10

Junio de 2003

Guardé silencio un momento y contemplé las estanterías de la doctora Adler. Observé que había cambiado de sitio La edad de la inocencia, pues lo había pasado del estante inferior a uno de los superiores. Me pregunté si en ese gesto había algún mensaje para mí o si era un acto azaroso. Probablemente la persona que limpiaba lo había puesto allí.

—¿Y entonces qué ocurrió? —me preguntó la doctora Adler.

—¿Qué quiere decir?

—Creo que sabes perfectamente lo que quiero decir. Es una pregunta bastante sencilla.

—Lo sé. Quería saber por qué me lo preguntaba. Si quisiera contarle lo que ocurrió después, se lo diría.

—¿Ah, sí? No estoy segura de que lo hicieras.

—¿Por qué no habría de hacerlo?

La doctora Adler suspiró fatigadamente, algo que me pareció poco profesional por parte de una psiquiatra.

—Creo que eres lo bastante inteligente como para saber lo que estás haciendo —me dijo—. Y me parece que eso no nos ayuda a ninguno de los dos. Seguramente es precisamente eso lo que te motiva a hacerlo. —Me quedé mirándola. Nunca se había expresado de esa manera y yo estaba sorprendido. Ella sostuvo mi mirada, su expresión era dura, diáfana e inmutable—. A veces no se puede hablar contigo porque lo pones muy difícil. Muchas veces, la verdad. Creas obstáculos. ¿Por qué crees que haces eso?

—Porque no quiero que la gente me hable —respondí.

—¿Por qué?

—No lo sé. No quiero, sencillamente.

—Creo que sí lo sabes —dijo ella.

—¿No podríamos dejarlo correr? ¿No puedo limitarme a contarle lo que ocurrió a continuación?

—Déjalo correr si lo prefieres y cuéntame lo que quieras.

—¿Y si quiero dejarlo correr todo y no decirle nada?

—Entonces supongo que, entre otras cosas, deberías dejar de venir a verme.

Se echó atrás en su asiento (en un momento determinado y, sin que me diese cuenta, se había inclinado adelante), se cruzó de brazos y me miró amable y pacientemente, como si pudiéramos estar allí sentados por siempre jamás. En su rostro apareció una leve sonrisa, como si recordara algo bastante grato sucedido hacía mucho tiempo.

No sé por qué, pero fue un momento agradable, uno de esos momentos en los que todo parece estar en su lugar. Los lápices en la taza del Museo Guggenheim sobre su mesa, inclinados en distintos ángulos y direcciones, como esos bellos arreglos florales en apariencia informales pero que requieren una gran pericia artística, me daban la impresión de que eran el centro del Universo y que todo se expandía a su alrededor, todos los demás objetos sobre la mesa, el consultorio, el edificio, la manzana de casas, la ciudad y el ancho mundo.

—Me gusta mucho que todo esté donde está —le dije.

Ella asintió como si entendiera de qué le estaba hablando.

—Lo que ocurrió a continuación fue que el autobús se dirigió al distrito de Columbia, me apeé en un barrio elegante con muchos hoteles bonitos, entré en el más bonito de todos y usé la tarjeta de crédito de mi madre para registrarme. Estaba preocupado porque no llevaba maleta y en las películas los empleados de hotel siempre sospechan de la gente que se registra sin equipaje, pero eso no parecía ser ningún problema en aquel hotel. Entonces subí en el ascensor y utilicé la pequeña tarjeta que servía de llave para entrar en la habitación. Era como debe ser una habitación de hotel, estaba muy limpia y silenciosa. Y había algo en aquel silencio que me producía una sensación rara, como si no debiera hablar ni moverme para no turbar la quietud que había allí. Quería permanecer en la habitación lo menos posible, afectarla lo mínimo con mi presencia. Por eso me tendí con mucho cuidado en la cama, procurando no desordenar el edredón.

»Allí acostado, pensé en lo que había hecho. Sabía que abandonar el teatro estaba mal y que no volver al autobús también estaba mal, pero eso ya no tenía remedio, así que no hice nada. Pensé que lo mejor que podía hacer sería no hacer nada, de esa manera las cosas no empeorarían. Pensé en ese juramento que hacen los médicos: Ante todo, no perjudiques, y me lo repetí una y otra vez, Ante todo no perjudiques, no perjudiques, no perjudiques… Eso estuvo muy bien, porque no quería hacer ni pensar nada y, en algún momento, me quedé dormido.

