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Junio de 2003

Mis sesiones con la doctora Adler a menudo comenzaban en silencio. En realidad, a menudo avanzaban en silencio, pues la doctora Adler dejó muy claro enseguida que ella era ante todo, aunque no exclusivamente, una terapeuta reactiva: al parecer, su metodología no aprobaba la formulación inicial de preguntas. Por ello, a menos que tuviera algo que decir, cosa infrecuente, nos pasábamos gran parte de la sesión sentados uno frente al otro. Ella me sonreía con su falsa e invariable sonrisa, tratando, supongo, de parecer abierta, de dar la impresión de que me aceptaba, como si todo lo que necesitara para revelarle mi interior fuese una cara amable. Admito que a menudo mi silencio era una respuesta al suyo. No veía por qué tenía que ser siempre yo quien cargara con el peso de la conversación. Y por eso solía quedarme en silencio incluso cuando se me ocurría algo que decir, porque ella parecía esperar de mí que expresara lo que me pasase por la mente y, si hubiera hecho tal cosa, habría cooperado demasiado. Hay personas que se sienten incómodas en silencio y se apresuran a soltar cualquier cosa, creyendo que algo es mejor que nada, pero ese no es mi caso. El silencio no me inquieta en absoluto. Y, al parecer, lo mismo le ocurría a la doctora Adler.

Un día la sesión comenzó de esa manera silenciosa, pero no debido a mi contumacia sino a que no se me ocurría nada que decir. La doctora Adler me había pedido que dijera siempre lo que pensaba, pero eso me resultaba difícil, pues el acto de pensar y el acto de expresar los pensamientos no eran sincrónicos para mí, ni siquiera necesariamente consecutivos. Yo sabía que pensaba y hablaba en el mismo lenguaje y que en teoría no había ninguna razón por la que no pudiera expresar mis pensamientos en cuanto se me ocurrían o poco después, pero el lenguaje en el que pensaba y el lenguaje en el que hablaba, si bien ambos eran el inglés, a menudo parecían divididos por una brecha que no podía salvar simultánea ni retrospectivamente.

Siempre me ha fascinado la idea de la traducción simultánea, como en las Naciones Unidas, donde todo el mundo lleva pequeños transmisores en los oídos y sabes que en algún lugar entre bastidores los intérpretes simultáneos escuchan y transforman lo que se dice de un lenguaje a otro. Comprendo el proceso, pero me parece milagroso: la idea de que es posible lanzar palabras al aire en una lengua y que aterricen en otra tan rápidamente como se lanza y se recoge una bola de béisbol. Creo que hay en mi mente una especie de cedazo que prohíbe la transferencia rápida (y no digamos simultánea) de mis pensamientos al lenguaje. Como una de esas protecciones de tela metálica que se pone en el desagüe de la bañera, algo impide que mis pensamientos abandonen mi mente, de modo que se reúnen, como esas asquerosas y húmedas hebras de pelo enroscadas que se enredan en la tela metálica y que es preciso arrancar a la fuerza.

Estaba dándole vueltas a esas ideas sobre el lenguaje y el pensamiento, sobre lo difícil que me resultaría expresarlas o tal vez no difícil sino fatigoso, como si pensarlas fuese suficiente y su expresión resultase redundante o inferior, pues todo el mundo sabe que la traducción simplifica las cosas, que siempre es mejor leer un libro en su lengua original (À la recherche du temps perdu). Las traducciones son meras aproximaciones subjetivas. Y eso es todo lo que experimento respecto a cuanto digo: no es lo que estoy pensando sino lo máximo que puedo aproximarme a lo que pienso por medio del lenguaje, con sus defectuosas y constrictivas reducciones. Y por eso a menudo pienso que es mejor no decir nada que expresarme de una manera inexacta. En eso estaba pensando cuando me di cuenta de que la doctora Adler estaba hablando.

—¿Qué? —le pregunté.

—Pareces absorto. ¿En qué estás pensando?

—En nada —respondí. La mueca que ella hizo indicaba lo poco convincente que le parecía mi respuesta—. A veces me molesta tener que expresar mis pensamientos —añadí—. Estaba pensando en eso.

—¿Y a qué se debe esa molestia?

—No lo sé. Es que los pensamientos me pertenecen. La gente no va por ahí compartiendo su sangre o lo que sea. No veo por qué siempre se espera de nosotros que compartamos una parte tan íntima de nuestro ser.

—La gente dona sangre —observó ella.

—Sí, pero no sin parar y además solo un poco. Una vez al año, por ejemplo.

—¿Me estás diciendo entonces que solo deberías compartir un poco tus pensamientos, una vez al año?

—No, claro que no, no digo eso —respondí—. Y si cree usted sinceramente que eso es lo que he dicho, demuestra mi creencia de que hablar es ridículo por la imposibilidad de comunicar con precisión lo que uno piensa.

