7

Mayo de 2003

La consulta de la doctora Adler era más agradable que su espacio en el centro médico, pero no el soleado remanso que había imaginado. Se trataba de una sala más bien pequeña y oscura situada entre una serie de salas que supuse igualmente pequeñas y oscuras situadas en la planta baja de un viejo bloque de pisos de la calle Décima. Además de la mesa y la silla de la doctora, había un diván, otra silla, un ficus y unos tejidos folclóricos colgados de la pared. Y una estantería de libros sombríos. Observé que ninguno era de prosa literaria porque todos tenían los títulos divididos por el signo de dos puntos: Bla bla bla: El bla bla bla de bla bla bla. Había una sola ventana que probablemente daba a un patio de luces, porque la persiana de ratán estaba bajada del todo, clara señal de que nunca la subían. El amarillo claro de las paredes respondía a un esfuerzo evidente, aunque inútil, de «alegrar» la estancia.

La doctora Adler tomó asiento y me indicó la otra butaca, cosa que me alivió, porque no estaba dispuesto a tenderme en el diván. Ya había visto demasiadas películas de Woody Allen y tiras cómicas en el New Yorker.

Esa vez me pareció diferente: menos alocada, más elegante, casi muy arreglada. Se había recogido el pelo y llevaba un vestido veraniego sin mangas que revelaba unos brazos bastante musculosos. Pensé que debía de jugar al tenis o practicar el lanzamiento de peso.

Cruzó las piernas y unió las manos en el regazo con los dos pulgares hacia arriba, en forma de chapitel. Me sonrió.

—Bueno, aquí estamos de nuevo —me dijo

Iba a corregirla, porque no estábamos aquí de nuevo: sí nos veíamos de nuevo, pero como nuestro primer encuentro se había producido en un lugar diferente, difícilmente podíamos estar aquí de nuevo. Sin embargo, sabía que si le decía eso, empezaríamos a discutir como en la sesión anterior y yo no estaba de humor para ello.

—¿Por qué no tiene ninguna novela? —le pregunté.

—¿Cómo? —preguntó la doctora.

Señalé con la cabeza la estantería, que estaba detrás de ella.

—He observado que no tiene obras literarias en su estantería y me preguntaba por qué.

Ella se volvió y examinó los libros como si yo pudiera haberle mentido. Entonces me miró de nuevo.

—¿Por qué quieres saberlo?

—¿Es necesario que me pregunte eso? ¿No puede limitarse a responder a mi pregunta?

—Esta es mi consulta. Es el lugar donde trabajo. Aquí tengo los libros relacionados con mi profesión.

—¿Y las novelas no están relacionadas con su profesión?

—Eres libre de llegar a esa conclusión.

No contesté. Me sentí triste de improviso. Sabía que mi actitud era hostil, pero no podía evitarlo.

—En realidad te equivocas —dijo ella al cabo de un momento—. Aquí tengo algo de literatura. —Giró en el sillón y se inclinó para sacar un volumen del estante más bajo. Giró de nuevo y me lo mostró: se trataba de una vieja edición de bolsillo de La edad de la inocencia—. Lo tengo aquí para leerlo en caso de que un paciente no venga o se retrase.

No supe qué decirle. Yo estaba un poco avergonzado y seguía sintiéndome triste y desesperanzado.

La doctora Adler dejó el libro en el suelo al lado de su silla, como si quisiera que estuviese visible e incluso participara en la sesión. Entonces entrelazó las manos en el regazo y me miró.

—¿Ha leído a Trollope? —le pregunté.

—Creo que no —respondió—. Aunque supongo que podría haber leído algo suyo en la universidad.

—¿Qué me dice de Proust?

—No, no he leído a Proust. ¿Algún problema?

—No, solo era por curiosidad. Tampoco yo he leído a Proust. Alguien me dijo que no lo hiciera hasta que me hubiera enamorado y desenamorado. (En realidad era John Webster quien me había dicho eso. Yo había tenido la intención de pasarme todo el verano leyendo À la recherche du temps perdu, pero el primer día que llevé Por el camino de Swann a la galería, él me lo quitó de las manos y me dijo que era un crimen que leyese a Proust a mi edad. Me hizo prometer que no lo leería hasta que hubiese encontrado y perdido el amor. He de admitir que me sentí aliviado, porque me había parecido un hueso duro de roer, aunque solo llevaba leídas unas treinta páginas).

