Abril de 2003
En Washington D. C., asistí a un seminario llamado «El aula norteamericana». Habían seleccionado a dos estudiantes de cada estado para participar y nos llevaron a pasar una semana en Washington. Los alumnos de último curso de mi instituto tuvimos que escribir una redacción sobre algún aspecto del gobierno o la política. Quise asegurarme de que no me eligieran y escribí una redacción que me pareció muy floja y tonta en la que argumentaba que las mujeres eran mejores dirigentes de gobierno que los hombres, porque ellas parecen más capacitadas para pensar en los demás, mientras que los hombres, por lo menos los que buscan el poder, solo parecen capaces de pensar en sí mismos: su riqueza, su poder, el tamaño de su polla. La cuestión es que, aunque creo de veras que era una redacción estúpida, me seleccionaron. No quería ir, pues, aunque decían que el programa dependía de los dos partidos políticos, lo dirigía la Asociación Nacional del Rifle o las Hijas de la Revolución Norteamericana o alguna organización por el estilo, y sabía que iba a ser espantoso. Soy anarquista, detesto la política. Detesto la política y la religión: también soy ateo. Si no fuese tan trágico, me resultaría gracioso que la religión sea considerada una fuerza beneficiosa capaz de lograr que la gente sea moral, caritativa y amable. La mayor parte de los conflictos del mundo, pasados y presentes, se deben a la intolerancia religiosa. Podría hablar largo y tendido sobre todo ello, porque es terrible, sobre todo con sucesos como los del 11 de septiembre, pero no quiero hacerlo. La cuestión es que no quería ir al seminario sobre «El aula norteamericana», sabía que iba a ser una pesadilla, pero me dijeron que debía ir. Eso sucedió justo cuando presentaba mi solicitud de ingreso a diferentes universidades y ser seleccionado para aquel seminario parecía ser un factor decisivo para ser admitido en Harvard y Yale, pero no fue así.
Aunque no puedo negar que fui con malísima disposición, puedo decir sin exagerar que aquello fue espantoso desde el principio. Bueno, el principio fue correcto, antes de llegar a Washington, claro. Tomé el tren en Penn Station y a mí me encanta viajar en tren, aunque sea el patético Amtrak. Tuve problemas antes de subir al tren, que es lo que considero el principio, por esa pesadilla que es Penn Station. Me enfurece pensar que en otro tiempo hubo en la ciudad de Nueva York un hermoso y majestuoso edificio que yo no he podido admirar porque en los años sesenta alguien decidió derribarlo (se trata de un buen ejemplo de por qué las mujeres deberían ocupar los puestos de poder, pues tengo serias dudas de que ninguna mujer hubiera derribado la antigua Penn Station). En la nueva y moderna Penn Station no anuncian el andén hasta treinta segundos antes de la partida del tren, lo cual te obliga a no dejar de mirar el feo tablero para localizar tu tren y correr entre miles de personas hacia el andén anunciado si quieres conseguir asiento. Así pues, los momentos anteriores al comienzo del viaje fueron desagradables, pero una vez dentro de un vagón tranquilo, donde estaba prohibido escuchar música y hablar por el móvil, las cosas cambiaron.
Uno de los aspectos que más aprensión me causaron de «El aula norteamericana» fue la norma en el vestir. Los «caballeros» tenían que llevar chaqueta, corbata, pantalones que no podían ser vaqueros y zapatos de piel. Las «damas» debían llevar vestidos o pantalones de vestir, blusas «apropiadas» y zapatos de piel. Me pareció un tanto inquietante que un programa que supuestamente celebraba la maravilla de la democracia tuviera ese enfoque totalitario en cuanto a la indumentaria.
Así pues, vistiendo la chaqueta, la corbata, unos pantalones apropiados y los zapatos de piel, disfrutaba de los últimos minutos de libertad en el tren que me conducía allá. Además del traje mencionado, también teníamos que llevar prendida una etiqueta con nuestro nombre durante toda la estancia en Washington. Nos habían enviado las etiquetas para que nos las pusiéramos nada más llegar al aeropuerto, la estación de autobuses o de ferrocarril. La etiqueta decía: EL AULA NORTEAMERICANA el aula norteamericana, en letras con franjas rojas, blancas y azules y, debajo, en letras negras, figuraba nuestro nombre y el estado al que representábamos. Llevaba la mía en el bolsillo, porque me negaba a ponérmela hasta que no tuviera más remedio.