»Me pasé la mayor parte del día siguiente deambulando por el distrito de Columbia. Temía encontrarme con «El aula norteamericana» en alguna parte o que pasaran por allí y alguien mirase por la ventanilla del autobús y me viera, pero pronto comprendí que eso no podía suceder. Nadie sabía dónde estaba ni quién era. Hacía un día hermoso, cálido y primaveral, todo verde y floreciente. Los árboles tenían hojas nuevas, hojas limpias, frescas y nuevas, como cogollos de lechuga. Ensalada de la huerta.

»Cuando oscureció regresé al hotel y cené en el restaurante. Se trataba de un restaurante de lujo, malísimo, eso sí, pero como afortunadamente vestía mi ropa de “El aula norteamericana” debí de parecer un joven elegante, recuerdo haberme sentado solo y tomar una cena muy cara y mala, pensando que los demás clientes del restaurante me miraban y se preguntaban quién era y qué hacía allí cenando solo.

»Y entonces subí a la habitación y dormí como la noche anterior, encima del edredón. Creo que pensé que si no dejaba ninguna prueba de mi paso por aquella habitación de hotel, podría sostener no haber estado nunca allí; pensé que mi madre no podría enfadarse conmigo por haber pagado con su tarjeta de crédito una habitación de hotel de trescientos dólares si apenas había tocado nada, si no usaba las toallas ni la bañera con remolino ni los productos de cortesía, todos ellos productos de baño naturales aromatizados con flor de cananga, si no me acostaba entre las sábanas de algodón puro ni ponía pornografia en la televisión… —hice una pausa—. ¿Está a punto de terminar la sesión?

La doctora Adler miró más allá de mí, como si pudiera saber la hora escudriñando el futuro, pero yo sabía que solo estaba mirando el reloj estratégicamente situado en el estante frente a ella.

—No —respondió—. ¿Por qué?

—Porque si no queda tiempo no quiero hablar de lo que ocurrió al día siguiente.

—No te preocupes por eso. No hay ningún paciente más después de ti. ¿Qué ocurrió al día siguiente?

—Al día siguiente me levanté, desayuné en Au Bon Pain y leí The Washington Post. Había una pequeña noticia sobre mi desaparición y una foto. El pie de foto decía: «James Sveck, muchacho inadaptado, desaparecido».

—¿Te estás inventando eso? —me preguntó la doctora Adler.

—No, es la verdad. Yo era el inadaptado desaparecido. Mírelo en Google si no me cree. Entrevistaron a Nareem Jabbar por haber sido la última persona que había hablado conmigo y ella dijo que yo era un inadaptado. Bueno, en realidad dijo que yo no encajaba en el grupo, pero «James Sveck: no encajaba en el grupo y ha desaparecido» no es un buen pie de foto.

—Muy bien —dijo ella—. Continúa.

Estuve callado un momento, porque no me gustaba su manera de darme instrucciones.

—Sabía que nadie me reconocería porque la foto publicada en el periódico era la del anuario del tercer curso, cuando llevaba el pelo largo. Debo admitir que parecía bastante inadaptado.

»Después de desayunar fui a la Galería Nacional. Es increíble que sea gratuita. Puedes entrar, salir y entrar de nuevo. Cuando doy con algo tan bueno, cosa que no ocurre casi nunca, me gusta aprovecharlo, así que salgo por una puerta y entro por otra para disfrutar de la agradable sensación de entrar gratis en un museo. Pasé allí mucho tiempo. Y fue extraño, como si nunca hasta entonces hubiera estado en un museo. Y sentí que era extraordinario poder entrar y mirar todos aquellos cuadros antiguos, bellos y valiosos. Podías mirarlos de cerca, sin nada entre ti y la pintura. Y avancé muy despacio, mirando cada cuadro y percibiendo algo hermoso en cada uno de ellos. Incluso las feas naturalezas muertas de pescados o conejos linchados y hasta las sangrientas pinturas religiosas, si te detenías a examinar pequeños fragmentos, digamos un par de centímetros cuadrados, revelaban su hermosura, y me puse a pensar en la diferencia entre aquellas salas de cuadros y el restaurante-teatro, las gratas sensaciones sobre la vida que me inspiraban aquellas obras y lo mal que me había sentido en el teatro. Sabía que la vida no consiste en elegir entre la Galería Nacional y un restaurante-teatro, pero de alguna manera sentía que los dos no podían coexistir; en un mundo con aquellas obras de arte colgadas en hermosas salas a las que cualquiera que pasara por la calle podía acceder, ¿cómo era posible que existieran también mamás televisivas actuando en una obra de teatro terrible mientras el público las miraba y comía pollo con paprika? Supongo que a la mayoría de la gente eso le parecerá maravilloso, la variedad del mundo, que haya algo para todos, yo no sé por qué me sentía tan cercado, irritado y amenazado por cosas que no me gustan. Sabía que la había cagado y pensé: inadaptado, inadaptado.

