[MARCA: 01.16.32]

En formación de estrella, encabezados por la barcaza de combate Mano del Destino, diecisiete naves de la flota de la XVII entran en órbita baja y se dirigen hacia el hemisferio sur.

Mientras descienden, las naves disparan contra las plataformas orbitales del hemisferio y destruyen por completo dos muelles y dejan un tercero gravemente dañado. Los intentos por detener su avance son rechazados con una furia enloquecida. La fragata Janiverse es destruida por una andanada de las lanzas múltiples principales cuando trata de desorganizar la formación de asalto planetario.

Los portanaves Steinhart y Valentía de Konor son obligados a retroceder y luego son destruidos en un enfrentamiento directo. La Steinhart sufre un fallo de energía crítico, pierde todos los mecanismos de soporte vital y entra en una órbita muerta de un millar de años alrededor del sol con la tripulación congelada en sus puestos de combate. El Valentía de Konor, agujereado dos veces con andanadas de las baterías de cañones mientras se esfuerza por alejarse de la formación enemiga, es alcanzado una tercera vez. Las placas del casco ceden. La quilla se parte. Un rayo de mesones provoca una fuga en el núcleo expuesto del reactor del portanaves y lo hace estallar. La nave se desploma hacia la atmósfera.

Por tanto, se convierte en la segunda nave de gran tamaño que impacta contra Calth.

Su descenso no es majestuoso y lento como la caída moribunda del crucero pesado Antrodamicus. El Valentía de Konor se convierte en una luna de fuego blanco, consumida por una radiación fluorescente de la proa a la popa. Cae como un meteorito, sin dejar de girar sobre sí mismo.

Se estrella contra el frío océano en una zona cercana al polo sur del planeta.

El impacto es semejante al de un meteorito capaz de provocar una extinción a escala planetaria. La atmósfera se dobla sobre sí misma en un radio de quinientos kilómetros en todas las direcciones cuando el calor y la luz provocados por el impacto salen eyectados formando un inmenso resplandor distorsionado. Trillones de toneladas de agua marina se evaporan de un modo instantáneo, y varios trillones más salen despedidos hacia el cielo en un gigantesco cono de eyección. Se producen daños tectónicos. La lógica ola que se produce a continuación, una enorme pared de agua negra, golpea la costa continental seis minutos después y arrasa el litoral hasta una distancia de cuatro kilómetros hacia el interior.

Todo esto no es más que el preludio, un daño colateral, un adelanto salvaje del ataque propiamente dicho.

La formación de asalto desciende hasta la altitud operativa más baja posible, donde los sibilantes escudos de vacío chirrían contra la tenue atmósfera superior. Las baterías ventrales de lanzas y los cañones de bombardeo empiezan a disparar.

Comienza la destrucción sistemática.

No hay ninguna sutileza en esa acción. El hemisferio septentrional está repleto de objetivos estratégicos y centros de población que es necesario tomar y asegurar. También es donde se encuentran la mayor parte de las fuerzas terrestres de la XVII, donde pudieron aterrizar antes del comienzo de las hostilidades sin provocar sospecha alguna.

El hemisferio sur puede ser arrasado en su mayor parte.

Eso es a lo que se dedica la formación encabezada por la Mano del Destino. Las bombas de magma acribillan los escasos continentes de aquellas antípodas y los cubren con unas tormentas de fuego infernales. Los disparos de las baterías de lanzas convierten el agua de mar en vapor y hacen que los propios mares se desborden. Los convertidores de mesones y los rayos de iones dislocan la estructura tectónica, parten la corteza del planeta y provocan espasmos sísmicos por todo el manto. El humo, la ceniza y la materia expulsada enturbian la atmósfera. Las nubes de vapor cubren todo el polo sur.

Los bosques se queman. Las junglas arden. Los ríos desaparecen. Los glaciares se funden. Las montañas se derrumban. Los pantanos se secan. Los desiertos se convierten en vidrio fundido.

Mueren millones de personas en las dispersas ciudades del sur.