Abril, 2003
Teníamos la noche del miércoles libre, el programa la describía como «Noche de diversión: ¡salida a la ciudad!», mientras que la del lunes era la noche de la CIA y la del jueves «Por tierra, mar y aire: noche de las Fuerzas Armadas». La verdad es que no sé cómo sobreviví hasta el miércoles, pues «El aula norteamericana» me resultó insoportable desde el primer momento.
En la habitación del hotel, en cuanto desplegué la cama supletoria que, por eliminación, iba a ser la mía, tuve la sensación de retroceder a la infancia y de hallarme en desventaja. Mis compañeros de habitación, Dakin [Dakin se sentó a mi lado durante la cena de aquella noche y, cediendo a lo que me parecía un acertado intento de entablar conversación, le pregunté si sabía que el hermano menor de Tennessee Williams se llamaba Dakin. Yo conocía ese dato porque había leído las memorias de Williams y recordaba haber pensado que Dakin sería un buen nombre para un perro, por lo menos un nombre mejor que Miró. En cualquier caso, cuando se lo comenté, Dakin se me quedó mirando con semblante inexpresivo y me preguntó si Tennessee Williams era un cantante de música country. (Creo que pensó en Tennessee Ernie Ford). Le dije que no, que Tennessee Williams era un dramaturgo, y Dakin me miró como si estuviera loco y estuviera tratando de engañarlo de alguna manera, volvió la cabeza al otro lado y no me dirigió más la palabra] y Thomas, estaban sentados en sus camas de adulto y me miraban. Abrí la cama y dejé caer la maleta encima, un gesto que consideré impresionante por su desenfado y por masculino, pero el peso de la maleta hizo que los dos extremos de la cama volvieran a cerrarse con una vehemencia alarmante, engullendo la maleta y sobresaltándome.
—¡Válgame Dios! —exclamé.
No sé por qué me salió ese «Válgame Dios». Nunca lo digo. Mi abuela sí, pero yo no creo haberlo dicho en toda mi vida (como una exclamación, quiero decir), pero había algo en aquella situación que me ponía tan nervioso que dije «¡Válgame Dios!». Nada más decirlo me di cuenta de lo imbécil que sonaba y oí que mis compañeros de habitación soltaban a mis espaldas esa risita entre dientes que siempre indica que se están riendo de ti, no contigo. Pensé en decir «mierda» o «joder» u «hostia puta», pero sabía que eso solo intensificaría por contraste el patetismo del «¡Válgame Dios!», así que no dije nada y empecé a abrir de nuevo la cama con tanta brusquedad que se trabó.
A partir de ahí, todo fue cuesta abajo, como suele decirse. En «El aula norteamericana» participaban cien representantes, dos por cada estado, y estábamos divididos en dos partidos, los washingtonianos y los jeffersonianos. Dos autobuses nos llevaban a todas partes, a los washingtonianos en uno y a los jeffersonianos en otro, y había un jaleo de lo más estúpido y mucho aporreamiento de las ventanillas cuando un autobús adelantaba al otro. No comprendo esa propensión a convertir todo, como conducir desde el edificio Russell de la Oficina del Senado a un Taco Bell, en una competición.
Cada vez que viajábamos en el autobús nos animaban a que nos sentáramos junto a un compañero distinto, pero ya en la primera salida (al Capitolio, el domingo por la mañana), un grupo de estudiantes que se creían de lo más guay y a los que, en consecuencia, se les percibía como tales, se sentaron al fondo del autobús y claramente hicieron suyo aquel territorio. Yo era un estudiante de ciudad que había ido en metro al colegio desde el quinto curso y el mundo de los autobuses escolares me era ajeno. Me resultaba fascinante más bien, desde un punto de vista antropológico. Cada vez que subíamos al autobús, se producía aquel apresuramiento encubierto por conseguir un asiento cerca del fondo, una maniobra interesante de observar porque, naturalmente, no era nada in dar la impresión de que querías ser lo bastante guay para sentarte en el fondo y tampoco era nada in parecer que necesitabas apresurarte a buscar un asiento en el fondo, porque si fueras realmente guay, las reglas ineluctables del Universo asegurarían que te sentaras en el fondo. Solía sentarme en la parte delantera del autobús, al lado de una chica de Pensilvania llamada Sue Kenney, una muchacha briosa y robusta que podría haber usado más desodorante (si es que usaba por lo menos un poco), pero a quien le encantaban todas las cosas y las personas y que ¡NUNCA SE LO HABÍA PASADO TAN BIEN EN TODA SU VIDA! En muchos aspectos parecía ser mi polo opuesto y, curiosamente, se habría dicho que precisamente por eso la combinación resultaba ideal. Ella no parecía reparar en que apenas le hablaba, porque no dejaba de cacarear y señalar a través de la ventanilla las cosas interesantes ante las que pasábamos. La verdad es que, aunque yo tenía una repulsiva sensación de superioridad, le tomé afecto, por su ingenuidad y su optimismo a toda prueba, porque no le importaba oler mal ni estar gorda ni vestir de un modo distinto a todos los demás, porque tenía una extraña manera de evadirse de las realidades desagradables de la vida que la mantenía en un estado de animación perenne y porque te dabas cuenta de que se tomaba con despreocupación su aburridísima vida pensando que todo era perfecto (lo contrario de lo que me sucedía a mí).
