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Viernes, 25 de julio de 2003

Cuando regresé a la galería, John estaba sentado detrás del mostrador, pero al verme, se levantó, fue a su despacho y cerró la puerta. Supe que mi madre había llegado porque la temperatura había descendido unos veinte grados. Entre las brillantes pero erróneas ocurrencias de mi madre, figuraba la de que mantener la galería helada como una cámara frigorífica para conservar carne es bueno para el negocio. Esta idea era el resultado de haberse tomado en serio un artículo que leyó en la sección de «estilo» del Times, cuyo autor sostenía que, basándose en una reciente encuesta de la temperatura en diversos emporios de la ciudad de Nueva York, la exclusividad de un lugar estaba en proporción inversa directa a su temperatura: Bergdorf Goodman’s 17ºC, Kmart, 24ºC.

Así que me puse el suéter que tengo a mano para ocasiones tontas como aquella. Me coloqué detrás del mostrador y miré la pantalla del ordenador, que mostraba la página web de la galería. John siempre vuelve a esa página después de haber estado navegando: creo que no sabe que me basta pulsar la tecla de retroceso para ver los sitios que ha visitado, que suelen ser una mezcla muy interesante de esoterismo y pornografía. Al cabo de unos pocos clics, me encontré en Gent4Gent.com, «donde hombres de calidad encuentran a otros hombres de calidad». Hice clic en otra ventana y descubrí el que supuse que era el perfil de John, pues había una fotografía suya donde se hallaba en la terraza de una casa en la playa, con un bañador muy ceñido que resultaba obsceno pero halagador. Su perfil se titulaba «Narciso negro» y decía: Varón gay negro, 33 años, 1,77, 80 kg. Triunfador, educado, culto. Apuesto, en buena forma, ardiente. Busca hombres inteligentes y divertidos interesados en el sexo y la semántica. Le gusta: Paul Smith, Paul Cézanne, Paul Bowles. Le disgusta: Starbucks, Star Jones, Star Wars. Dispuesto a la conversación, las citas, la corrupción.

Al perfil implacablemente aliterado seguía una larga lista de preferencias: libro, película, actividad de ocio, país, etcétera. Al final había una sección en el que uno describía a su pareja perfecta. El hombre soñado de John era blanco, de 26 a 35 años, universitario, licenciado o doctor, ganaba como mínimo cincuenta mil dólares al año, medía entre 1,70 y dos metros y pesaba entre setenta y ciento veinte kilos. De piel suave, pero no depilado, «modelado en el gimnasio», al que le gustaran las artes, el béisbol y el sexo, que tolerase gatos, perros y pájaros, que no fumase pero bebiera «socialmente» y tomara drogas «con moderación, en todo caso», que practicara «siempre» el sexo seguro, que viviera en Manhattan, que fuese espiritual pero no religioso, que votara al Partido Demócrata, que fuese vegetariano, versátil y no estuviera circuncidado.

Como no tenía nada más que hacer y como entrar en Gent4Gent era gratis (aunque tenías que pagar por los «servicios premium»), creé e introduje un perfil de la pareja perfecta de John. Me sentía un poco como el tipo que creó a Frankenstein, pues la criatura que imaginaba parecía potencialmente monstruosa: un macizo rubio de treinta años (1,82 metros, 95 kilos) que trabajaba en el departamento de arte contemporáneo de Sotheby’s, era medio francés y medio norteamericano (yo tenía la sensación de que John era francófilo), licenciado por Stanford y con estudios de posgrado en la Sorbona, tenía dos gatos de raza maine coon (Peretti y Bugatti), le encantaban los Yankees y el Ballet de la Ciudad de Nueva York, vivía en Chelsea y tenía una polla de veinte centímetros sin circuncidar.

Al cabo de unos quince minutos dos personas, un hombre y una mujer maduros, entraron en la galería. Me obviaron y se dirigieron a los cubos de basura con esa manera de andar como cangrejos que emplea la gente para maniobrar por una galería de arte. Examinaron con atención cada cubo de basura sin dejar de hablar en voz baja y sin descanso en alemán. Tras haber examinado todas las obras, se acercaron al mostrador. Alemanes ricos y elegantes dedicados a visitar galerías de arte. El hombre llevaba una chaqueta de ante de color beis sobre una camiseta marrón de Comme des Garçons. La mujer llevaba un vestido de tirantes Marimekko (puesto al revés) y alpargatas. Ambos llevaban gafas de sol.

