[MARCA: 4.12.45]
Es la conmoción. Sólo es la conmoción. Estás herido, y yo te he mostrado mucho. Mucho. Lo siento. De verdad que lo siento. Nadie debería haber visto eso. Nadie debería enfrentarse a todo eso de golpe. Pero es que no hay tiempo para ser delicado en este asunto.
»Viste lo que tenías que ver. Te he mostrado el lugar al que debes ir.
«Reconozco que esto dolerá. Que será duro. Tú puedes hacerlo. Ya has hecho otras cosas duras antes. Vamos, OH. Vamos, mi viejo y querido amigo Ollantius.
»Ha llegado la hora de despertar. Ha llegado la hora de…».
Oll se despierta.
No hay luz del sol. No hay cama. No hay alguien cantando en la cocina.
Luz gris. Niebla. Frío.
Dolor.
Ha caído de espaldas, en una postura torcida. Le duelen las manos, y la espalda, y una de las caderas. La cabeza le duele como si le hubieran metido a presión unos tornillos de acero.
Se incorpora hasta quedar sentado. El dolor empeora.
Oll se da cuenta de que lo más doloroso no son las heridas, los golpes y las torceduras.
Es la conmoción. La conmoción que le ha producido ver aquello. Se da la vuelta para apoyarse en las rodillas y en las manos y sufre un ataque de arcadas sin echar nada, como si intentara vomitar el recuerdo y así librarse de ello.
Sería tentador pensar que no había sido más que una pesadilla. Fácil y tentador. Sólo un mal sueño que había ocurrido porque se había dado un golpe en la cabeza.
Pero Oll sabe que la mente humana no se imagina cosas así. No como ésas. Grammaticus estuvo aquí. El cabrón estuvo aquí. No en carne y hueso, pero casi como si fuera así. Estuvo aquí, y eso era lo que tenía que mostrar.
Dice mucho de la situación que John realizara el esfuerzo sobrehumano, que corriera un riesgo tan inmenso al acudir. Dice mucho, y lo que dice inquieta a Oll Persson.
Se pone en pie tambaleándose. Ha sufrido golpes y está dolorido. Tiene la ropa cubierta de una capa de barro que ya comienza a secarse y a ponerse rígido. Intenta orientarse.
No hay mucho que ver. Una densa niebla gris cubre los alrededores. Se oyen sonidos retumbantes, y distingue unos destellos apagados detrás de las nubes. A lo lejos, y Oll calcula que ese lejos es el norte, se ve un resplandor, como si algo al otro lado de la niebla estuviera ardiendo.
Algo como una gran ciudad.
Mira a su alrededor. El suelo está resbaladizo por la capa de lodo negro y restos apestosos, y cubierto de piezas destrozadas de maquinaria agrícola y postes de valla rotos. Es lo que la inmensa ola ha dejado a su paso tras retirarse. Es lo que queda de sus tierras, de sus campos.
Camina trastabillando, y las botas chapotean a cada paso que da en el barro. La espesa niebla es humo en parte, la otra parte es el vapor de agua procedente de la inundación. El suelo apesta a restos minerales y a lodo del fondo del río. Han desaparecido todas sus cosechas.
Ve una línea de postes que siguen en pie. Por la altura de esa valla y lo que sobresale por encima del barro deduce que la ola ha dejado atrás una capa de un metro de sedimentos. Todo está enterrado. Ha sido peor que lo que ocurrió en Krasentine. Ve una mano, la mano de un hombre, que sobresale del barro negro. Está pálida y arrugada. Parece un gesto desesperado para conseguir aire.
Ya no puede hacer nada al respecto.
Oll llega a la valla y se apoya en uno de los postes. Se da cuenta de que se trata de la puerta situada en el extremo del campo occidental. No se encuentra donde él creía que estaba. Está más o menos a medio kilómetro hacia el oeste. La fuerza de la ola de agua lo ha arrastrado, se lo ha llevado por delante como si fuera un resto más. Se pregunta cómo demonios es posible que no se partiera los brazos o las piernas, o que la cabeza no le reventara al chocar contra algo. Es increíble que no se haya ahogado.
Una vez orientado, se da la vuelta y regresa por donde ha llegado. Ahora que ya sabe dónde está, no tendrá dificultades para encontrar la granja.
Pasa junto a una unidad cultivadora volcada y medio enterrada en el barro negro. Luego encuentra el sendero, o lo que solía ser el sendero. Es un surco lleno de barro, una zanja lodosa. El agua de color violeta acumulada en el centro llega hasta las rodillas. Avanza chapoteando.
—¿Maese Persson?
Se detiene, asombrado de oír otra voz.
Hay un hombre sentado en el borde del sendero. Tiene la espalda apoyada en lo que queda de valla. Está cubierto de barro.
—¿Quién eres? —le pregunta Olí.
—Soy yo. Zybes.
Zybes. Hebet Zybes. Uno de sus trabajadores. Uno de los temporeros.
—Ponte en pie —le dice.
—No puedo.
Zybes está sentado en una postura extraña. Oll se da cuenta de que tiene el brazo y el hombro izquierdos enganchados al poste por el alambre de espino que lo ha atrapado. Todo se ha enmarañado en mitad de la inundación.
—Espera —le dice Oll.