Nada me parecía bien. Lo peor eran las comidas. El desayuno estaba bien, un bufé en el «salón de baile» Excelsior del hotel, que muchos se saltaban, por lo que había numerosas mesas vacías y la verdad es que incluso si te sentabas a una mesa donde ya hubiera alguien, no se esperaba de ti que dijeras nada aparte de «Buenos días» y eso estaba a mi alcance. Deseaba que toda la jornada fuese como el desayuno, cuando tus semejantes aún tienen reciente lo que han soñado por la noche, están ensimismados y todavía no les atrae relacionarse con el mundo que los rodea. Y caí entonces en la cuenta de que ese era mi estado de ánimo durante todo el día: en mi caso, al contrario de lo que les ocurre a los demás, no tengo un momento después de tomar una taza de café o de darme una ducha o de lo que sea en que de repente me sienta vital, despierto y en relación con el mundo. Si todo fuese siempre como a la hora del desayuno, todo iría bien. No nos permitían acostarnos hasta muy tarde y hacían que nos levantáramos temprano por la mañana, supongo que aquella era una estrategia para tenernos agotados y que así fuésemos más manejables. No regresábamos al hotel hasta las once de la noche más o menos y entonces había una reunión (una vez más en la «sala de baile») en la que tomábamos helados y donde unos cantaban, otros tocaban la guitarra o leían sus poemas o hacían juegos malabares con pelotas de tenis o exhibían de un modo egotista sus supuestos talentos. Y después había muchas carreras y gritos pasillo arriba y abajo, los chicos entraban en las habitaciones de las chicas y viceversa, todo lo cual tenía como inevitable resultado la regurgitación del helado. Las luces se apagaban a las doce y media. El desayuno era de las siete a las ocho y los autobuses abandonaban el aparcamiento a las ocho y media en punto.
La comida y la cena eran espantosas. Comíamos en sitios como El Olivar o La Langosta Roja, normalmente en salas reservadas y con menús especiales. Muy pronto supe que me resultaba mucho más fácil ser el primero en sentarme a una mesa y que fuesen otros los que eligieran la misma mesa, porque no podía sentarme a una mesa ya ocupada, sobre todo si tenía que hacerlo al lado de alguien. Ya sé que sentarte al lado de una persona en una Langosta Roja no supone casarte con ella ni acompañarla contra su voluntad, pero si me sentaba al lado de alguien experimentaba esa espantosa obligación de mostrarme encantador o por lo menos de tener algo que decir y a mí la necesidad acuciante de ser encantador o de expresarme me incapacita. Pero si ya estaba sentado y eran otros los que ocupaban los demás asientos de la mesa, la tensión se reducía, pues en ese caso no sentía que estaba acompañando a alguien contra su voluntad sino que más bien aceptaba la presencia de alguien a mi lado. En cualquier caso, la situación era horrible y empeoraba en cada comida, lo cual se combinaba con muchos otros momentos en los que me sentía totalmente fuera de lugar, de modo que el miércoles por la noche, «¡Noche de diversión!», había perdido ya cualquier sensación de normalidad que hubiera podido alcanzar. Recuerdo que en un momento determinado me pregunté en serio si tendría alguna alteración genética, alguna minúscula modificación del ADN que me separara de la especie, una separación diminuta pero esencial, como la de los mulos que, según tengo entendido, pueden aparearse con los burros pero no con los caballos. Todos los demás parecían poder emparejarse, encajar sus partes de un modo agradable y productivo, pero alguna diferencia casi indistinguible en mi anatomía y mi psiquis parecía apartarme de ellos de una manera leve pero irrevocable.