—Comprendo —dijo ella.

Me molesta que la gente diga: «Comprendo». Eso no significa nada y me parece algo hostil. Cada vez que alguien me dice «Comprendo» creo que realmente me está diciendo: «Que te den». Estuve a punto de preguntarle qué era lo que comprendía, pero me di cuenta de que eso no nos llevaría a ninguna parte y no le dije nada.

—¿Qué tal te sientes hoy? —me preguntó al cabo de un momento.

Me di cuenta de que estar en la consulta de una psiquiatra y que esta me preguntara cómo me sentía era algo que me ponía triste, así que le dije:

—Me siento triste. —Y por alguna razón cerré los ojos.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Ella guardó silencio durante un rato y, al cabo, me preguntó:

—¿Sabes por qué te sientes triste?

Abrí los ojos. Aunque solo habían transcurrido unos segundos y todo seguía igual, me sentía como si hubiese estado largo tiempo ausente. La doctora Adler me miraba pacientemente, a la manera en que una psiquiatra miraría a su paciente, con una ausencia perfecta de expresión en el semblante, salvo un leve atisbo de preocupación.

—¿Desde cuándo te sientes así? —me preguntó al cabo de un momento.

Sé que ella quería decir en general, pero no podía responderle «siempre». No podía decirle cuántos días o meses o años. No era como si me hubiera despertado una mañana con fiebre.

—Desde hace bastante tiempo —respondí.

—¿Días? —preguntó—. ¿Semanas? ¿Meses? —Hizo una pausa—. ¿Años?

—Años.

—Sé que tus padres se divorciaron. ¿Crees que tu tristeza se relaciona con eso?

—La verdad es que no fue ninguna ayuda.

—¿Entonces ya estabas triste con anterioridad?

—Sí. Y me gustaría que me dijera qué más sabe de mí. Supongo que ha hablado con mi padre.

—En efecto. La verdad es que hablé con los dos, pero solo brevemente.

—¿Qué le dijeron?

—Me dijeron que estaban preocupados porque no parecías muy feliz. Me dijeron que eres antisocial y tiendes a la soledad. También mencionaron el incidente con el aula nacional el mes pasado.

—Era «El aula norteamericana» —le corregí.

Ella puso cara de qué más da.

—¿Qué le contaron acerca de eso?

—Me dijeron que tuviste algunos problemas con una dinámica de grupo y una experiencia de pánico.

—Una experiencia de pánico… ¿Así es como lo llaman?

—Probablemente fui yo quien lo planteé así. ¿Lo expresarías de un modo diferente?

—No, eso lo resume bien.

—¿Hay algo que te gustaría añadir?

—¿Quiere decir si tengo otros problemas?

—¿Crees tener una lista de problemas?

—No puede dejarlo, ¿eh?

—¿Dejar qué?

—Responder a preguntas con otras preguntas. Parece exactamente una terapeuta.

—Soy una terapeuta, James. Una psiquiatra, una doctora. No estoy aquí para hablar contigo de una manera que te parezca apropiada. Creo que eso ya lo sabes. —No dije nada, procurando no parecer enfurruñado—. Bueno, ¿lo sabes?

—Sí, ya lo sé. Es solo que…

—¿Qué?

—Cuando hace eso, cuando me responde de ese modo, me resulta estúpido. Es tan predecible. Quiero decir que yo mismo podría hacerlo. Sé exactamente lo que va a decir. Podría quedarme en casa y reproducir nuestra conversación.

—¿Entonces por qué estás aquí? ¿Por qué malgastas tu tiempo y el mío?

—No lo sé. Supongo que mis padres querían que viniera. Esta es la manera en que tratan de ayudarme y yo quería dejar que pensaran que sí.

—¿Que pensaran que sí qué?

—Que me estaban ayudando.

—¿No crees entonces que esto te ayudará?

—No he dicho tal cosa.

—Lo sé, pero lo has dado a entender o, por lo menos, así lo creo. Por eso te lo pregunto.