—¿De veras lo crees?

—Sí, lo creo.

La doctora Adler hizo una pausa, como si reflexionara sobre mi afirmación, y entonces dijo:

—Bien, ¿por qué no me hablas de lo que sucedió en Washington?

Estaba asombrado: nunca antes me había hecho una pregunta tan específica o había mostrado un interés particular por un detalle concreto de mi vida.

—¿Qué?

—He dicho que por qué no me hablas de lo que sucedió en Washington. He visto que nunca hablamos de ello y creo que sería bueno que lo hiciéramos.

—Mire, no quiero hablar de lo que ocurrió en Washington —dije.

—¿Por qué?

—No lo sé. Es una estupidez. Yo… no pude enfrentarme a aquello y cometí una estupidez, pero eso se acabó, ya ha pasado. No quiero hablar del asunto.

—¿Qué hiciste?

—¿No lo sabe? ¿No se lo contaron mis padres?

—No. Si lo supiera, no te lo preguntaría.

Ni por un momento di crédito a esas palabras.

—¿Asistías a una especie de seminario juvenil organizado por el gobierno, no?

Comprendí que trataba de sonsacarme por el procedimiento de plantear unas preguntas inocuas.

—Sí —respondí.

—Háblame de ello.

—Era un programa estúpido, supuestamente no partidista, que reúne en Washington D. C. a dos estudiantes supuestamente brillantes procedentes de cada estado a fin de que a lo largo de una semana los adoctrinen sobre lo estupendo que es el gobierno norteamericano.

—¿Entonces tu problema tenía que ver con la naturaleza del programa?

—Pues no, es decir, eso era un problema, desde luego, pero podía soportarlo.

—Sí, creo que serías bastante resistente al adoctrinamiento.

Preferí no responder a ese flagrante intento de adulación, pero la doctora Adler no desistió.

—¿De qué se trató entonces? —me preguntó—. ¿Cuál era el problema?

—Esa pregunta presupone muchas cosas —respondí.

Ella no dijo nada, pero hizo un movimiento con la mano, animándome a enumerarlas.

—Presupone que había un «problema». Presupone que sé cuál era el problema. Presupone que sé cómo expresar ese problema. Presupone que quiero expresar el problema o que estoy dispuesto a hacerlo.

—No voy a discutir nada de eso —dijo la doctora Adler—, pero continúo preguntándote lo mismo.

—Odio esa idea —dije—. La idea de que exista un problema, de que haya algo tan simple como un problema y de que sea posible identificarlo, resolverlo y hacer que desaparezca. Yo no tenía un problema en Washington. Tenía un millar de problemas, tal vez. Un millón.

—Bien, ¿cuál fue el problema que condujo a tu detención?

—No me detuvieron. ¿Le han dicho mis padres que me detuvieron?

—No —contestó la doctora Adler—. Comentaron que había intervenido la policía.

—¿Y eso le hizo pensar que me habían detenido?

—Supongo que sí.

—Pues no me detuvieron. Y la llamada intervención de la policía no fue por mi culpa sino por la de mis padres. Fueron ellos quienes involucraron a la policía. Denunciaron mi desaparición. Si no hubieran hecho nada, todo habría ido bien. O mejor de lo que fue. O no tan mal.

—¿Habías desaparecido?

Comprendí que me había engañado para que hablara de lo que ocurrió en Washington y, aunque yo no tenía inconveniente en hablar de ello, quería dejar claro que me daba cuenta de que me había engañado, así que no le respondí.

Al cabo de un momento, ella repitió la pregunta, con mucha suavidad, como si plantearla amablemente pudiera surtir mejor efecto.

—Sí —le dije—. Había desaparecido.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Dos días. Solo fueron dos días.

—Desaparecer dos días es mucho tiempo.

—Bueno, en realidad no había desaparecido. Yo sabía dónde estaba.

—¿Crees que eso es lo que significa «no desaparecido»?

—«No desaparecido» significa «encontrado».

—¿Y te encontraron?

—Al final sí. De hecho, no me encontraron. Yo me presenté. Reaparecí.

—¿Dónde habías estado?

—En Washington. Me pasé la mayor parte del tiempo en la Galería Nacional. Estuve dos noches en un hotel.

—¿De modo que abandonaste el seminario?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque pensé que si me quedaba allí me suicidaría.

—¿Por qué? ¿Qué tenía el seminario que fuera tan malo para que temieras eso?

—Ya se lo he dicho. No se trataba de una cosa ni de dos ni de veinte. Eran un millón. Era todo en general. Me sentía continuamente molesto. Detestaba todo aquello.

La doctora Adler guardó silencio. Tenía las manos en aquella postura que le gustaba, con los dedos extendidos, la punta de cada uno tocando la del correspondiente, mientras aguardaba con paciencia a que yo continuara.