Aquella era una sensación turbadora y me entristecía. Tanto que me hacía llorar en el servicio de caballeros del edificio Russell de la Oficina del Senado. Tanto que me quitaba las ganas de vivir.
En la «¡Noche de diversión!», podíamos elegir entre ir a un club de la comedia o a un restaurante-teatro. Me decidí por la segunda opción porque nunca había ido a un restaurante-teatro y detestaba a los cómicos de micrófono. Creo que divertido es algo que se es, no algo que te empeñas en ser ante el público detestable que llena la sala.
La tarde del miércoles, cuando nos llevaban de regreso al hotel a fin de prepararnos para la noche en la ciudad, Sue Kenney me dijo: «¡Qué entusiasmada estoy!».
Yo miraba por la ventanilla, fijándome en la basura esparcida a lo largo del carril de emergencia. En general toda era explicable (latas de refrescos, restos de comida rápida, periódicos), pero de vez en cuando había algo alarmante, como una bota infantil roja, una jaula, una maleta abierta con su contenido desparramado. Y eso me preocupaba porque cada uno de aquellos objetos estaba en el arcén por un motivo, algo había sucedido para que alguien hubiera arrojado una bota infantil por la ventanilla, y tenía la sensación de que pasábamos velozmente ante un relato tras otro y de que todos aquellos relatos eran tristes. En eso estaba ocupado, tratando de pensar positivamente, de imaginar un escenario feliz para los extraños objetos que veía: a una niña le habían comprado unas bonitas botas nuevas y arrojaba alegremente las viejas; alguien había hecho el equipaje para ir al hospital, pero por el camino el médico le había llamado para decirle que todo había sido un error, que no tenía el hígado cuajado de cáncer y podía irse a casa y, desquiciado por la alegría, había tirado su maleta por la ventanilla. Y como yo estaba tratando de poner cara alegre a la jaula abandonada cuando Sue Kenney habló, no le respondí de inmediato y ella preguntó: «¿No quieres saber por qué estoy tan entusiasmada?». Lo dijo en un tono agradable, como si fuese perfectamente normal incitarle a uno de esa manera, supongo que para ella lo era.
—Sí, dímelo —respondí.
—¡Esta noche voy a ponerme mi pijama de noche! ¡Por eso estoy tan entusiasmada!
—¿Qué es un pijama de noche?
—Ah, ¿no lo sabes? Creía que lo sabrías, como eres de Nueva York. Son una alternativa a los vestidos formales. Una especie de túnica que se lleva sobre unos pantalones muy anchos. El mío es azul eléctrico y tiene un canesú bordado con cuentas. ¡Estoy deseando ponérmelo!
—¿Entonces vas al restaurante-teatro? —Los pijamas de noche me parecían demasiado elegantes para el club de la comedia.
—Oh, no —respondió Sue Kenney—. Voy al Centro Kennedy, al concierto sinfónico.
—Creía que teníamos que elegir entre el club de la comedia y el restaurante-teatro.
—Sí, pero si no los encuentras apropiados, puedes ir al concierto.
—¿Qué significa eso de si no son apropiados?
—Bueno, en los clubes de la comedia suelen contar chistes verdes y emplean un lenguaje soez. Y cuando mis padres supieron que la obra teatral que íbamos a ver anima a llevar una vida descarriada, se quejaron a los capitostes y ahora he de ir al concierto. Parece ser que vamos ocho en total. No tengo nada contra la cultura popular y todas esas cochinadas, pero prefiero no arrastrar mi mente por las alcantarillas.
Cuando volvimos al hotel, pregunté a una de las «capitostes» si podía hacer un cambio e ir al concierto, pero me dijo que no, porque las entradas para el concierto solo eran para quienes ponían objeciones morales o religiosas al club de la comedia o al teatro y, puesto que yo me había apuntado para ir al teatro, era evidente que me parecía bien y, además, las entradas se habían terminado.
