[MARCA: 11. 16. 39]

Encendido. Apagado.

Encendido. Apagado.

Encendido.

Mantener la activación. Mantener. Despertar.

Atrapado y ciego. Indefenso. Privado de conciencia durante mucho tiempo, ha perdido toda la noción de dónde está o qué es.

Conoce el miedo.

Es Telemechrus.

Le han enseñado muchas cosas, y una de ellas es a controlar su ira hasta que sea necesario. Probablemente ha llegado el momento en que sea necesario.

La deja ir. La deja reemplazar al abominable miedo. Analiza. Busca. Decide.

Su decisión es ésta: aún está en su urna, y sus sistemas de hibernación se han apagado. No, han sido interrumpidos. Por una señal de comunicación. La señal encriptada de un transmisor.

Lo despertó la emisión encriptada de un transmisor que provocó una respuesta automática en el sistema de apoyo de su urna.

Su urna está dañada. Telemechrus no cree que pueda salir. Grita, pero no hay venerables a su alrededor para socorrerlo o ayudarlo.

No hay nadie a su alrededor.

No conocerá el miedo. No conocerá el miedo.

Su implante horario le dice que ha estado inactivo durante algo más de once horas. Los sensores externos han caído. No puede ver. No puede abrir la urna. No hay noosfera. No hay datos en carga.

Sólo percibe la señal de transmisión que lo ha despertado. Se aferra a eso. Trata de descifrarla.

Sus localizadores de inercia le indican que está parado. Registraron, once horas antes, un enorme desplazamiento seguido de un impacto cinético demasiado intenso como para poder medirse plenamente. Él no lo recuerda. La hiberestasis debe de haberlo dejado inconsciente antes de que sucediera.

Los sensores de movimiento se encienden.

Hay algo muy cerca. Algo se está acercando a su urna.

¿Amigo o enemigo? No tiene datos. Ni forma de averiguarlo. No puede orientarse. La urna lo tiene atrapado. Ni siquiera puede descargar su arma mientras está encerrado en la caja.

¿Amigo o enemigo?

Algo golpea el casco exterior de su urna y destroza las abrazaderas. Algo tira de la escotilla y la abre.

—¿Estás vivo ahí dentro? —pregunta una voz.

De repente, Telemechrus consigue una entrada datos de alimentación óptica. Luz. Puede sentir el aire rozándole la piel, a pesar de que no tiene piel.

La voz proviene de una figura recortada a contraluz.

—Responde —dice la voz—. ¿Te puedes mover, amigo?

Telemechrus trata de responder, pero no le sale la voz. Sólo un zumbido. Un gemido. Un seco jadeo sónico. Activa sus implantes ciberorgánicos, inyecta energía en sus miembros articulados, se sacude esa sensación de hormigueo y entumecimiento de la inmovilización, y se inclina hacia adelante.

Torpe y poco elegante, sale del contenedor. La figura se aparta para dejarlo salir.

Sale del contenedor aplastando trozos de rocas y vidrio hasta convertirlos en polvo bajo sus pies. Siente los rayos del sol sobre la cara, a pesar de que no tiene cara. Estira su fantasmal espina dorsal, estira sus recordados brazos.

Envaina sus armas. Los acoples de energía se iluminan. El flujo de transmisiones funciona. Mira a la figura que lo ha liberado.

—Gracias. Mi señor —consigue decirle.

—¿Me conoces? —le pregunta el guerrero.

—Sí. Tetrarca. Yo. Identifiqué. El. Patrón. De. Su. voz.

Eikos Lamiad hace un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Está bien. Mi rostro no es tan reconocible como lo fue una vez.

Telemechrus ajusta su alimentador óptico y enfoca al gran tetrarca. El perfil visual de Lamiad no coincide con el que Telemechrus guarda en su memoria.

La gloriosa armadura dorada de Lamiad está abollada y chamuscada. La famosa porcelana que le cubre la mitad del rostro está agrietada y desfigurada. El intrincado mecanismo de su ojo izquierdo está estropeado.

Su brazo izquierdo está amputado justo por debajo del codo, lo que no ha dejado nada más que un muñón de la armadura y un manojo de cables cibernéticos destrozados, la forma rota del hueso de ceramita y músculos artificiales rasgados. Lamiad se apoya en su espada con la mano derecha como si se tratara de un bastón.

—Vos. Estáis. Herido. Señor. Paladín.

—Nada que no se pueda reparar —le contesta Lamiad—. Excepto, tal vez, mi corazón.

—¿Vos. Habéis. Sufrido. Alguna. Lesión. Cardíaca? ¿Qué. Vaso. Sanguíneo?

—No, amigo. Lo decía metafóricamente. ¿Comprendes lo que ha sucedido hoy?

—No. ¿Dónde. Estoy?