—¿Cómo se llama ese artista que ha hecho esta basura? —me preguntó la mujer. No sabía si usaba la palabra basura con fines de identificación o como juicio de las obras.

—No tiene nombre —respondí.

—¿No tiene nombre?

—No, no tiene nombre.

—Pero debe tener un nombre. ¿Cómo se llama?

—Puede usted llamarle como guste —le dije—. Cree que tener nombre influye en la percepción de su obra. Cree que los nombres son estorbos.

—Ah, sí, comprendo. —La mujer le dijo algo en alemán a su acompañante y este hizo un gesto de asentimiento y respondió: «Ja, ja»—. Es buena —siguió diciendo la mujer—. Es puro, no hay ego, no hay orgullo obsceno.

—En efecto —comenté.

—¿Puede enviar estas basuras a Alemania? —me preguntó.

—Desde luego. Enviamos nuestras obras de arte a todo el mundo.

—Es buena —dijo la mujer. Habló de nuevo al hombre en alemán y él volvió a responder: «Ja, ja».

—¿Y qué precio tiene?

Le di una de las listas de precios situadas sobre el mostrador y señalé el precio de cada pieza. No tenían título, estaban numeradas y costaban dieciséis mil dólares cada una.

La mujer miró la lista y entonces se la mostró a su acompañante, señalando el precio con una larga uña pintada de rojo.

—¿Están todas disponibles? —preguntó. Yo le dije que sí—. ¿No se ha vendido ninguna?

—Estas obras han despertado mucho interés —respondí—. La verdad es que continúan interesando, pero aún no se ha vendido ninguna. ¿Le interesa alguna en particular?

—La número cinco nos parece muy bonita.

—Ah, sí, esa es mi favorita.

—¿Cree que es la mejor?

—Sin duda. Tengo entendido que también es la favorita del artista.

—Es buena —dijo la mujer—. Muy buena. Es posible que volvamos. ¿Podría darnos una tarjeta?

Le di una tarjeta de la galería.

—¿Desea que les incluyamos en nuestra lista de correo? —le pregunté, señalando el libro de clientes.

Ja, por supuesto. Aunque probablemente ya figuremos ahí.

La mujer firmó en el libro y me devolvió la pluma, una estilográfica Waterman. Mi madre creía que ofrecer una de esas plumas demostraba clase, pero, como es natural, la gente siempre trataba de largarse con ella, reacción que me complicaba mucho la vida. Cada vez que alguien firmaba en el libro, tenía que estar ojo avizor para que no se olvidara de devolverme la pluma. A mi modo de ver, reclamar la pluma contrarrestaba en gran medida la clase que demostraba la misma, pero eso no disuadía a mi madre.

Aquella tarde, cuando volví a la galería con el tentempié de John, mi madre estaba junto al mostrador, revolviendo el interior de su bolso. Dedica mucho tiempo a esa tarea. Siempre lleva consigo esos bolsos enormes en los que lo guarda todo y nunca puede encontrar nada.

—Me han desaparecido las gafas de sol —me explicó—. En cuanto las encuentre, me marcho. ¿Quieres venir a casa conmigo?

—Solo son las cuatro de la tarde —respondí.

—Sí, la tarde de un viernes de julio. Cualquiera que tenga un remoto interés por el arte ya ha abandonado el barrio. ¿Eso es para John? Dile que también puede marcharse.

Le llevé a John la cara y espumosa bebida.

—Dice que puedes marcharte —le dije. Por la atención con que miraba la pantalla de su ordenador, imaginé que estaba navegando por Gent4Gent.

—Estupendo —replicó—. No tardaré en irme. En cuanto termine este trabajo.

—Que pases un buen fin de semana.

—Lo mismo te digo.

Milagrosamente, mi madre ya había encontrado las gafas de sol. Salimos de la galería, recorrimos el pasillo y esperamos el montacargas, que es el único ascensor del edificio, accionado por unos amables hombres que disfrutan con su habilidad de hacer perder el tiempo al personal de la galería.