Miré a mi alrededor. Sé que suena fatal, pero me desalentó la falta absoluta de originalidad de su entorno. Era como si existiera un catálogo para que los terapeutas encargaran sus consultorios: mobiliario, moqueta, colgaduras en la pared, hasta el ficus, eran tan genéricos que te deprimían. Recordaba una de esas bolitas de papel que, al ponerlas en el agua, se hinchan y convierten en una flor de loto. Aquello era como una consulta de psiquiatra hinchada.

—¿Cómo podría saber yo si esto me ayudará? Es como preguntarle a alguien que está cruzando a nado el Canal de la Mancha si llegará al otro lado. No puede saberlo.

—Eso es verdad, pero puede creer que es capaz de llegar al otro lado. De no ser así, ¿por qué iba a intentarlo? No empezarías a cruzar el Canal a nado si no estuvieras seguro de poder hacerlo.

—Usted podría —le dije.

—¿Tú crees? ¿Por qué?

—No puedo creer que estemos hablando de gente que cruza a nado el Canal de la Mancha.

—Tú has hecho la analogía.

—Sí, pero no creo que merezca semejante análisis.

Ella me miró un momento con los ojos entrecerrados.

—¿Por qué crees que has usado esa analogía? —me preguntó finalmente.

Me encogí de hombros.

—No lo sé —respondí.

—Bien, piensa en ello —insistió—. ¿Por qué el Canal de la Mancha?

—Porque sentirte triste no me parece una tarea hercúlea.

—Sí, pero muchas tareas podrían considerarse hercúleas. Al fin y al cabo, los trabajos de Hércules fueron siete. ¿Por qué crees que has elegido el de cruzar a nado el Canal de la Mancha?

Yo estaba bastante seguro de que los trabajos de Hércules fueron más de siete (luego lo comprobé y tenía razón: fueron doce), pero decidí pasarlo por alto.

—No lo sé —repuse—. Se trata de algo más bien anticuado. Ya no se hace. Y supongo que Inglaterra y Francia me parecen diferentes, totalmente distintas, como la tristeza y la felicidad.

—¿Cuál es triste y cuál feliz?

Esta pregunta se me antojaba especialmente estúpida, pero decidí no seguir resistiéndome. Parecía más fácil seguirle la corriente.

—Bueno, supongo que Inglaterra es triste, pero solo porque creo que la gente cruza a nado el Canal desde Inglaterra y no viceversa. Y los franceses parecen de veras más felices o, por lo menos, imagino que lo son, ya que la comida, el clima y la moda son mejores.

—¿Es eso lo que hace feliz a la gente, la comida, el clima y la moda?

—No, es al revés —respondí—. La gente feliz produce buena comida y moda. Si eres feliz, no quieres comer carne en lata o haggis. Si eres feliz, quieres vestir de una manera que te favorezca, no calzado cómodo y prendas de lana prácticas. Supongo que el estado de ánimo no afecta al clima, pero quizá sí. Es posible.

La doctora Adler permaneció en silencio un momento y entonces dijo:

—Me sorprende que digas que no te gusta hablar.

Yo sabía que esta observación estaba destinada a estimularme y no era una acusación, pero algo me impidió responderle en consonancia.

—Pues no me gusta.

—No es que dude de ti sino que me sorprende —explicó ella—. Sabes expresarte muy bien y da la impresión de que disfrutas hablando.

—Qué va, en absoluto —le dije, y caí en la cuenta de estar haciendo gala de una petulancia ridícula.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que no te gusta de hablar?

—No lo sé —respondí—. No me gusta, simplemente.

—¿Hay alguien con quien te gusta hablar?

Pensé de inmediato en mi abuela y, seguidamente, en John: me gustaba hablar con él o escucharle.

—Sí —le dije.

—¿Quién?

—Mi abuela y el hombre que dirige la galería de arte de mi madre.

—¿Y qué tienen para que te guste conversar con ellos?

—No lo sé. Los dos son inteligentes y divertidos. No dicen cosas estúpidas ni aburridas ni trilladas. La mayor parte de lo que dice la gente me parece muy trillado. Y además lo repiten unas trece veces.

—¿Y qué tienen como oyentes que te hace disfrutar cuando hablas con ellos?