Tanto Dakin como Thomas habían optado por el club de la comedia y me di cuenta de que consideraban una mariconada ir al restaurante-teatro. Pensé que ojalá encontrase la manera de no ir a ninguno de los dos sitios y quedarme solo en la habitación del hotel, donde pasaría la velada leyendo (Can You Forgive Her?, de Trollope), pero la posibilidad de que alguno de nosotros se extraviase los volvía paranoicos y los autobuses no partirían hasta que hubieran confirmado que todos estábamos a bordo. Así las cosas, subí al autobús con destino al local donde daban el espectáculo. Lo hice temprano, a fin de estar ya sentado y que se sentara a mi lado quienquiera que fuese, para evitar tener que sentarme yo al lado de quien se hubiera sentado, pero resultó, sorprendentemente, que el grupo de los que habían optado por el club de la comedia era más numeroso, así que dispuse de una fila de asientos para mí solo. Vi pasar a Sue Kenney resoplando y vestida con su pijama de noche, que parecía un cruce entre un pijama y un chándal. La vi subir a un furgón con los otros chicos que habían decidido no arrastrar sus mentes por las alcantarillas de la comedia y el drama contemporáneos.
No se podía negar que la escena en el aparcamiento era de lo más animada. Aquella noche las normas en lo que a indumentaria se refería quedaban sin efecto y sin duda alguna todo el mundo se sentía liberado. Al igual que Sue Kenney, todas las chicas llevaban prendas compradas especialmente para aquella velada, prendas que, a su modo de ver, las realzaban de la mejor manera posible, por lo que se sentían como expuestas bajo la luz más favorable, un conocimiento que les infundía una confianza y una alegría que eran casi palpables. A los chicos, por su parte, se los veía limpios, las caras recién afeitadas, no sin cierta rudeza, el cabello minuciosamente trabajado con fijador para darle una exquisita apariencia de descuido, con una sensación eléctrica en su interior que armonizaba con la sensación de las chicas: la sensación de ascender, avanzar hacia un futuro que solo podía mejorarlos, y yo me pregunté cómo se producía aquel milagro, ese estúpido sentimiento…
Creía que «restaurante-teatro» significaba que pagabas una cantidad que incluía la cena y luego el teatro, pero no se me había ocurrido que pudiera hacerse simultáneamente. Yo había supuesto que cenaríamos en una sala y que después entraríamos en el teatro, por lo que me sorprendió ver que las mesas estaban dispuestas en la platea. Creía que eso solo ocurría en Las Vegas, donde era correcto comer mientras veías la actuación de tigres y coristas, pero no me imaginaba comiendo con los actores delante. Me parecía de lo más grosero. Por mucho que bajaran la potencia de las luces, seguiría oyéndose el ruido del público masticando.
Las mesas estaban dispuestas en plataformas escalonadas y nos indicaron que ocupáramos las de las dos plataformas superiores. Por debajo de nosotros había un público formado sobre todo por mujeres de mediana edad que nos miraron con desagrado cuando pasamos entre ellas. La mayoría de las mesas era para cuatro o seis comensales, pero en la plataforma más elevada había mesas para dos y sabía que si yo me sentaba en una de ellas, nadie se sentaría conmigo y acerté: nadie lo hizo.
En vez del menú habitual, delante de cada asiento había una pequeña tarjeta que decía:
¡Sed bienvenidos, aula norteamericana!
Menú de esta noche:
Obertura
Sopa ministrone [sic] o ensalada de la huerta
Primer acto
Pollo con paprica [sic], salteado de verduras, arroz pilaf
INTERMEDIO
Café o té
Segundo acto
Zum-zum de chocolate rociado con coulis de frambuesa
Nota:
Los vegetarianos pueden cambiar el pollo por una
guarnición adicional de arroz o verduras.
Por favor, solicítenlo al personal.
Una camarera frágil y entrada en años se me acercó con una jarra de agua en una mano y una jarra que parecía de té con hielo en la otra. Ambas parecían pesar, pues la mujer se esforzaba por mantener las jarras en alto. Imaginé que las dos manos se le rompían por las muñecas.
—¿Té con hielo o agua? —Intentó levantar cada jarra mientras nombraba su contenido, pero el gesto fue en extremo sutil.
—Agua, por favor.
—¿Prefiere la sopa o la ensalada? No puede pedir las dos.
—¿Qué tiene la ensalada de la huerta?