»Entonces entré en una pequeña sala donde solo había cuatro cuadros, que recordaba de la última visita que hice a la Galería Nacional, durante mi viaje de octavo a Washington. Son de Thomas Cole y se titulan El viaje de la vida. ¿Los ha visto?

—No —respondió ella—. Creo que no.

—Da un poco de vergüenza, porque son unos cuadros muy sensibleros, malos y estúpidos. Representan las cuatro edades del hombre: infancia, juventud, madurez y vejez. En cada uno hay un personaje en una barca que navega por un río y al que guía un ángel. En el primero hay un bebé en la barca que sale de una cueva oscura. La matriz. Es por la mañana, temprano, y la corriente fluye serena a través de un valle idílico lleno de flores. El ángel está en la barca, de pie, detrás del bebé, y ambos tienen los brazos extendidos para abrazar al mundo ante ellos. En el cuadro Juventud es mediodía y la barca ha avanzado más por el hermoso valle. El bebé se ha convertido en un joven y está de pie, con los brazos tendidos hacia el futuro. El ángel se cierne sobre la orilla, señalando el camino como un guardia de tráfico. Las nubes se han transformado en un fantástico castillo en el aire, rodeado de cielo azul. En Madurez las aguas del río son tumultuosas y el paisaje es rocoso y yermo. Ha oscurecido y el cielo está lleno de nubes de tormenta. El joven es ya un hombre y sigue de pie en la barca, pero ahora junta las manos para rezar mientras la barca se dirige a los rápidos. El ángel está muy lejos, mirándolo a través de un hueco abierto en las nubes, observando la barca que se precipita adelante. Escalofriante. En el último cuadro la barca entra desde el lado contrario de la tela. Es difícil saber la hora, porque el cielo está lleno de nubes oscuras excepto muy a lo lejos, donde descienden haces de luz. Es un momento crepuscular fuera del tiempo. El río está a punto de desembocar serenamente en un enorme y oscuro mar. Un anciano está sentado en la barca y el ángel flota por encima de él, señalando el mar y el cielo oscuros. A lo lejos, otro ángel mira desde las nubes. Las manos del anciano siguen entrelazadas, pero es difícil saber si reza o si ruega al ángel que lo salve antes de penetrar en la enorme y espeluznante oscuridad.

Hice una pausa.

—Conoces muy bien esos cuadros —dijo la doctora Adler.

—La primera vez que los vi, cuando estaba en octavo, pensé que eran extraordinarios. Parecían muy profundos. En la tienda de recuerdos compré un grabado de cada cuadro; no postales, sino grabados. Invertí en ellos el dinero que mi madre me había dado para comprar recuerdos y una vez en casa les puse marcos baratos y los colgué encima de mi mesa, Infancia y Juventud arriba, y Madurez y Vejez debajo. Me gustaba mirarlos. Eran muy convencionales, pero eso me gustaba, me gustaba ver cómo cambiaban los elementos de uno a otro, cómo las nubes eran castillos en uno y nubarrones de tormenta en el siguiente, cómo el fértil valle se convertía en un desierto rocoso. Tenía un amigo del colegio que se llamaba Andrew Mooney y un día vino a casa, vio los cuadros y me dijo que eran estúpidos, una mariconada, así que los quité de la pared y creo que los tiré. En cualquier caso, me olvidé de ellos. —Hice una pausa.

—Sí… —musitó la doctora Adler.