—Me gustan, los respeto, me parece que vale la pena hablar con ellos. Y eso no suele ocurrirme con la mayoría de la gente.

—Comprendo —dijo ella—. Así que si conocieras a más gente que te gustase y a la que respetaras, ¿conversarías más?

—Es libre de llegar a esa conclusión.

—¿Y no crees que podrías conocer a personas así en la universidad? Vas a estudiar en Brown, ¿no es cierto?

—Eso parece —respondí.

—No comprendo. ¿No crees que en Brown podrías conocer a personas que te gustaran y a las que respetases?

—No, no lo creo.

—¿Por qué piensas así? ¿En qué basas esa suposición?

—Porque la gente de mi edad no me gusta mucho, sobre todo cuando se reúnen en grandes grupos. Y creo que eso es exactamente lo que ocurre en una universidad.

—¿Te opones entonces a ir a cualquier universidad?

—Bueno, cualquier universidad que esté formada por un gran grupo de gente de mi edad.

—¿Y qué es lo que no te gusta de la gente de tu edad?

—Pues eso, que no me gustan, los encuentro aburridos.

—¿Aburridos?

—Sí.

—¿Por qué los encuentras aburridos? ¿En qué basas ese juicio?

—No es un juicio sino un hecho —contesté—. Así lo creo.

—¿Crees entonces que es correcto hacer una consideración general sobre una gran parte de la población, cierto grupo de personas, una raza o un credo, y concluir que, como tú así lo crees, es un hecho que son así?

—Veamos, yo no he afirmado que la gente de mi edad sea aburrida. La cuestión es que yo los encuentro aburridos.

—¿Y te sientes cómodo haciendo esa distinción?

—Pues sí. No quiero mandarlos a la cámara de gas ni lincharlos. Simplemente no deseo ir a la universidad con ellos.

—Comprendo.

—Ya sé que no debería comentar lo que usted dice, pero le agradecería que dejara de decir: «Comprendo».

—¿Por qué? —No le respondí—. ¿Te molesta que te diga que te comprendo?

—No.

—¿Entonces por qué no quieres que lo diga?

—No lo sé. Creo que eso no significa de veras que me comprende. O tal vez signifique que me comprende, pero no solo eso. Significa que me comprende pero no lo aprueba. Comporta un juicio y me parece que es un juicio desfavorable.

—Se trata de una afirmación neutral —dijo—. No comporta ningún juicio. Quizá seas tú quien esté proyectando un juicio sobre mí.

—Quizá, pero ¿cómo puede ser algo muy neutral? ¿No es la neutralidad un absoluto, como la singularidad?

Ella guardó silencio un momento y entonces dijo:

—¿Por qué crees que es tan importante para ti controlar cómo hablan los demás?

Detesto las preguntas que presuponen una idea. La gente cree que de ese modo puede salirse con la suya.

—No me había dado cuenta de que hacía eso —respondí.

—¿De veras? —dijo—. ¿No te das cuenta de que actúas así?

—Eso es lo que he dicho.

—Ya sé que eso es lo que has dicho. Te pregunto si es cierto.

—¿Cree que le mentiría?

—Mi pregunta lo insinúa.

Su tono me desconcertó un poco.

—Supongo que sí, que me doy cuenta de que hago algo así, pero no creo que controle la manera de hablar de los demás.

—¿Qué es lo que haces?

—No lo sé —respondí—. Me molesta que se emplee mal el lenguaje. Creo que es necesario hablar correcta y claramente, con precisión.

—¿Por qué crees que eso es importante para ti? —No respondí, porque no se me ocurría nada que decir—. ¿Crees que esa tendencia tuya estimula a la gente a conversar contigo?

La respuesta era evidente, así que no abrí la boca.

Durante un buen rato nos envolvió un silencio hostil y un tanto triste.

—Bien, se nos ha terminado el tiempo —dijo ella finalmente—. Volveremos a vernos el jueves a la misma hora. ¿Te va bien?

—Creía que iba a venir solo una vez a la semana.

—Me parece que será mejor dos sesiones semanales. Por lo menos de momento. ¿Te parece un problema?

—No desde el punto de vista logístico.

—¿Y desde algún otro punto de vista?

—No.

—De acuerdo. Nos veremos el jueves a las cuatro y media.