—¿Cómo?
—Aquí especifica que la ensalada es de la huerta. ¿Puede decirme en qué consiste? —Señalé la palabra en la tarjeta, pero ella no la miró.
—Es la ensalada básica, de lechuga. Le recomiendo la sopa.
—Tomaré la ensalada de la huerta —dije. Quería preguntarle por el salteado de verduras y el zum-zum, pero antes de que pudiera hacerlo ella dijo: «Como quiera», alzó las jarras y pasó a la mesa siguiente.
Sirvieron con rapidez el primer plato y lo retiraron casi de inmediato, sustituido por los platos de pollo con paprika, salteado de verduras y arroz pilaf. En realidad no era más que esa familiar y deprimente mezcolanza de zanahoria, maíz y judías, todo congelado. La composición del arroz pilaf era un misterio. En cuanto estuvieron servidos los platos fuertes, las camareras desaparecieron y la iluminación se redujo, hasta que la penumbra de la sala fue tan profunda que ni siquiera podías ver tu plato, así que no digamos ya comer lo que había en él. Entonces una voz grabada nos dio la bienvenida al teatro y recordó al público que debía apagar los teléfonos móviles (detalle que me pareció bastante irónico, ya que comeríamos durante la representación). Se alzó el telón, la iluminación aumentó lo justo para poder ver lo suficiente para comer y dio comienzo el espectáculo.
La descarriada obra teatral que se representaba era la versión femenina de La extraña pareja, interpretada por dos actrices de mediana edad que tuvieron unas carreras respetables en el cine, seguidas por unas carreras menos respetables haciendo de mamás en telecomedias y que luego desaparecieron por una temporada. Me pregunté si aquello no era más que otra etapa en su descenso a la oscuridad o habían ya tocado fondo y su presencia en una producción de La extraña pareja que tenía lugar en un teatro donde el público cenaba era el comienzo de su recuperación. También me pregunté si sería su necesidad de dinero o su deseo de fama lo que les hacía actuar allí. Todo tenía un aire muy digno, valiente y triste —la idea de aquello a lo que uno puede verse reducido, de lo variable que es tu vida y de las cosas terribles que uno hace para sobrevivir—, un patético subtexto que no concordaba con la obra misma. El contraste constituía una experiencia desconcertante.
Y como yo estaba sentado en la plataforma superior, no solo veía la obra sino también al público. Durante los primeros diez o quince minutos todo el mundo mantuvo un silencio casi reverente, pero a medida que la representación avanzaba, la atención se desvió del escenario. Los espectadores empezaron a comer, a hablar en susurros a su vecino o a hablar sin ni siquiera susurrar a la persona que tenían delante. De vez en cuando alguien lanzaba un penetrante chist y se hacía el silencio, pero, como un fuego que no hubiese sido bien extinguido, los sonidos de la conversación y la comida volvían a chisporrotear lentamente.
Cuando terminó el primer acto, todo el mundo aplaudió con entusiasmo para compensar su falta de atención y las señoras se levantaron y fueron en estampida al lavabo. También yo tenía que ir al baño, pero antes de poder hacerlo sucedió algo extraño. Una chica llamada Nareem Jabbar, que era la otra delegada del estado de Nueva York, vino y se sentó a mi mesa. La verdad es que Nareem me gustaba bastante. Vivía en Schenectady, era muy inteligente y a menudo hacía preguntas inquietantes al final de los seminarios.
Tomó asiento delante de mí y me preguntó:
—¿Qué estás haciendo, James?
Me sorprendió que conociera mi nombre y, como me hablaba como si fuéramos viejos e íntimos amigos, me sentí tan desorientado que no le respondí.
—James, James, háblame —me acució—. ¿Qué estás haciendo aquí sentado, completamente solo?
—¿Qué quieres decir? —le pregunté. Uno de los motivos por los que detesto hablar con la gente es que, cuando me veo obligado a hablar siempre digo algo estúpido.
—Siempre estás solo —respondió—. Ahora estás aquí solo y no lo podemos permitir. Ven con nosotros.