Cuando me apeé en la Union Station, se me ocurrió de repente que, al no llevar prendida la etiqueta de identificación, podía pasar junto al grupo, salir yo solo y pasar una encantadora semana en Washington. Mi madre me había dado su tarjeta de crédito «por si acaso», así que podría alojarme en un hotel sin ningún problema. Y podría pasar mucho tiempo en la Galería Nacional o quedarme en la habitación del hotel leyendo Can You Forgive Her?, que había cogido por si tenía algún tiempo libre entre las sesiones de adoctrinamiento. En eso estaba pensando cuando vi, pasando cerca de mí, un gran grupo de adultos jóvenes vestidos de una manera extraña. En medio de ellos, una mujer que por su atuendo parecía una azafata de vuelo, parecía verificar sus nombres en la lista fijada a una tablilla sujetapapeles. Los estudiantes llevaban puestas sus etiquetas de identificación y allí estaban como reses a la espera de que las llevasen al matadero. Pasé por su lado, crucé la puerta y me detuve en la acera. Un taxista me preguntó si necesitaba sus servicios y le dije que no. Sabía que debía prenderme la etiqueta de identificación, dar media vuelta, regresar al interior de la estación y unirme al desdichado grupo. Me dije: «En la vida hay cosas que no quieres hacer pero tienes que hacerlas. No siempre puedes ir a donde quieres ni hacer lo que te plazca. La vida no funciona así. Esta es una de esas ocasiones en las que debes ir a donde no quieres y hacer lo que no te place». Manoseaba con nerviosismo la etiqueta de identificación que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, abriendo y cerrando la aguja imperdible. Y entonces la apreté con fuerza, con tanta fuerza que supe que sangraría, porque quería sangrar. Si tenía que hacerlo, quería sangrar haciéndolo.
Cuando aquella pizpireta señora hubo verificado todos los nombres de su lista, nos llevó al exterior de la estación y nos hizo subir a una furgoneta. La mujer, que se llamaba Susan Porter Wright y era esposa de un congresista republicano, trabajaba como voluntaria para «El aula norteamericana». Nos habló de la ilusión con que esperaba cada año la celebración del seminario y lo maravilloso que era recibir a los estudiantes más inteligentes y cívicos de todo el país. A pesar de que todos llevábamos etiquetas identificadoras, quiso que nos presentáramos uno tras otro. Entonces se olvidó de nosotros y se puso a hablar por su móvil con un restaurador acerca de una fiesta de inspiración hawaiana para celebrar el cumpleaños de su marido en cuyo transcurso quería asar un cerdo en el jardín de su casa.
Yo sabía que todos nos alojaríamos en un hotel y había imaginado uno de los bonitos hoteles cerca del Mall, por lo que sentí cierto pánico cuando atravesamos rápidamente Washington y tomamos la autopista en dirección a Arlington, Virginia. Ninguno de los demás estudiantes parecía percatarse de que estábamos cruzando las fronteras estatales, lo cual creo que constituye un delito federal. Todos parecían integradísimos y simpáticos, y charlaban sobre su procedencia, la universidad a la que irían y lo mucho que les entusiasmaba encontrarse en Washington D. C. (brevemente, pues la habíamos dejado atrás) para asistir al seminario «El aula norteamericana». «Es lo más interesante que he hecho en la vida», dijo una chica, pero era de Dakota del Norte, por lo que esa afirmación tenía bastante sentido. Otra chica me preguntó de dónde era yo. «De Nueva York», respondí, como ya había dicho durante las presentaciones más recientes. «Oh, ¿de qué parte de Nueva York?», quiso saber ella. «De la misma ciudad de Nueva York», le dije. Y ella me informó de que su madre había nacido en Staten Island, a lo que contesté que genial. No se me ocurrió qué más decirle.