Se lleva la mano al cinturón, pero ha perdido todas las herramientas de trabajo. Regresa junto a la unidad cultivadora volcada y escarba en el espeso barro hasta que encuentra la caja de herramientas en la cabina. Luego vuelve con unas cizallas y corta el alambre para soltar a Zybes. Tiene la carne bastante desgarrada por el alambre.
—Vamos —le ordena OH.
—¿Adonde?
—A un sitio al que tenemos que ir —le responde.
* * *
Les lleva veinte minutos de caminata sobre el barro a través de la niebla llegar a la granja. A lo que queda de ella.
Zybes no ha dejado de hacerle preguntas mientras caminaban, preguntas como «¿Qué ha pasado?» y «¿Por qué nos ha pasado a nosotros?».
Oll no tiene respuestas para eso. Bueno, ninguna que tenga ganas o tiempo de explicar.
Cinco minutos antes de llegar al habitáculo de la granja se cruzan con Katt, el diminutivo de Kattereena. O Ekatterina. O algo así. Oll no lo recuerda. También trabajaba como temporera, igual que Zybes. Era una de las que se ocupaban del horno, donde se secan las gavillas de yerbanegra. Tiene unos diecisiete años y es hija de un vecino.
Simplemente está de pie, en mitad de la niebla, cubierta de barro, con aspecto ausente, mirando a algo que no tiene ninguna posibilidad de ver porque no hay nada visible debido a la niebla. Quizá lo que está viendo es algo tranquilizador, como el día anterior o el día que cumplió cinco años.
—¿Estás bien, chica? —le pregunta Olí.
Ella no le contesta. Conmocionada. Se encuentra totalmente conmocionada.
—¿Estás bien? Katt, ven con nosotros.
Ella no lo mira a los ojos. Ni siquiera hace un gesto de asentimiento, Pero cuando los dos comienzan a caminar de nuevo, la muchacha los sigue de lejos.
El habitáculo está destrozado. La ola lo ha atravesado por completo y se ha llevado por delante la puerta, las ventanas y la mayor parte del mobiliario, y a cambio, ha dejado una capa de medio metro de sedimento y de restos. Oll piensa por un momento en buscar la pictografía de su mujer, la que estaba sobre el aparador que tenía en la cocina, pero el aparador ha desaparecido, así que no cree tener muchas posibilidades de encontrar una pictografía que, la última vez que la vio, estaba sobre ese mismo aparador desaparecido.
Les dice a Zybes y a Katt que lo esperen y entra en el habitáculo. Su cuarto está arriba, en el piso superior, así que no ha sufrido tantos daños como el resto del lugar. Encuentra su vieja mochila de combate, confeccionada con una tela de lona verde bastante desgastada, y empieza a meter unos cuantos objetos que le pueden resultar útiles. Luego se desviste hasta quedarse sólo con las botas de trabajo y se pone ropa seca. Lo mejor que encuentra son sus viejos pantalones del ejército y la chaqueta del mismo uniforme, también de un color verde desgastado.
Recoge unas últimas cosas y escoge qué debe llevarse y qué debe dejar allí. Se decide por otra chaqueta para Zybes, un botiquín y una manta de la cama para Katt.
Su viejo rifle láser sigue colgado sobre la chimenea. Lo descuelga y del hueco de la propia chimenea saca una pequeña caja de madera. Tres cargadores de munición rebosantes de energía. Se mete dos en el bolsillo de la chaqueta y se prepara para encajar el tercero.
Oye a Zybes gritar, y sale a la carrera al patio lleno de barro, donde resbala y casi se cae. El maldito cargador no quiere entrar. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que se entrenó con el rifle, y se le ha olvidado el truco para hacerlo con rapidez.
También tiene miedo. Más del que haya sentido nunca en toda su vida, y eso es mucho decir, porque su vida incluye lo ocurrido en Krasentine.
—¿Qué pasa? —pregunta al llegar al lado de Zybes, quien se ha puesto a cubierto detrás de un montón de cajas derribadas.
—Hay algo allí —le dice al mismo tiempo que señala el granero adosado—. Es algo grande. Se mueve de un lado a otro.
Oll no ve nada. Mira a su alrededor para comprobar dónde se encuentra Katt. La joven está al lado de la puerta de la cocina, de nuevo con la mirada perdida en el pasado, completamente ajena al miedo de Zybes.
—Quédate aquí —le dice Oll al herido.
Se pone en pie y se dirige hacia el granero con el rifle preparado. Oye que algo se mueve. Zybes no mentía. Es algo grande, sea lo que sea.
Oll sabe que necesitará un disparo limpio. Un disparo preciso y letal. Si es grande, tendrá que detenerlo con rapidez.
Abre de golpe la puerta del granero.
Lo que ve es a Graft. El gran servidor de carga se mueve arriba y abajo por el granero tropezando con todo. El barro y las hierbas del río le han tapado por completo los sistemas sensores y visuales.
—Graft.
—¿Soldado Persson? —contesta el servidor al reconocer la voz.
—Quédate quieto. Tú quédate quietos.
El gran ciberorganismo se detiene. Oll alarga una mano y tira de las hierbas hasta quitarlas todas. Luego toma un trapo y limpia las lentes de los sistemas ópticos y saca el barro de las delicadas rejillas sensoras.
—Soldado Persson. Gracias por la ayuda, soldado Persson.
—Sígueme —le ordena Oll.
—¿Qué le siga adónde, soldado Persson?
—Tenemos trabajo que hacer.