Eso es algo que odio de veras. Hay pocas cosas que odie más que cuando la gente te ve solo y reacciona como si eso constituyese un problema para ellos. Supe que la única razón por la que quería que fuese a sentarme a su mesa era que deseaba hacerle un favor a alguien. Que yo estuviera solo le molestaba. Como la irritación que te causan los pasajeros que viajan de pie en el metro mientras tú estás sentado, como si estuvieran de pie solo para hacerte sentir mal. A veces incluso hay algunos asientos disponibles, mitades de asiento entre hombretones con las piernas separadas, pero no se sientan, siguen de pie delante de ti y parecen exhaustos y abatidos y hacen que te sientas fatal por ir sentado. Y yo sabía que Nareem solo quería que me sentara a su mesa porque mi soledad ofendía a la vista y le impedía disfrutar del espectáculo. Incluso los llamados santos, como la Madre Teresa, me fastidian. En ciertos aspectos era tan ambiciosa como mi padre o cualquiera que quiera estar en la cumbre de su profesión. La Madre Teresa quería ser la mejor santa, así que hizo las cosas más repugnantes que podía hacer y sí, ya sé que ayudó a la gente y alivió su sufrimiento, no digo que eso sea malo, solo digo que, a mi modo de ver, era tan egoísta y ambiciosa como cualquiera. El problema que comporta esta manera de pensar es que para evitar la ambición y el egoísmo no deberías hacer absolutamente nada: ni malas ni buenas acciones. No hagas nada: no te atrevas a interferir en el mundo. Sé que esto prácticamente no tiene sentido, pero es lo que pensé cuando Nareem se sentó a mi mesa.
Ella debió de percibir en mi silencio alguna clase de juicio o recelo (o idiotez), pues me miró con auténtica perplejidad como si fuese sordomudo o algo por el estilo y, pronunciando las palabras con mucha lentitud y claridad, me dijo:
—Hay sitio en nuestra mesa. ¿Te gustaría sentarte con nosotros?
Y entonces me di cuenta de que era amable de veras. Su amabilidad era sincera. Estaba equivocada, pero era amable. No sabía lo que estaba diciendo. Me decía que fuera a sentarme a su mesa como si eso fuese algo que yo pudiera hacer. Como si yo pudiera levantarme y sentarme a su mesa y convertirme en una persona sentada a su mesa. Como si convertirme en una persona sentada a su mesa solo requiriese que me levantase y bajara a su plataforma y me sentase a su mesa.
—No, gracias, estoy bien solo —le dije.
—¿Entonces eres un perdedor?
—¿Qué? —No podía creer que me hubiera llamado perdedor.
—Eres un solitario —corrigió—. Te gusta estar solo.[1]
—Sí.
—Eso está muy bien, mientras seas feliz. Pero, por favor, no dejes de unirte a nosotros cuando te parezca. ¿No es esta la obra de teatro más mala que has visto en tu vida?
—Sí.
Ella se quedó mirándome un momento y comprendí que estaba tratando de decidir si debía esforzarse por prolongar la conversación o no (por «sonsacarme», supongo), pero al parecer concluyó que yo no tenía remedio. Se levantó y regresó a su mesa ocupada por chicos y chicas normales que reían alegremente.
Tenía que irme de allí. Me puse de pie y pasé entre las mesas. El vestíbulo estaba lleno de señoras que charlaban animadamente. Junto a la puerta había unas cuantas personas fumando, aspirando con avidez la nicotina de sus cigarrillos. Una de ellas era la esposa del congresista que había recibido a mi grupo en la estación de ferrocarril. Solo habían transcurrido tres días, pero parecía mucho más tiempo. Es increíble la lentitud con que pasa el tiempo cuando estás abatido.
—¿Adónde vas? —me preguntó ella cuando pasé por su lado.
—A dar un paseo y tomar el aire —respondí.
—No te alejes mucho —me dijo—. No queremos perderte.