Una vez en la calle giramos al oeste y caminamos una manzana hasta la autopista del West Side. Esperamos a que cambiara el semáforo y entonces fuimos al paseo del río Hudson, a aquella hora estaba lleno de patinadores, ciclistas y corredores: una especie de hora móvil, saludable y feliz.

Pero era agradable pasear a lo largo del río. Pasamos ante un puesto donde vendían limonada fría y mi madre compró un par.

—¿Has comido hoy con tu padre? —me preguntó.

—Sí.

—¿Le has hablado de mí?

—Sí.

—Te dije que no lo hicieras, James. No necesita conocer todos los detalles de mi vida.

—No creo que lo ocurrido sea un detalle —contesté.

—Ya sabes a qué me refiero. ¿Adónde te llevó?

—Fuimos al comedor de los socios.

—Dios mío, ni siquiera puedes conseguir de ese hombre una comida decente. ¿Dejan entrar allí a las mujeres?

—Supongo que sí, siempre que sean socias.

—Y, naturalmente, no hay socias —comentó mi madre—. ¿Qué has comido?

Penne con albahaca fresca y tomates de la huerta.

—¿Estaban buenos?

—Sí. —Estuve a punto de mencionarle el comentario que mi padre había hecho sobre la pasta, pero lo dejé correr.

—Yo he comido en Florent con Frances Sharpe. ¿Sabes que su hija va a Brown?

—No.

—Olivia Dark-Sharpe —dijo mi madre—. Va a empezar ahora el penúltimo curso. Por desgracia, lo pasará en Honduras. Parece ser que Brown tiene cierto programa en ese país, donde enseña artes y oficios a los nativos.

—¿No debería ser al revés?

—¿Qué quieres decir? —inquirió mi madre.

—¿Por qué los hondureños necesitan que estudiantes de Brown les enseñen artes y oficios?

—Frances me lo explicó. Parece ser que la artesanía que producen no es buena, por eso este programa les enseña una artesanía que puedan vender al extranjero, como bolsos, velas aromáticas y jabones.

—Vaya, qué ganas tengo de llegar al penúltimo curso.

—No seas irónico, James. Frances dice que Olivia adora Brown.

—¿Que la adora?

—Sí, la adora. ¿Qué tiene eso de malo?

—No lo sé. Me parece que es un poco raro adorar una universidad.

—A veces no te soporto, James. Eres tan reacio a mostrar entusiasmo por nada o siquiera a permitirlo en los demás… Es algo muy irritante y una muestra de inmadurez.

—Eso no es cierto —repliqué—. Hay muchas cosas que me entusiasman.

—¿Cuáles?

—Pues esa casa que te enseñé anoche, por ejemplo.

—¿Qué casa?

—La casa de Kansas. La del porche convertible en dormitorio.

—Puesto que eso no tiene absolutamente nada que ver contigo, no cuenta. ¿Qué es lo que te entusiasma? ¿Qué adoras?

—Adoro a Trollope —contesté—. Y a Denton Welch y a Eric Rohmer.

—¿Quién es Denton Welch?

—Un escritor brillante. Era británico y quería ser pintor, pero cuando tenía unos dieciocho años iba un día en bicicleta, le atropelló un coche, se quedó inválido para siempre y no podía pintar, así que empezó a escribir.

—Qué macabro suena eso, aunque admiro a quienes sacan el mejor partido de las adversidades.

—Fue un escritor asombroso. No deberías burlarte de él.

—No me burlo —dijo mi madre—. Pero todo eso es cultural, James, libros y películas. Es fácil que le gusten a uno. El gusto por el arte es fácil. Lo importante es que te guste la vida. A cualquiera puede gustarle la Capilla Sixtina.

—Detesto la Capilla Sixtina —protesté—. Odio que Miguel Ángel tuviera que desperdiciar su talento haciéndole el juego a la Iglesia católica.

—Como quieras… Odia la Capilla Sixtina, pero hazlo como algo real.

—¿Crees que los libros no son reales?

—Ya sabes lo que quiero decir. Algo que no haya sido creado, algo que existe.

—Me gustaría la antigua Penn Station, pero ya no existe.