Lamiad se vuelve y hace un gesto. Telemechrus ajusta su esfera óptica y la amplía, a lo ancho, rastreando. Un área desierta. El cielo está oscuro y moteado con fuertes manchas de calor. Una de ellas en la distancia cercana representa la estructura en llamas de un edificio de tamaño considerable. Se pueden identificar manchas de calor o de fuego más lejanas pero incluso más grandes. El desierto está cubierto de escombros, la mayoría de ellos material perteneciente a la legión, y aparentemente destruido por impactos. Telemechrus rastrea los alrededores. Examina su propio contenedor, destrozado, medio enterrado en el cráter abierto por un impacto. Hay cajas de almacenamiento destrozadas y contenedores de equipamiento desperdigados por todas partes. También hay otros dos contenedores como el suyo.

Telemechrus busca un nivel noosférico, pero no encuentra ninguno. No puede establecer conexión y configurar una posición global con exactitud.

—Caíste desde una instalación orbital baja —le explica Lamiad—. Dos de los tuyos también cayeron al mismo tiempo, pero sus contenedores ya estaban dañados y no consiguieron sobrevivir.

Telemechrus acerca la visión hasta los contenedores medio abiertos que se encuentran al lado del suyo.

—Oh —exclama.

—¿Cómo te llamas, amigo? —le pregunta Lamiad.

—Gabril. No. Es. No. Es. Telemechrus. Señor.

—Telemechrus, hemos sido atacados de la forma más sucia y cobarde. La XVII Legión se ha vuelto contra nosotros. Nos han aniquilado, destrozado las tropas y las instalaciones orbitales y arrasado enormes extensiones de Calth. Estamos cerca de la derrota. Estamos cerca de la muerte.

—La he visto. La muerte, señor. Ambos. La hemos visto. Acercarse. A nosotros y, sin embargo, en ningún. Caso. Nos. Reclamó.

Lamiad escucha y asiente lentamente con la cabeza.

—No lo había pensado de esa manera. Tú eres de nueva forja, Telemechrus, pero ya muestras la sabiduría de un venerable. Los tecnosacerdotes hicieron bien al elegirte para este honor.

—Lo fui. Dijeron. Porque yo. Era compatible. Señor.

—Creo que es así. Y no sólo biológicamente. Yo fui hecho casi como tú, después de Bathor. El Mechanicum de Konor me bendijo con una reconstrucción más sutil. Sin embargo, no es tan robusta.

Lamiad mira su brazo destrozado.

—Hoy, tu construcción acorazada te ha permitido resistir mejor que a mí.

—Sin vos. Señor. Ni siquiera. Hubiera podido. Salir. De mi. Caja.

Lamiad se echa a reír.

—Por favor. Recargadme. Con todas. Las tácticas —dice Telemechrus.

—Yo estaba por allá —dice Lamiad, señalando hacia los edificios en llamas que se observan a media distancia—. El Holophusikon. Se suponía que iba a ser una conmemoración de nuestro futuro, Telemechrus. El ataque orbital produjo una lluvia de escombros por toda esta área. Unas piezas enormes. Golpearon toda la zona como una tormenta de meteoritos.

—Yo era. Uno. De ellos.

Lamiad asiente con la cabeza.

—Una nave entera se vino abajo en aquel sector —le explica—. Y por allá, una sección de la plataforma orbital chocó provocando un accidente atómico. El Holophusikon recibió impactos directos. No tenía ningún tipo de protección. Yo estaba herido. La mayoría de los demás que estaban presentes murieron a causa de la colisión, la conmoción del choque, y el posterior fuego. Ésa es la ciudad de Numinus —dice, señalando en otra dirección.

Telemechrus examina otra enorme fuente de calor. Compara las coordenadas de posición de la ciudad que guardaba con las del Holophusikon, y calcula su posición en relación a ellos, a menos de doscientos metros.

—No hay. Datos —dice Telemechrus—. No hay. Mando central. Comandante.

—No lo hay.

—¿Ha concretado. Un plan teórico. Señor?

—Estoy tratando de reunir todas la fuerzas que pueda contactar —le contesta Lamiad—. Luego tengo la intención de reanudar la guerra contra los traidores que hicieron todo esto.

—¿Cuál es. La potencia de. Su fuerza. Hasta ahora. Señor?

—Tú y yo, Telemechrus.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué? —pregunta Lamiad.

—¿Por qué. Nuestros hermanos. Se volvieron. Contra nosotros?

—No tengo ni idea, amigo. Casi tengo miedo de conocer la respuesta En esa explicación, me temo, nuestro futuro volverá a arder de nuevo. Hermanos contra hermanos, legión contra legión. Una guerra civil, Telemechrus. Es la única plaga que el Imperio jamás haya considerado.

—No conoceremos. El miedo. Señor.

Lamiad asiente de nuevo.

—Yo. Espero. Sus. Ordenes. Señor.

—La ciudad —dice Lamiad—. Numinus. Si tenemos que convertir algún lugar en nuestro campo de batalla, es ése. Allí es donde estará el enemigo.

—Sí.

Lamiad se da la vuelta.

—¿Y qué. Pasa. Con la señal. Del transmisor. Señor?

—¿Qué señal de transmisor?

—La. Señal. Encriptada.

—Mi comunicador está destrozado, Telemechrus. Dime, ¿a qué señal te refieres? ¿Hay alguien ahí fuera? ¿Hay alguien hablando?