Corrí al centro del aparcamiento y me quedé allí un momento, oculto entre dos voluminosos todoterrenos. Me sentía como si hubiera escapado de una casa en llamas. Jadeaba y pensé que si me daba la vuelta notaría el calor del incendio en el centro comercial, así que no me volví y eché a correr por el aparcamiento y entré en el campo que estaba detrás. Caminé hacia el centro del campo, que en realidad no era un campo, tal vez lo había sido en el pasado, pero ya no era más que un espacio abierto, abandonado, inútil, con desperdicios aquí y allá. Pensé que el centro es el lugar más alejado de todos los puntos del perímetro. Puesto que no era un campo muy grande, me resultó fácil llegar al (supuesto) centro. Me bajé la cremallera del pantalón y meé furiosa y orgullosamente en el suelo, como si esa fuese la única cosa que pudiera hacer bien. Entonces miré a mi alrededor. Los cuatro lados del campo estaban delimitados por el aparcamiento del centro comercial, una autopista, una hilera de parcelas con casas idénticas, cuyas partes traseras eran exactamente iguales a las partes traseras de las otras, salvo por los diferentes patrones a los que se ajustaban sus ventanas iluminadas, como signos de braille que expresaran mensajes diferentes: el bebé duerme, papá está en casa, no hay nadie en casa, y por una larga hilera de árboles que no dejaban ver lo que había más allá. Tuve la sensación de que se me presentaban cuatro posibilidades, cuatro lugares distintos adonde ir, y, como no quería volver al teatro ni mirar por las ventanas iluminadas de las casas ni exponerme a los peligros de la autopista, la única elección posible eran los árboles: corrí hacia ellos, antes de que alguien pudiera perseguirme y obligarme a volver al teatro.
La arboleda era más densa de lo que esperaba, tanto que su masa llegaba a formar algo parecido a un bosque. Al contrario que el campo, en el que estaban diseminados los repugnantes desechos de los seres humanos, el bosque, por lo menos en la oscuridad, daba la sensación de virgen. No sé por qué será, pero a menudo me pregunto cuándo fue la última vez que unos pies o manos tocaron determinado lugar, que unos ojos lo contemplaron. En la ciudad hay una pequeña zona en la esquina de LaGuardia Place y la calle Houston que han vallado y le han permitido que regrese a su estado primigenio, antes de que los holandeses compraran Manhattan a los indios por veinticuatro dólares. Me gusta mirarlo cuando paso por allí y, aunque solo parece un solar abandonado cubierto de hierbajos, siempre tengo la sensación de que veré algo sorprendente al otro lado de la valla: un zorro, una tortuga o un coyote que milagrosamente ha vuelto a ese prístino trocito de terreno. Creo que eso se debe a que deseo sentir que el tiempo puede moverse hacia atrás tanto como hacia delante, que podemos regresar a aquel momento en que Manhattan era, en palabras de F. Scott Fitzgerald, «un fresco y verde pecho del nuevo mundo», no la sucia entrepierna marrón que es ahora. Así que miro cada vez que paso por allí, pero normalmente lo único que veo son botellas de zumo Snapples, condones usados y boletos de la lotería que no han tocado.
Me interné más en el bosque, bajé por una pendiente y llegué a una especie de alcantarilla por donde discurría un pequeño arroyo. El agua era un poco maloliente y me alegré de que al estar tan oscuro no viera lo contaminada que estaba. Me sentía muy raro y frágil y, como no podía olvidar la imagen del centro comercial en llamas, me puse en cuclillas y me cubrí la cara, empujándome las órbitas de los ojos con los pulpejos de las manos. Encajan a la perfección, como dos mitades de un conjunto, y mis manos tienen el tamaño preciso para servir de apoyo al cráneo. Que tu forma te procure comodidad me parecía otro ejemplo de lo bien diseñados que estamos los seres humanos. Me mantuve así y emití un suave tarareo que me alejó todavía más del mundo.
Al cabo de un rato recordé el teatro, el autobús, «El aula norteamericana» y el resto de mi vida. Me había propuesto regresar al aparcamiento, esperar a que la obra hubiera terminado y volver en el autobús con todos los demás, pero de una manera extraña sabía que, al huir del teatro, había huido de mucho más y que mi acción era irreversible, que había cortado con «El aula norteamericana» como si, al igual que habría hecho un zorro que hubiera caído en una trampa, yo ya me hubiera roído y arrancado un miembro para alejarme renqueando.
Sabía que, una vez en el autobús, se percatarían de mi desaparición y que Susan Porter Wright recordaría haberme visto en el intermedio. Yo no sabía qué harían, pero pensé que lo mejor sería que me alejase de allí tanto como pudiera.