—Me impresionó verlos de nuevo, exactamente tal como eran entonces y en la misma pequeña sala. Resultaba increíble que unas obras pictóricas tan malas se expusieran permanentemente en la Galería Nacional. Y entonces tuve la sensación irracional de que no habían estado allí, de que alguien había conocido de antemano mi visita y los había colgado de nuevo, de que aquello era una especie de trampa o algo por el estilo, pero sabía que eso no era cierto, sabía que llevaban allí colgados… Creo que solo habían pasado cinco años desde la última vez que los había visto, pero parecía muchísimo tiempo. Ya sé que no es posible retroceder en el tiempo, pero eso es lo que me parecía que había hecho: todo lo demás desapareció, aquellos cinco años y el mundo entero, y tuve la sensación de ser dos personas. En serio. Sentía lo que había sentido a los trece años mirando aquellos cuadros y, al mismo tiempo, lo que sentía en aquel momento. Permanecí un buen rato en la sala y una y otra vez me decía que debería marcharme, pero no me iba. Un vigilante iba y venía, mirándome. Y entonces me inquieté al darme cuenta de que quería estar en el último cuadro, Vejez, quería estar en la barca que se deslizaba hacia la oscuridad, quería saltarme la barca de Madurez. El hombre a bordo de esa barca parecía aterrado y no entender su finalidad: ¿por qué dar tumbos por aquellos rápidos traicioneros, en un río que desembocaba en la oscuridad, la muerte? Yo quería estar en la barca con el viejo, que había dejado atrás todos los peligros, con el ángel cerca de mí, guiándome hacia la muerte. Quería morir.

»No lo recuerdo bien, pero creo que me eché a llorar, porque el vigilante vino y me hizo sentarme y la gente se reunió a mi alrededor y me miraron como si fuese un cuadro, vino otro vigilante y quiso sacarme de allí, reaccioné con agresividad, traté de huir, di una patada en la pared con tal violencia que causé un destrozo, el vigilante me persiguió y un hombre que estaba en la sala contigua se abalanzó sobre mí y me retuvo. Creo que pensaban que había robado y estropeado algún cuadro. El vigilante me llevó escaleras abajo, a una pequeña y horrible oficina sin ventanas, donde no había más que otra vigilante, una mujer gorda que tomaba una repugnante comida rápida Taco Bell. Y por alguna razón dedujeron que yo era el «inadaptado desaparecido». Entonces llegaron los polis, me llevaron a la comisaría y estuve allí hasta que mi padre fue a recogerme y aquella noche tomamos un tren de regreso a Nueva York.

»En el tren mi padre me preguntó qué había ocurrido. Le respondí que no era feliz y que por eso había huido y él me dijo que Bla, bla, bla, no puedes huir siempre de lo que no te gusta. No es así cómo funciona la vida. Y le dije que no me conocía ni me entendía, que no era desdichado en ese sentido sino en otro mucho más profundo, tan desdichado que quería morir. Él no dijo nada más, tan solo apartó mi pierna, fue al bar y compró tres de esas botellas en miniatura de Johnnie Walker.

Hice una pausa. La doctora Adler callaba. Parecía un poco distraída. Esperé a que dijera algo, pero ella siguió con la boca cerrada.

—Tuve que escribir una carta a «El aula norteamericana» pidiendo disculpas por las molestias que había causado, y tuve que pagar 213,78 dólares a la Galería Nacional por el destrozo en la pared. Nareem Jabbar me envió una nota pidiéndome disculpas por haberme llamado inadaptado. Decía que lo había dicho con la mejor de las intenciones, que sus palabras significaban en realidad que no encajaba porque era un individualista, no un inadaptado.

La doctora Adler no decía nada. Llevaba una pulsera de la que pendían numerosos dijes y la hacía girar lentamente alrededor de la muñeca, como una noria. Al cabo de un momento, advirtió que la estaba mirando y se detuvo. Sacudió ligeramente el brazalete y entrelazó las manos en el regazo.

—Bueno, ¿se ha terminado el tiempo? —le pregunté.

Esta vez consultó su reloj de pulsera.

—Sí, creo que sí. —Me levanté y fui hacia la puerta—. ¿Estás bien? —me preguntó.

—Claro, ¿por qué no habría de estar bien?

—Hay muchas razones por las que podrías no estar bien.

—Hay muchas razones por las que cualquiera podría no estar bien —repliqué.

—Sí, pero eso no significa que tú estés bien —dijo ella.

Aún estaba de pie ante la puerta, cuando ella hizo algo extraño. Se levantó, vino hacia mí, extendió un brazo por mi lado y me abrió la puerta. Con la otra mano me tocó, muy ligeramente, en el centro de la espalda, y mantuvo la mano allí hasta que hube cruzado la puerta. A un observador le habría parecido que me estaba empujando al exterior, pero no era así. La levedad de su contacto me decía que no era así.