—¿Y qué me dices de Grand Central? Grand Central Station es maravillosa y gracias a Jacqueline Kennedy Onassis todavía existe.

—Sí, me gusta Grand Central, pero ahí no puedes vivir.

—¡Pues claro que no puedes vivir ahí! ¡Cómo! ¿No serás feliz si no vives en Grand Central Station? Eso no augura nada bueno, cariño.

No le respondí. Sabía que mi madre tenía razón, pero eso no cambiaba mi manera de ser. La gente siempre cree que demostrando tener razón puede hacerte cambiar tu manera de pensar.

Caminamos un rato en silencio y entonces me preguntó:

—¿Y qué tal tu padre? ¿Alguna novedad?

Pensé hablarle de la cirugía cosmética voluntaria de mi padre, un tema que le habría encantado, pero decidí no hacerlo. La única manera en que cada uno de mis padres averigua cosas del otro es por medio de Gillian y de mí, pero como mi madre me había reñido por revelar su fracaso matrimonial, no veía ningún motivo para cooperar.

—No, ninguna —respondí.

—¿Irás este fin de semana a East Hampton? —quiso saber.

—Me parece que no. Creo que mañana iré a ver a Nanette.

Nanette es mi abuela materna. Vive en Hartsdale y probablemente es mi ser humano predilecto. Se llama Nanette porque cree que esa palabra es más sofisticada que «abuela» o «abuelita» y, además, en los años setenta aprendió el papel de Nanette por si tenía que sustituir a la actriz (creo que era Debbie Reynolds, pero no estoy seguro) en alguna reposición de No, no, Nanette. Durante muchos años participó en el concurso televisivo ¿No me digas? Tenía que ponerse un vestido nuevo a diario, todos ellos cortesía de unos grandes almacenes. A menudo se refiere a sí misma como «la Kitty Carlisle Hart del pobre».

—Hazme un favor —siguió diciéndome mi madre—. No le cuentes a Nanette lo que me ha ocurrido con Barry. No tardará en descubrirlo y quisiera tener unos días de paz y tranquilidad antes de que me sermonee.

—¿Y si me pregunta?

—¿Si te pregunta qué?

—Cómo os va a ti y al señor Rogers.

—No te lo preguntará. Ya sabes que nunca te pregunta por mí. Ni siquiera piensa en mí.

—Bueno, pero si me preguntara, ¿qué debo decirle? ¿Quieres que le mienta?

—Créeme, James —respondió mi madre—. No te preguntará.

Aquella noche estaba sentado en el sofá de la sala en compañía de Miró, tratando de completar el crucigrama que mi madre había abandonado tras resolver sus tres cuartas partes, pero como los crucigramas de los viernes son de una complicación excesiva, no avanzaba gran cosa. Mi madre se había acostado. Hacia las once de la noche Gillian y Herr Schultz regresaron a casa después de haber visto alguna película estúpida. No me cabe en la cabeza que unas personas supuestamente inteligentes, digamos un profesor de Columbia y una estudiante de Barnard, vayan a ver una película como Piratas del Caribe. Gillian entró en la cocina y salió con una botella de cerveza Peroni para ella y una Coca-Cola sin azúcar y sin cafeína para Rainer Maria.

—¿Quieres una cerveza? —me preguntó Gillian, pero había esperado hasta que estuvo sentada en la sala antes de preguntármelo, lo cual significa que debía decirle que no.

—No, gracias. ¿Qué tal la película?

—Muy buena —replicó Gillian—. Por lo menos la parte que hemos visto. Pero alguien ha provocado un incendio en el cine y hemos tenido que salir. Nos han dado entradas gratis.

—No sé por qué vais a ver una película como esa un viernes por la noche en Nueva York —comenté—. Es como ir al infierno.

—Eres un muermo, James —dijo Gillian.

—No riñáis, chicos —terció Herr Schultz—. Ya tengo bastantes riñas en casa.

Rainer Maria estaba casado y tenía varios hijos de un rubio alarmante. Su esposa, Kirsten, enseñaba lenguas escandinavas en Columbia (estoy seguro de que había una enorme demanda de esas lenguas) y escribía una serie de novelas de misterio protagonizadas por un detective sueco transexual (hembra-macho). Kirsten tenía una aventura con su exterapeuta. El matrimonio de Kirsten y Rainer Maria era «abierto». (Sé todo esto porque Gillian me lo contó).

