no esperaba ninguna llamada.

—Claro… Nunca te llama nadie, ¿verdad?

—Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos.

Gillian sacudió la cabeza y salió, cerrando la puerta. Esperé unos minutos y me llevé a Miró a dar un paseo. Dimos lentamente la vuelta a la manzana y entonces nos sentamos en los escalones de la entrada de casa. A Miró le gusta sentarse en el escalón superior y contemplar desde ahí a la gente y los perros que pasan. A mí también me gusta, sobre todo bien entrada una noche de verano, pues es como un desfile lento y oscuro. Pasaron un hombre y una mujer jóvenes, él apuesto y ella guapa, él con traje de lino rayado y ella con un vestido de verano pasado de moda, un poco separados mientras hablaban, él mirando adelante y ella con los brazos cruzados sobre el pecho, abrazándose a sí misma, mirándose los pies, los dedos que le sobresalían de las sandalias, ambos con la misma sonrisa alegremente contenida en los labios; y supe que se habían enamorado hacía poco, tal vez mientras cenaban en un restaurante con jardín o terraza, tal vez ni siquiera se habían besado todavía, y caminaban separados porque pensaban que tenían todas sus vidas por delante para hacerlo cogidos de la mano y querían prolongar la espera del momento en que se tocarían tanto como fuese posible; y pasaron por allí sin mirarnos ni a mí ni a Miró. El hecho de mirarlos desde lo alto de la escalera me entristeció y creo que la causa fue el excesivo encanto de la escena: la noche de verano, las sandalias, sus rostros embelesados, con un júbilo momentáneamente contenido. Tuve la sensación de que había sido testigo de su momento de mayor felicidad, el pináculo, y que ya se estaban alejando de él, pero no lo sabían.

Miró siempre percibe si estoy triste. Me puso la pata en la rodilla y gimió quedamente. Quizá fuese tan solo su manera de decirme que quería volver a casa, comerse su galleta e irse a dormir, pero en cualquier caso su gesto tenía una ternura que me consolaba.

Una vez acostado, oí uno de los cedés de autoayuda que escucha mi madre. El sonido salía por su ventana abierta y penetraba por la mía. Lo escuché tendido en la cama. Una mujer hablaba serenamente, sin inflexiones ni expresividad, y cada frase estaba puntuada por un toque de gong:

El pasado no controla al futuro.

Puedes hacer más de lo que crees.

El amor nunca se desperdicia.

No dejes jamás de aprender.

Busca la belleza.

Dormir y soñar te limpian.

No respetas el sufrimiento ajeno si le concedes el poder de derrotarte.

Ten fe en la naturaleza.

Nadie puede hacer todas las cosas que tú puedes hacer.

Respeta la fuerza y la belleza de tu cuerpo.

Enfréntate a la derrota.

Cree en lo que amas.

Hacer el bien te fortalece.

Ábrete al amor de los demás.

Reinventa tu vida todos los días.

Todo cambia constantemente. Nada dura.

La voz se interrumpió al cabo de unos diez minutos, pero los toques de gong continuaron. Cada toque era más suave que el anterior y el intervalo entre los toques se alargaba más y más, hasta que dejaron de oírse.