Crucé de un salto el pequeño arroyo, subí por el lado opuesto de la alcantarilla y me abrí camino a través del bosque oscuro. Pasé por encima de una valla de alambre y entré en un jardín trasero. En la oscuridad distinguí a corta distancia una estructura con un tobogán, dos columpios normales y uno para niños muy pequeños. Entonces vi un bebé sentado en ese último columpio, ladeado, y pensé ¡Dios mío, alguien se ha dejado una criatura en el columpio!, pero, al acercarme, comprobé que no se trataba de un bebé sino de una muñeca. Me sentí como un idiota y miré a mi alrededor como si alguien pudiera haber estado mirándome e intuido mis pensamientos, pero no había nadie. Enderecé la muñeca y di un fuerte empujón al columpio. Cuando llegó a la máxima altura, la muñeca salió despedida y, tras una magnífica caída, se estrelló de cabeza en medio del césped.
La dejé allí y me acerqué más a la casa, hacia la única ventana de la planta baja que estaba iluminada. Me aproximé con sigilo, lo bastante cerca para ver el interior, una sala de estar o estudio o habitación de recreo o algo así de saludable. Un hombre y una mujer estaban sentados en el suelo, entretenidos con un juego de mesa, y detrás de ellos un perro perdiguero dorado dormía en un sofá. El televisor estaba encendido, pero yo solo veía la luz de la pantalla y no podía saber si lo estaban mirando. Fuera lo que fuese, no parecían estar prestando atención: estaban volcados en el juego, palmoteaban y reían. Se divertían tanto que parecían protagonizar el anuncio de aquel juego, demostrando lo muy divertido que era. Solo veía al hombre de espaldas, pero la mujer estaba de cara. Tendría unos cuarenta años, llevaba un albornoz y el cabello retirado con una diadema. Parecía estar pasándoselo realmente bien y pensé que era raro y un poco inquietante que un matrimonio estuviera jugando a un juego de mesa un miércoles a las diez de la noche. No tenía mucha experiencia de la vida que se llevaba en los barrios residenciales, pero pensé que aquello no era tan saludable como parecía. Entonces se me ocurrió que tal vez se tratara de uno de esos juegos de mesa eróticos a los que juegan las parejas para devolver la pasión a sus matrimonios sin sexo. En una ocasión tuve la horrorosa experiencia de encontrar uno de ellos («Excitación en América») debajo de la cama de mis padres. Pero el juego a que se dedicaba aquella pareja no parecía muy erótico: arrojaban dados, movían hombrecillos por el tablero y contaban casillas. Entonces el perro alzó la cabeza, me miró directamente a través de la ventana y ladró ligeramente. «Oh, calla, Horace», le dijo la mujer. Estaba contando espacios en el tablero y no levantó la vista, pero el hombre volvió la cabeza y me miró y vi que no era un hombre: era un adolescente con síndrome de Down. Me miró fijamente un momento con sus ojos extrañamente inquietantes, pero no creo que pudiera verme allí, de pie en la oscuridad. Entonces el perro ladró de nuevo, el chico le dijo algo a su madre y ella se levantó. Mientras ella se acercaba a la ventana, yo retrocedía en la oscuridad. La mujer se inclinó ante el negro cristal, apoyó las manos ahuecadas y escudriñó el exterior. Retrocedí más y entonces corrí por un lateral de la casa y bajé por el sendero de acceso hasta la calle.
Corrí un buen trecho calle arriba porque quería alejarme de aquella casa. Todo en ella me asustaba, la muñeca abandonada en el columpio, el marido convertido en un hijo mongólico y el temor con que la madre había mirado por la ventana. La calle estaba desierta pero brillantemente iluminada por farolas que parecían reflectores. Al doblar la esquina, vi delante de mí un hombre que paseaba a un perro, así que crucé la calzada y seguí corriendo, pero el hombre debía de ser uno de esos hombres que dan la alarma de las patrullas de barrio porque gritó algo y empezó a perseguirme. El perro ladró. En la esquina vi que un autobús se detenía junto a la marquesina de una parada y se abría la portezuela. Una mujer gruesa cargada con varias bolsas de la compra bajó tambaleante los escalones y pensé que si seguía corriendo y subía al autobús, el hombre con el perro pensaría que corría para no perder el autobús y no que huía del escenario de un delito, lo que, en cierto modo, tenía la sensación de estar haciendo por haber estado observando el interior de aquella casa espeluznante. Aun sabiendo que no iban a detenerme por entrar en una propiedad ajena y mirar por la ventana a gente que jugaba, me sentía culpable, como si hubiera cometido un delito.