[MARCA: sin especificar]

En algún lugar. Apesta a disformidad, a escudos de vacío quemados. Las paredes son de ébano pulido y ceramita tallada, y tienen engastados cristales y marfil y rubíes. Los marcos de las puertas están cubiertos de pan de oro. El lugar es enorme. Inmenso. Hay criptas y cámaras, oscuras y monumentales, como las naves de una catedral. De una tumba. De la catacumba de una necrópolis. El suelo es de mármol negro.

No es suelo. Es la cubierta de una nave.

Siente el retumbar de las máquinas a través de su superficie. Generadores de impulso. El aire es seco, y se mantiene de forma artificial. Le llega el olor a humo.

—¿Por qué huele a humo, John?

No es capaz de leer lo que está grabado en las paredes pulidas. Se da cuenta de que le alegra no ser capaz.

—¿John? ¿Dónde te has metido?

Se ven estrellas al otro lado de las ventanas. Se ve sangre en el suelo. Hay huellas ensangrentadas de pies en el mármol, hay huellas ensangrentadas de manos en las paredes. Alguien ha arrancado algunos tapices. Hay agujeros de disparos en los paneles de los mamparos: cráteres abiertos por proyectiles de bólter, surcos arados por disparos de láser, por garras. Hay cuerpos en el suelo.

No es suelo. Es la cubierta de una nave.

Oye el ruido de un combate. De una batalla descomunal. Son millones de voces que gritan y aúllan, el chasquido de las armas al chocar, el rugido de las armas al disparar. El ruido llega a través de la superficie de la cubierta. Es un eco apagado, que llega a través de arcadas lejanas y compuertas apenas entrevistas. Da la impresión de que está ocurriendo un acontecimiento histórico de carácter monumental y proporciones cataclísmicas nada más doblar la esquina.

—¿John?

No ve rastro alguno de John, pero siente el cosquilleo en la nuca de otras mentes. Unas mentes tan resplandecientes como las constelaciones de estrellas.

—John, no quiero estar aquí. No quiero estar aquí en absoluto.

Avanza y atraviesa una arcada que tiene veinte veces su estatura para entrar en una cámara que tiene cincuenta veces su estatura. Las paredes y las columnas tienen un tamaño ciclópeo. El aire está lleno de humo y de ecos que se apagan.

Hay un ángel muerto en el suelo. En la cubierta. El ángel es un gigante. Era hermoso. Su espada yace rota a su lado. La armadura dorada está partida. Sus alas están aplastadas. La sangre le baja por la armadura y empapa la capa de piel de carnodonte que lleva puesta. Su cabello es tan dorado como su armadura. Tiene lágrimas en las mejillas.

Su asesino espera cerca de allí, negro como la noche, hecho de rabia, enmascarado por la sombra. Los rebordes de su armadura están cubiertos de oro batido, lo que le otorga a su oscuridad una silueta y una forma regias. Los ojos que lleva engastados en la placa pectoral y en algunos puntos del resto de la armadura también tienen los bordes dorados. Son ojos rojizos, de mirada fija y maligna. Exuda poder. La sensación que transmite es de una picazón caliente, semejante a la de un escape de radiación letal. Contamina la galaxia con su sola presencia. Se oye un chasquido. Un siseo. La maldad es tan tremenda que un contador de radiación sería capaz de captarla.

El asesino es enorme. Lleva las hombreras cubiertas por una capa confeccionada con pellejos de animales y pieles humanas. Un armazón rematado por pinchos le rodea la cabeza: una jaula psíquica, una caja blindada. Se ve una luz que brilla en el interior de la caja, un brillo rojizo. El asesino lleva afeitada la cabeza. Tiene la cara inclinada hacia el suelo, con el rostro oculto en las sombras. Está observando al ángel al que acaba de matar. Las conexiones corticales y los bioenlaces le bajan por el cuero cabelludo como si fueran trenzas. Es la bestia hecha carne y cubierta de hierro. La han creado a partir del odio más puro.

Oll Persson se da cuenta de que no debería estar aquí. Debería estar en cualquier otro sitio del cosmos menos allí. Empieza a retroceder.

El asesino lo oye moverse, o lo siente. La bestia alza su enorme cabeza con lentitud. De la gorguera escapa algo de luz que le ilumina la cara desde abajo. Arrogante. Orgullosa. Malvada. Abre los ojos y mira fijamente a Oll.

—Re… renuncio a ti, maligno —tartamudea Oll.

Se lleva la mano al pequeño símbolo que lleva colgado al cuello, un gesto instintivo de protección.

—¿Qué tú… qué?

—Renuncio a ti, maligno.

—No existe el mal —le contesta el asesino con una voz que es el tronar de las montañas al desmoronarse—. Sólo existe la indiferencia.

El monstruo da un paso hacia Oll. El suelo… no, la cubierta, tiembla bajo su peso.

Se detiene. Mira fijamente lo que Oll tiene en la mano.

Oll baja la mirada, confuso. Se da cuenta que en la otra mano tiene algo desde el principio.

Ve lo que es.

El asesino hace un ruido. Es un suspiro. Sus labios se separan, aunque siguen unidos por pequeñas hilachas de saliva. Mira a Oll directamente a los ojos. Directamente a su alma.

Oll aparta la cara. Es incapaz de sostener la mirada de esos ojos. Se da la vuelta para echar a correr.

Ve la luz que estaba a su espalda.

Estaba tan absorto con el asesino, por la inquietante oscuridad que lo rodeaba, que casi no vio la luz.

Ahora lo ve. No es la luz que solía ser. No es la luz que él conocía.

La luz se está apagando. Antaño fue la luz más hermosa, pero se está desvaneciendo. Su brillo está disminuyendo, se está difuminando. Es dorada y está rota, como el ángel. Y al igual que el ángel, quien ha acabado con ella es el asesino hecho de sombras.

Al otro lado de la luz hay un inmenso ventanal.

Oll ve a través de ese ventanal la gloria brumosa de Terra.

El planeta natal de la humanidad está ardiendo.

—Ya he visto más que suficiente —dice Oll Persson.