—¿Sabes qué? —le dije a Gillian.

—¿Qué?

—Este fin de semana papá pasará por el quirófano. Cirugía estética.

—Fantástico. ¿Qué le hacen?

—Le van a quitar las bolsas de debajo de los ojos.

—Ya era hora —dijo Gillian—. Empieza a parecerse a Walter Matthau. ¿Significa eso que no se pasará por allí en todo este fin de semana?

—Sí —respondí.

Ella se volvió hacia Rainer Maria.

—¿Quieres ir mañana a la playa, cielo?

—No, detesto la playa —contestó él—. Y, por favor, no me llames cielo.

—¿Irás tú? —me preguntó Gillian.

—No. Mañana le haré una visita a Nanette.

—Hay que ver lo raro que eres.

—Que te den —le dije.

—Chicos, chicos —dijo Rainer Maria.

—Ah, ¿tú no crees que es raro? —le preguntó Gillian a Rainer Maria—. ¿Un muchacho de dieciocho años que visita a su abuela?

—No —respondió Rainer Maria—. Los norteamericanos tenéis muy poco sentido de la familia. En Alemania es diferente. Queremos a nuestros abuelos.

—Yo no estoy diciendo que no debas quererlos —dijo Gillian—. Tan solo digo que visitarlos es raro. Estudiar lejos de aquí te irá muy bien, James. Tienes que salir de esta casa, de veras.

—He decidido no ir a la universidad —anuncié.

—¿Qué? ¿Cuándo has decidido eso?

—Hoy.

—¿Cómo que no vas a ir a la universidad? ¿Qué harás entonces?

—Estoy pensando en irme al medio oeste.

—¿El medio oeste? ¿El medio oeste de qué?

—De Estados Unidos. Los estados de la pradera.

—¿Los estados de la pradera? Creo que has leído Mi Ántonia demasiadas veces.

—Calla, Gillian —dijo Rainer Maria—. Creo que es un plan muy bueno, James. La experiencia universitaria en Estados Unidos es una farsa.

—¡Alto ahí! —exclamó Gillian—. Tú enseñas en una universidad.

—Mi querida Gillian, si todo el mundo tuviera que creer en la labor que desempeña en su trabajo, no se haría gran cosa en el mundo —protestó él.

—¿Se lo has dicho a mamá?

—Se lo he comentado.

—¿Qué significa eso de que se lo has comentado? ¿Cómo puedes «comentar» que no vas a la universidad un mes antes de que empiece el curso?

—Se lo he comentado. Creo que ella ha creído que se trataba de una broma.

—De eso no tengo duda. ¿Pero qué te pasa? ¿Por qué no quieres ir a la universidad?

—Creo que sería una pérdida de tiempo y que mis compañeros no me gustarían. No quiero vivir con gente así.

—¿Gente cómo qué?

—Como tú.

—Creo que lo que dices es muy juicioso, James —dijo Rainer Maria.

Gillian le dio un golpe.

—¿A qué te refieres? Acaba de decir que no quiere vivir con gente como yo.

—Me refiero a lo de que es una pérdida de tiempo. Además, no creo que a James le gustasen los universitarios y eso no tiene que ver contigo, querida.

Gillian apuró su cerveza y se levantó.

—Tengo hambre —dijo—. Vayamos a comer algo en alguna parte.

—De acuerdo —convino Rainer Maria—, pero que sea un sitio tranquilo y barato.

—Vayamos a Primo.

—Primo no es ni tranquilo ni barato —dijo R. M.

Me puse de pie.

—Yo me voy a la cama.

—Sí, será mejor que descanses —dijo Gillian—. Menudo día tienes hoy.

—¿Sacarás a pasear a Miró?

—No —respondió Gillian—. Hoy lo he sacado dos veces y las dos ha hecho caca.

—¡Yo pasearé al perro! —dijo Rainer Maria—. Cuando vuelva, Gillian, ya tendrás pensado en un restaurante apropiado. Buenas noches, James.

—Buenas noches, Rainer Maria.

No le di las buenas noches a Gillian y ella tampoco me las dio.