Fuimos alejándonos cada vez más de Washington D. C. y, cuando estaba a punto de preguntarle a la señora Wright adónde íbamos, nos desviamos de la autopista y entramos en el aparcamiento de un TraveLodge. Se trataba de uno de esos hoteles situados en medio de ninguna parte, rodeado por unas seis autopistas, ante el que pasas y te preguntas quién se alojará ahí y por qué. Esos lugares que parecen desconectados de la vida tal como la vivimos me ponen nervioso de veras. Me recordó un desafortunado incidente que había sufrido hacía cerca de un año y que, por cierto, ahora que caigo en la cuenta, prefigura el desafortunado incidente que estoy a punto de relatar. Pasé unos días en Los Ángeles con mi padre. Él estaba allí en viaje de negocios y nos alojamos en un hotel desde el que se veía el museo Getty, blanco y bonito, reflejando el sol en lo alto de una colina, así que la primera tarde, mientras él iba en un coche de alquiler al centro de la ciudad, donde tenía una reunión, me encaminé al museo Getty. Pensé que sería bastante fácil, dado que podía ver el edificio: daba la impresión de que solo se trataba de doblar la esquina e ir cuesta arriba, pero resulta que no se puede ir al Getty a pie. La acera finalizó sin ninguna razón aparente y me vi obligado a caminar por el arcén de la carretera, que no estaba pensado para que nadie caminara por allí, pues estuvieron a punto de atropellarme. Los conductores de Los Ángeles no son nada considerados con los peatones, actúan como si jamás hubieran visto un peatón y no creyeran que su presencia es real, por lo que pueden pasar por tu lado a ciento treinta por hora. La carretera que debería haberme conducido al museo Getty solo me llevó a una autopista de ocho carriles, que yo sabía que no podía cruzar, por más que viera el museo delante. Arriesgando la vida, desanduve mis pasos y encontré la entrada de mantenimiento del Getty, un camino que subía por el lado posterior de la colina en cuya cima el museo estaba tan esquivamente encaramado, pero los guardas que se encontraban en una caseta levantada en el arranque del camino me dijeron que solo se permitía el paso de vehículos por la carretera de servicio. Al parecer, unos pies humanos no debían tocarla jamás. Esto me pareció tan absurdo y yo estaba tan acalorado y enojado que me cabreé y eché a andar por aquel camino y los guardas salieron corriendo de la caseta empuñando sus fusiles de asalto y casi me derribaron. Me amenazaron con llamar a la policía, pero les supliqué que no lo hicieran y acabaron tomándome una fotografía y haciéndome firmar un papel en el que decía que nunca jamás volvería a visitar el museo Getty bajo ninguna circunstancia. (Desde entonces tengo la fantasía de que en algún momento de mi vida recibiré un importante premio y la ceremonia de entrega será en el museo Getty y tendré que rechazar el galardón y, cuando me pregunten por qué, diré que es por su zafia política sobre el acceso de los peatones al museo y, al darse cuenta de lo estúpida que es, construirán un paseo peatonal y le pondrán mi nombre).
La situación del TraveLodge no era su único inconveniente. A fin de ahorrar dinero y fomentar la camaradería entre los participantes, el alojamiento fue de tres por habitación, para lo cual hubo que añadir una cama supletoria. Se puso en práctica el democrático principio de primero llegado, primero servido y, como yo fui el último en llegar, me tocó la cama supletoria.
La experiencia de vivir con otros dos chicos en una habitación de hotel fue tan traumática que no recuerdo gran cosa. Sé que todo esto hace que parezca anormal y neurótico, quizá debería haberme callado y alistado en el ejército, dormir en una habitación con docenas de hombres y verme obligado a cagar en una casilla sin puerta para superar mis problemas, pero no me había alistado en el ejército y lo único que deseaba era una habitación donde estar solo. Estar solo es una necesidad básica para mí, tan básica como la de alimentarme y beber agua, pero observo que a los demás no les sucede lo mismo. A mis compañeros de habitación parecía gustarles vivir en una misma habitación, pedorreándose y fumando droga, sin que pareciera importarles en absoluto no estar solos. Únicamente me siento a mis anchas cuando estoy solo. Relacionarme con los demás no es algo natural para mí sino que me tensa y me exige un esfuerzo y, como no lo vivo de una manera natural, cuando hago ese esfuerzo no tengo la sensación de ser yo mismo. Me siento bastante cómodo con mi familia, pero incluso con ellos a veces noto la tensión de no estar a solas.